En momentos en los que se abre la posibilidad de explorar un Pacto de Estado sobre la educación, sería miope y poco responsable que quienes estamos implicados en el mundo educativo, no fuéramos capaces de reflexionar seriamente y sin prejuicios sobre el significado, las posibilidades y las limitaciones de la educación concertada, en nuestro país, a comienzos del siglo XXI.
El régimen de conciertos tomó forma en 1985 -en el contexto de la Constitución de 1978 y los acuerdos con el Vaticano cerrados un año después-, intentando responder a la importante presencia de la iglesia católica en la educación y a la incapacidad de la red pública para cubrir la demanda de plazas generada por el crecimiento demográfico y la extensión de la educación obligatoria.
Después, sucesivas leyes educativas, con concepciones a menudo contrapuestas, han conducido a una situación en la que la educación concertada representa un tercio del total, con un 63% impartido por organizaciones vinculadas a la iglesia católica y el resto impulsado por un variado espectro de cooperativas, fundaciones e instituciones sin ánimo de lucro, junto a concreciones jurídicas auspiciadas por grupos privados de claro perfil mercantil. Cualquier cosa menos un conjunto homogéneo que permita hablar de la educación concertada a secas.
El análisis de nuestro entorno aporta información útil, con ejemplos para todos los gustos y sin que las tendencias parezcan inequívocas. Si bien es cierto que España es uno de los países con mayor peso de la enseñanza de titularidad privada, tampoco carece de interés que sea en Cataluña, Madrid, Navarra y País Vasco donde supone más del 50%. En suma, no hay una opción que reúna consenso generalizado, por lo que somos nosotros los que tenemos que ponderar y elegirla. A ser posible, evaluando los logros relativos, sin ignorar nuestra trayectoria específica y con argumentos.
Tal vez no sea difícil alcanzar un cierto acuerdo en torno a proposiciones que nos permitirían avanzar desde fundamentos compartidos. Entre ellas podrían estar las siguientes: si la educación siempre ha sido crucial para cualquier sociedad, lo es más hoy en un mundo abierto, en el que la comunicación y el conocimiento son esenciales para la buena vida y la supervivencia; no nos basta con aprender del pasado y con extraer las mejores prácticas, porque los desafíos a los que se enfrentan nuestras sociedades son de nuevo tipo y, conscientes o no de ello, van a tener que enfrentarse a un cambio profundo y global; además, la posición relativa de la escuela ha variado. A su lado actúa una pléyade de instituciones que de forma continua y a través de medios diversos transmiten códigos de comportamiento, forman y deforman a las personas que (también) van a la escuela. Así mismo, la educación requiere recursos y la prioridad que en principio le atribuyan las sociedades quedará en nada si esa asignación no se concreta de forma suficiente y duradera; finalmente, digámoslo sin equívocos, la educación es un bien público y le corresponde a la sociedad ofrecerlo y garantizarlo de forma universal a sus ciudadanos o, dicho desde otro ángulo, la educación no es una mercancía que pueda ser regulada de forma satisfactoria por el mercado.
A partir de aquí, sería aconsejable que no cerráramos la reflexión y el diálogo con proposiciones que se consideran evidentes o planteamientos necesarios que se presentan como obvios, en vez de utilizar con rigor y contundencia opiniones que plantean argumentos e incluso proposiciones provisionales que nos pueden servir de guía. Analicemos la realidad, atrevámonos a argumentar y a escuchar a otros. ¡Cuánto nos ayudaría si fuéramos capaces de abandonar los axiomas y los planteamientos apodícticos, para avanzar con modestia sirviéndonos de tesis y de hipótesis de trabajo! Si lo hiciéramos, quizás descubriéramos que, en aspectos muy significativos, es más lo que nos une que lo que nos separa.
En esta línea, hablemos con propiedad de los distintos tipos de escuela, sin caer en simplificaciones porque, por su titularidad, la escuela puede ser pública o privada; si atendemos al régimen administrativo, pública, concertada o privada y, finalmente, si hubiera unos rasgos sustantivos diferenciadores nos encontraríamos con escuelas públicas o privadas, en función de que reunieran o no dichos rasgos. ¿Nos pueden ser útiles estas diferenciaciones o las descartamos por banales sin siquiera explorarlas?
El punto anterior nos lleva a preguntar cuáles son los rasgos que caracterizan a una verdadera escuela pública. ¿Es la titularidad y la gestión directa de las administraciones públicas condición necesaria y suficiente para serlo? ¿Acaso no puede haber un contenido sustantivo que nos proporcione una delimitación más consistente? Y si, al margen de la gestión y la titularidad, hubiera otros centros que cumplieran esas exigencias, ¿cómo considerarlos? ¿Habría que reclamar su absoluta subsidiaridad respecto a los de titularidad y gestión estatal o convendría reflexionar antes de dar una respuesta? ¿Es satisfactoria e inteligente la oferta de integración a esas variantes en una red de titularidad y gestión pública única o existen otras posibilidades? No ocultemos que hay riesgos de distinto tipo. De un lado que, al complejizar, abramos una fisura por la que se cuelen proyectos espurios, de otro, tirar al niño con el agua sucia para evitarlo. No parece que todo esté resuelto y hay campo sobrado para que merezca la pena pensar juntos, si nos atrevemos a hacerlo.
Si reflexionamos sobre la laicidad, tal vez también podamos sacar el debate a un espacio menos atravesado por apriorismos antagónicos, aunque, a la postre, es algo que corresponde decidir a los políticos. En nuestro contexto es un tema con una larga historia, pero es un hecho que la religión sigue siendo un fenómeno determinante. ¿Puede haber interpretaciones positivas del laicismo que abran posibilidades de conocer y pensar sobre algo con lo que los ciudadanos se van a topar en su existencia social? ¿Cómo abordarlo? Y no digamos que eso es lo que defienden las posturas confesionales, porque hay expertos que lo plantean desde un inequívoco laicismo.
En lo económico, tratemos de verdad la financiación de la educación y la falta de prioridad efectiva que reflejan los presupuestos públicos, en la sesgada asignación de recursos a distintos tipos de escuela. Analicemos los costes reales de la educación impartida y los que exigiría una educación de calidad, sin ocultar el grado y la forma en la que, en la práctica, se cubren esos costes necesarios; hagamos propuestas que eviten la inseguridad jurídica y la hipocresía estructural que emerge cuando los principios que se enuncian se niegan con la realidad que se practica ¿Por qué no somos capaces de establecer con objetividad los hechos? ¿Por qué no llamamos a las cosas por su nombre y actuamos consecuentemente, en vez de escondernos en el doble lenguaje?
¿Por qué no entrar también a fondo en el diseño del control y la auditoría, de los números y de las prácticas, que son imprescindibles cuando se utilizan recursos públicos? ¿Debe haber cierto margen de diferenciación para la experimentación y la innovación no discriminatorias o es preferible encerrarse en un igualitarismo rígido, que sofoca la creatividad y deviene de mínimos? ¿Cuál debe ser la exigencia efectiva que, preservando la seguridad jurídica, aporte contundencia frente a las transgresiones de los que hacen un uso incorrecto de los recursos públicos? ¿No somos muchos los que, desde la escuela de titularidad y gestión pública y desde centros concertados con voluntad y compromiso de servicio público, compartimos decididamente cuestiones de fondo y de forma en esta materia?
Será grande la responsabilidad de quienes, por buena que sea su intención y acertadas algunas de sus propuestas, se encierren en la repetición de sus formulaciones, evitando dialogar. Y dialogar no es lo mismo que ensamblar monólogos. No es inocuo el papel de quienes, en la práctica, dividen a los que podríamos y deberíamos avanzar unidos, respetándonos y enriqueciéndonos recíprocamente, haciéndonos fuertes frente a las posiciones que realmente están enfrente. Tenemos ante nosotros una gran oportunidad y no deberíamos perderla. La mano de muchos está tendida.
Ángel Martínez González-Tablas. Presidente de FUHEM. Excatedrático de Economía Aplicada de la UCM