Ruanda, República Democrática del Congo, Angola, Zambia, Malaui… La historia de la joven Mireille es un rosario de países. Nacida en Ruanda en 1992, se vio obligada a abandonar su casa con dos años, apenas un bebé en la espalda de su madre, cuando estalló el genocidio de 1994. Su casa entonces, el campo de refugiados de Shimanga, en República Democrática del Congo, también fue alcanzado por la guerra dos años después. Tras él vendría el campo de Meheba, en Zambia, y finalmente el de Dzaleka, en Malaui, el que se puede considerar su hogar o, al menos, donde transcurre la mayor parte de su historia, desde 2000 hasta 2009.
La de Mireille es una historia de pérdidas: primero su padre, asesinado durante la guerra de Ruanda; después su hermana, que, enferma, no sobrevivió a la primera de las huidas de la familia. Su madre falleció en el campo de refugiados de Shimanga y su abuela, a medio camino entre Angola y Zambia, sin poder alcanzar el campo en el que su única nieta se sobrepondría al fin de su desnutrición severa a base de gachas de soja.
A Mireille ya solo le quedaba su abuelo, pero él se empeñaría en que la suya fuera, ante todo, una historia de esperanza. El abuelo tenía una determinación: a pesar de todo por lo que había pasado la niña en sus primeros ocho años de vida, una buena educación le aseguraría el poder ser alguien algún día.
Mireille es hoy embajadora de la campaña ‘Education opens the World’, de Entreculturas y el Servicio Jesuita a Refugiados.
Por su experiencia, es innegable que la educación puede abrir el mundo…
Sí, mi abuelo, que falleció en 2007, en el que fue el día más triste de mi vida, era muy consciente de ello y me transmitió su amor por la educación. Siempre quiso que tuviera la mejor educación posible. Primero en Lusaka, la capital de Zambia, se empeñó en que estudiara en una escuela privada que nos sufragaron durante un tiempo unos amigos de la familia. La subsistencia era complicada, la vida que llevábamos, muy ajetreada, pero lo importante era la escuela. Después, en el campo de refugiados de Dzaleka, en Malaui, desde septiembre de 2000, en la Katubza Primary School del Servicio Jesuita a Refugiados.
La educación me ha abierto ciertamente el mundo, me ha permitido abandonar Dzaleka y me ha dado la oportunidad de conocer países como China, otras culturas, otros contextos, otros puntos de vista… Además, ha ampliado el rango de mi capacidad de influencia. Para mí, ha sido la base de todo, y con mi historia me gustaría poder inspirar a otros.
¿Cómo fue su primera escuela?
Yo tendría unos seis o siete años la primera vez que fui a la escuela. Acabábamos de llegar al campo de refugiados tras huir a través de los bosques del Congo. No había sido un paseo agradable, sentíamos las balas a nuestras espaldas. Mi abuela no había podido llegar, había enfermado y había muerto, y a mí me habían pasado tantas cosas ya que estaba seca, había perdido la capacidad de llorar.
En la escuela del campo de refugiados aprendíamos bajo los árboles y no teníamos libretas, solo una pieza de pizarra para cada niño… Era divertido, aunque no eran las mejores condiciones para aprender. Si llovía, la clase se suspendía, había una sensación de provisionalidad, porque el campo era también transitorio, pero los profesores ponían todo de su parte. Si apenas estaban pagados, no se notaba lo más mínimo… Luego, en Dzaleka, las condiciones eran mucho mejores… La escuela gozaba de unas estupendas instalaciones y unos excelentes profesionales, e incluso gente de Malawi, de fuera del campo, acudía allí. Entonces no éramos demasiados, unos 40 chicos por clase, pero a medida que ha ido llegando más y más gente al campo las aulas se han ido masificando, con clases de 120 alumnos, lo que dificulta el seguimiento individualizado y que se pueda mantener la atención en cada momento.
¿Cómo ha cambiado Dzaleka desde que usted llegó?
Entonces hacía poco desde que se había fundado, ahora ya ha cumplido 20 años. Bastantes refugiados llevan más de una década viviendo allí, y son gente trabajadora. Algunos han montado sus negocios o tienen ganado dentro del campo. La verdad es que cada vez hay más gente, y algunos están mejor que otros. Siento que es un campo de refugiados olvidado. Se proporciona comida (raciones de maíz, judías, aceite, sal…) pero pasan meses hasta que llega el siguiente cargamento. Los que tienen huertos pueden sobrevivir pero, los que no, lo pasan mal, se quedan sin recursos durante este tiempo. Es importante dar a los refugiados la oportunidad de autoabastecerse y de trabajar. En Dzaleka tenemos gente con títulos de educación superior que no puede trabajar fuera del campamento. Si se favoreciera esa salida se podría romper con este círculo de dependencia del próximo cargamento para sobrevivir.
Una historia como la suya, que tras estudiar secundaria, becada por el Servicio Jesuita a Refugiados, y quedar entre los seis mejores estudiantes de Malaui en los exámenes nacionales de 2009, logra que una emisora de radio local, con la colaboración de la embajada china, le ofrezca la posibilidad de estudiar en China junto con otras dos compañeras, y para ello se le otorga la ciudadanía malauí… parece bastante rocambolesca y excepcional, ¿Conoce más casos de gente que haya podido salir del campamento, tras formarse y para seguir formándose?
Sí, no muchos, pero conozco unos pocos doctores que también lograron la ciudadanía para poder trabajar fuera del campo, en los hospitales locales. Existe, por ejemplo, un convenio de Malaui con Canadá, que selecciona a 20 alumnos, les da la ciudadanía y la posibilidad de estudiar en Canadá, ¡pero son 20 alumnos de cientos! Aunque el Servicio Jesuita a Refugiados ofrece ahora educación superior on line, ¿qué pasa al terminar esos estudios? No puedes salir del campo, no tienes la posibilidad de aplicar lo que has aprendido. Hay una brecha entre el sistema de formación y el mundo del trabajo o, mejor, el mundo.
¿Qué fue lo mejor de conseguir la ciudadanía, de dejar atrás el estatus de refugiada?
Ya no me considero refugiada, porque soy ciudadana de Malaui, pero mi familia sigue siéndolo. Yo ahora disfruto de unos beneficios que antes no tenía. Por ejemplo, puedo viajar. He estado en Italia, dando mi testimonio, estoy aquí ahora… Para mí es un privilegio poder tener esta oportunidad. Estoy muy agradecida al Gobierno de Malaui por haberme concedido la ciudadanía. ¡No sé qué hubiera sido de mí si no hubiera tenido la posibilidad de ir a China a seguir con mi educación superior!
¿También en el que es ahora su país ejerce su papel inspirador? ¿Lo hace también entre su familia?
Sí, tengo primos… Y mi abuelo se volvió a casar y tuvo dos hijos: uno está en primaria y otro, en secundaria. Para mí es importante que ellos vean lo que su hermana mayor, que es como les pido que me llamen, ha conseguido a través de la educación, y ser conscientes de que ellos también pueden. Además, voy por los colegios locales y los colegios de los campos de refugiados para que los niños, sobre todo los huérfanos, los refugiados, vean las oportunidades que pueden esperar, que no están condenados a ser generaciones perdidas, que el tiempo de espera no ha de ser un tiempo en balde, que pueden ser médicos, abogados…
¿Por qué Medicina?
Siempre quise trabajar en algo que me permitiera el contacto con distintos tipos de gente (mayores, niños, jóvenes…) y la Medicina era uno de los campos que ofrecía esta posibilidad. Sin embargo, fue en China donde vi que la mía era una historia de esperanza que podía inspirar a otros. Ahí llegó más clara la idea de Medicina. En mi país Medicina, ser un doctor, es una profesión muy respetable. Incluso si uno no la practica, si no está en un hospital, el hecho de haber estudiado Medicina es algo que los demás miran con admiración. Los niños pequeños podrían mirarme y decir: “¡Lo ha hecho! ¡Yo también puedo!”. Creo que ser doctora me abre más puertas para inspirar a los demás, a las jóvenes generaciones. En China surgió este propósito.
¿Hubo momentos en su vida en que lo más fácil hubiera sido dejar de creer?
Nací en una familia cristiana y desde pequeña iba a la iglesia con mi familia, pero fue en China donde tuve la posibilidad de un acercamiento al fenómeno religioso por mí misma. Claro que hubo momentos en que dudé: “Si existe Dios, ¿cómo me puede estar haciendo esto?”, pero, al final, viendo mi historia, ¿Cómo es posible plantearse que no haya un Dios?
Actualmente, Mireille Twayigira trabaja en el Queen Elizabeth Central Hospital de Malaui. Tras haber quedado entre las mejores estudiantes y la concesión de la ciudadanía por parte del Gobierno del país, estudió un año chino mandarín y cinco años la carrera de Medicina, íntegramente en chino. Se graduó en 2016.
En el mundo hay 65 millones de personas en situación de desplazamiento forzoso. Por primera vez en 2016 se rebasó el umbral de los 60 millones. Además, 75 millones de niños entre los tres y los 18 años habitan en entornos de emergencia o de conflicto, donde es difícil ejercer su derecho a la educación, la puerta de acceso al resto de derechos.
El acceso a la educación se complica para los niños y niñas refugiados: Si en todo el mundo un 90% de niños y niñas estudian en primaria, entre la población refugiada el porcentaje se reduce al 50% (este cae al 25% en secundaria y al 1% en la universidad). La educación ofrece a estos niños un entorno seguro -les protege de peligros como la explotación laboral infantil, el reclutamiento por parte de grupos armados o la violencia de género- y ejerce un enorme impacto transformador. Pese a ello, y pese a aumentar la población en situación de desplazamiento forzoso, la educación ha pasado a un lugar secundario entre las prioridades de los donantes internacionales. También en España: Desde 2008 la ayuda oficial al desarrollo ha caído un 70%. En el caso de la educación ha descendido un 90%.