Noura, Bilal, Moha. Aún recuerdo con nitidez los nombres y los rostros de mis primeros alumnos marroquíes, como recuerdo los nombres y los rostros de mis primeros alumnos procedentes de China, de Polonia, de Rumanía, de Ecuador. Tras más de una década compartiendo el día a día con chicas y chicos de apellidos procedentes de muy diferentes geografías, mi mirada ha naturalizado esta diversidad hasta el punto de apenas reparar en ella. Cuando alguien me pregunta si hay muchos inmigrantes en mi centro, en mis clases, tengo que pararme y recapacitar. Para mí da ya lo mismo Salma que Natalia, Khalid que Dani, Hristian que Hugo. Mis chicos y chicas nacieron ya aquí, dominan el castellano, y sus escisiones biográficas y culturales -algunas, bien lo sé, muy dolorosas- no están siempre a la vista. Sonrío al reparar en el contraste de indumentaria entre quienes comparten pupitre – Rachida con la cabeza cubierta, Jessica con su ceñida camiseta de tirantes-, y celebro que entre «los primeros de la clase» estén Moha y Khaoula como lo están también Carlos y Alejandra. Ahora que tanto se habla de preparar a los estudiantes para las inciertas profesiones del futuro se olvida la urgencia de prepararlos para la vida del presente: una vida -la de nuestras ciudades, nuestro mundo- decididamente multicultural y mestiza. Este aprendizaje esencial -el de la convivencia con quienes tienen diferentes costumbres, lenguas y creencias, pero a los que miramos en plano de igualdad y en cuyos zapatos somos capaces de ponernos desde la naturalidad que surge del roce y el afecto – es algo que no puede brindarse en el ámbito familiar ni puede comprar tampoco el dinero. Solo la escuela puede ofrecerlo (o escamotearlo, conviene no olvidarlo).
Pero las desigualdades socioeconómicas pesan, y el entorno de quienes tuvieron que dejar su tierra para poder vivir seguros multiplica las dificultades cotidianas también en lo escolar y en lo académico. Es sangrante constatar que la heterogeneidad de los grupos disminuye en la mayor parte de los institutos a medida que pasamos de 1º a 2º ESO y de 2º a 3º o a 4º. Muchos -ellos, sobre todo- se quedaron por el camino. El alumnado «difícil» acaba por tener un perfil recurrente, y por más que maestras y maestros nos multiplicamos hasta la extenuación reclamando los recursos que podrían salvar a estos chiquillos – también a estas chiquillas, aunque de sus riesgos no nos alerta una trayectoria de disrupción o fracaso escolar- todo es en vano. Alguien no está haciendo sus deberes, y no es justo achacárselo en exclusiva -sin eximir de la parte de responsabilidad que les corresponda- a estos adolescentes y a sus desbordadas familias. El curso pasado salí más de una vez de mis clases de 1º de ESO apretando las mandíbulas por la rabia y la impotencia ante lo solos que los estábamos dejando, que nos estaban dejando.
Los recientes atentados de Barcelona y Cambrils me han provocado una conmoción de la que no logro salir. Inevitable el estupor, el dolor, el temblor al intuir que cualquiera de los míos, de mis hijos incluso, hubiera podido estar ahí. Miro los rostros de quienes vieron segadas sus vidas e imagino qué pudieron pensar, sentir, sufrir. Un niño. Un joven. Una mujer. Ellos -los muertos- somos también nosotros. La violencia ciega nos deja aturdidos, desarbolados, enmudecidos.
Pero si pasan los días y el estupor y el dolor y el temblor no disminuyen es porque por primera vez he sentido que con ellos, con los terroristas, se ha muerto también una parte de nosotros. De la misma manera que ante los menores soldado no veo soldados sino niños, ante las fotos de los terroristas, las difundidas en primera instancia por los Mossos, no veo yihadistas ni marroquíes ni musulmanes. Solo soy capaz de ver adolescentes. Adolescentes de los que éramos también corresponsables y a los que no fuimos capaces de proteger. Y no hablo solo de la responsabilidad de la escuela, sino de la de todos aquellos que, por acción u omisión, hicieron posible la captación de estos jóvenes por quienes no vieron en ellos sino instrumentos eficaces para sembrar el terror.
Al día siguiente del atentado en la sala Bataclan de París (noviembre de 2015), mis estudiantes de 4º de ESO me esperaban en clase necesitados de hablar sobre lo ocurrido: las muertes, las reacciones, los comentarios. Y si algo se quedó grabado en memoria fueron las palabras heridas de Amal, de Mounir, de Hatim al relatar cómo se sentían tácitamente acusados al caminar por la calle, al entrar en el supermercado o al jugar en la plaza. «¿Por qué nos miran así?» «Que yo lleve un pañuelo en la cabeza no quiere decir que apruebe esa salvajada». El único territorio en que se sentían a salvo -menos mal- era el instituto.
Meses más tarde me pasó algo en 1º ESO que tampoco he olvidado. Estábamos trabajando con relatos fundacionales de diferentes culturas (de la tradición oral africana al Mahabhárata, de los mitos grecolatinos y la Biblia a Las mil y una noches y el Popol Vuh). Había propuesto yo el fragmento bíblico en que Yaveh exige de Abraham el sacrificio de su hijo como prueba de obediencia y lealtad y habíamos realizado diferentes actividades en torno al texto. En un momento dado, Houda me advirtió de que ese episodio también aparecía en el Corán aunque con diferencias significativas. Yo lo ignoraba. Ello nos llevó a hablar de las semejanzas entre la Biblia y el Corán, entre el Cristianismo y el Islam, y me confesé avergonzada de mi absoluto desconocimiento de la religión y la tradición cultural de un porcentaje significativo de mi alumnado.
Creo que el desconocimiento de gran parte de la sociedad española acerca de la religión islámica -sus orígenes, sus principios, sus diferentes corrientes- está en el origen de tantos estereotipos, prejuicios y rechazos. La desaparición de la religión confesional de la escuela -la desaparición de cualquier filtro que agrupe al alumnado en función de sus creencias religiosas- y la incorporación al currículo escolar de la historia y cultura de las religiones es ya una urgencia inaplazable. Pero no solo. Nuestro desafío es la construcción, también desde la escuela, de un «nosotros» mucho más amplio del que reflejan los programas escolares. Un nosotros en el que quepamos todos los que estamos, empezando por las mujeres. Habremos de aprender, como reclama Ngûgî wa Thiong´ó, a «desplazar el centro». Desplazar el centro del lugar que se ha asumido como tal, Occidente, a una multiplicidad de esferas en todas las culturas del mundo. Y desplazar el centro también «de las minorías de clase establecidas en el interior de cada nación a los centros verdaderamente creativos entre las clases trabajadoras, en condiciones de igualdad racial, religiosa y de género». De no hacerlo así estaremos empujando a la cuneta a quienes inevitablemente se sienten permanentemente fuera de lugar.
En unos días empezará un nuevo curso, y no podremos entrar en las aulas como si nada hubiera pasado. Habremos, antes de nada, de escuchar lo que alumnas y alumnos tengan que contarnos. Y eso habrá de constituir el cimiento de los itinerarios de aprendizaje que entre todos vayamos construyendo. Nuestros currículos están obsoletos porque en poco contribuyen a iluminar el presente y a forjar un futuro más dignamente habitable. Empecemos modestamente desde abajo y vayamos compartiendo materiales y propuestas. Pero habremos de hacerlo con tacto e inteligencia, no vaya a ser que llevados de nuestra buen voluntad contribuyamos a estigmatizar aún más a un colectivo ya suficientemente señalado desde dentro y desde fuera.
Y si nuestra labor de educadores no se acaba con la jornada escolar, nuestro compromiso cívico no puede tampoco aparcarse a la puerta la escuela: habremos de reclamar políticas educativas y sociales que combatan la exclusión y contribuyan a la equidad y la justicia, y políticas a secas que vayan a los responsables últimos de tamaña barbarie.
Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria
*Nombres y situaciones son reales, aunque unos y otras se crucen a veces para preservar la privacidad del alumnado.