De la noche a la mañana la docencia directa, la presencia física, el diálogo cara a cara, el trabajo comunitario se ha visto sustituido por un sinfín de aplicaciones y plataformas que manejamos a tientas -quienes contamos con dispositivos móviles y conexión a internet- y cuyas muchas sombras no queremos plantearnos.
Asomó enseguida la brecha digital. Es decir, la brecha social nos estalló en la cara. Cuando la Comunidad de Madrid argumentaba el otro día que la mayor respuesta del alumnado de bachillerato se debía a sus mayores dosis de responsabilidad y compromiso con los estudios, pretendía obviar dos cosas: que quienes llegan a bachillerato son, en la mayor parte de los casos -hasta PISA lo confirma-, quienes pertenecen a determinados entornos socioeconómicos y cuentan, por tanto, con uno o varios ordenadores en casa; y que la comunicación con ellos se establece al margen de la plataforma institucional de Educamadrid, que tantísimos problemas nos ha dado y de la que no debemos escapar con los más pequeños. Lo más triste de todo esto es que es posible anticipar -si no se da un golpe de timón en las políticas sociales y escolares- qué estudiantes de 1º de ESO llegarán a bachillerato, tomando como criterio el lado de la brecha digital en que han caído.
Valga un ejemplo entre otros muchos posibles. Uno de mis alumnos de primero apenas daba señales de vida en el aula virtual del instituto. Pongamos que se llama Ahmed. La tutora contactó al fin con su familia. Y esto fue lo que nos dijo: “Acabo de hablar con la familia de Ahmed. En persona es más o menos fácil comunicarme con ellos, pero por teléfono es imposible. Ahmed se ha puesto por fin al aparato y me ha contado que no tiene ordenador y que se va ‘sin que le pille la policía’ a casa de su hermano que sí tiene”. Se nos partía, claro, el corazón. Para que nos hablen luego de responsabilidad y compromiso.
Parece al fin que algunas comunidades van a proveer de dispositivos y conexión a los hogares que carecen de ambas e, incluso, introducirán mejoras en sus propias plataformas aprovechando el parón vacacional. Bienvenidas ambas medidas.
Vayamos, entonces, a un segundo escenario. Imaginemos que estamos ya en condiciones de comunicarnos, todos sin excepción, de manera virtual. Quienes lo han hecho durante estas semanas -y hablo de estudiantes, docentes y familias- saben bien lo abrumadora que puede ser una tarea planteada de manera atomizada: decenas de asignaturas y decenas de actividades y ejercicios, muchos de ellos absolutamente descontextualizados, e imposibles de acompañar en el proceso. Un proceso que reclama horas y horas de pantalla y que nos tiene a estas alturas absolutamente desbordados. A todos.
Y mientras, en los hogares, pasan cosas: enferma el padre, fallece la abuela, la madre se queda sin trabajo. La convivencia es fácil o difícil. El aislamiento se sobrelleva con recursos o pasa factura en la salud, en el ánimo y en el trato. Sobrecoge imaginar (o conocer) qué vivencias están teniendo ahora mismo nuestros alumnos y alumnas.
Necesitamos buscar, creo, respuestas colectivas a un problema colectivo. El confinamiento ha disparado aún más la soledad académica. Preñada de buena voluntad, es cierto. De incontables horas y muchísimo cariño. Es cálida la comunicación de estos días, pese a no tenernos delante. Pero seguimos trabajando a solas. Aún más a solas que nunca.
La preocupación de la inspección estos días parece ser -y se entiende que así sea- cómo vamos a acometer la calificación del alumnado en un fin de curso incierto. Pero en no menor medida debiera preocuparnos qué aprendizajes vamos a impulsar en los tres meses que aún faltan para las vacaciones de verano.
Y aún más debiera preocuparnos -es lo que de verdad nos preocupa a quienes estamos a pie de aula- cómo dar apoyo emocional a nuestro alumnado en estos días tan difíciles. Por eso, si hay un quehacer docente irrenunciable ahora mismo, ese es el de la tutoría. Ojalá hubiéramos contado en cada centro con sólidos equipos de trabajadores sociales; cuánto más fácil sería ahora. Pero no es el caso. Y como ninguno de nosotros somos capaces de llegar a conocer las circunstancias de cada uno de nuestros más de cien o doscientos estudiantes, habremos de echar el resto con los 30 de nuestra tutoría. Es el momento de los tutores. Incluso en vacaciones.
Se ha escrito mucho en estas semanas acerca de cuáles han de ser ahora las prioridades: cuidar el bienestar personal, facilitar -y no tensar- la convivencia familiar, procurar la equidad. Con estos cimientos claros, es importante que Administración y docentes aprovechemos la tregua de las vacaciones para repensar cómo acometer este extraño tercer trimestre, también en lo académico.
El Consejo Escolar del Estado baraja entre sus recomendaciones posibles no avanzar contenidos nuevos en lo que queda de curso: esta concepción del aprendizaje como una vertiginosa sucesión de epígrafes en el libro de texto no deja de ser extraña. Pero puesto que está hondamente arraigada y nos encontramos ante una coyuntura que nos legitima para superarla, ¿por qué no ponernos a ello?
¡Cuántas veces hemos querido acometer actividades que se nos antojaban hondamente formativas pero que nos reclamaban tiempo; cuántas veces hemos querido preparar pequeños proyectos interdisciplinares pero el currículo nos apremiaba; cuántas veces hemos querido abrir la mirada al entorno y otras urgencias nos lo impedían! Ni para leer había tiempo, al parecer.
No sé si tiene mucho sentido “volver” de Semana Santa y seguir como hasta ahora: tratando de dar seguimiento individual a nuestras respectivas programaciones, sea “avanzando” sea “repasando”. No podemos dedicar tampoco la mayor parte del tiempo a una interminable -y a menudo estéril- supervisión de tareas. Un escenario nuevo reclama una estrategia diferente y este, en su enorme tragedia, entraña una oportunidad también para repensarnos como equipos docentes.
Mi propuesta es sencilla: coordinémonos más, compartamos materiales, trabajemos en equipo. Y propongamos a chicos y chicas tareas menos fragmentadas y más vinculadas: vinculadas entre sí, con ellos y con el mundo. Plantémonos qué aprendizajes son de verdad relevantes.
Y para todo ello, para salvaguardar el bienestar personal y la convivencia familiar, para salvar la equidad y promover aprendizajes que en otros contextos no son siempre posibles, necesitamos también de las bibliotecas. Mañana hablaré de ello.
Nota. Concluido ya este artículo y enviado a la redacción tengo noticia de esta iniciativa: “Suspender las programaciones” del IES Cartima (Cártama, Málaga). Qué mejor ejemplo de cuanto propongo.
Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria