El impacto educativo de la pandemia ha creado una figura inédita: el absentismo no absentista. Padres y madres que, sin llevar a sus hijos a la escuela, no se desentienden de su educación. Ni optan por salir del sistema reglado para aventurarse en el aprendizaje desde casa. Los alumnos no acuden temporalmente al centro, pero siguen matriculados. Están escolarizados sin escuela. Aprenden como pueden mientras sus familias reclaman atención didáctica a distancia. Son confinados escolares por voluntad de sus progenitores.
La paradoja se resuelve recurriendo a la RAE, que incluye dos acepciones para el término absentismo. La primera: «Abstención deliberada de acudir al lugar donde se cumple una obligación». La segunda: «Abandono habitual del desempeño de funciones y deberes propios de un cargo». Los chavales que no están yendo a clase —en principio hasta que llegue la ansiada vacuna— encajan en la primera acepción. Pero sus familias no necesariamente en la segunda.
Hay quien piensa que, con los centros abiertos y funcionando según escrupulosas medidas sanitarias, negarse a que los propios hijos vayan al colegio supone incurrir en dejación de funciones paternas. Así lo entienden casi todas las consejerías de Educación. La mayoría han advertido que el absentismo reiterado, con o sin Covid, puede tener graves consecuencias. El protocolo de absentismo, aseguran las administraciones, no entiende de virus. Actúa como un autómata, sin contemplar excepciones. Solo algunas, como Cataluña o la Comunidad Valenciana, han optado por un discurso light, más comprensivo y menos amenazante.
El consejero de Madrid, Enrique Ossorio, dejó caer incluso que las familias que nieguen la presencialidad a sus retoños pueden enfrentarse a tres años de cárcel. Una posibilidad que no figura en el Código Penal ni para los casos más agudos de incumplimiento de los «deberes legales inherentes a la patria potestad», citando su artículo 226, que recoge un máximo de seis meses de prisión para situaciones extremas.
Previa a la vía penal, el absentismo se aborda con el Código Cívil, cuyos artículos 154 y 170 mencionan, respectivamente, la obligación de los padres de garantizar el derecho a la educación del hijo y los efectos potenciales de no hacerlo, incluyendo la retirada de la patria potestad. La secuencia arranca cuando el centro detecta faltas frecuentes y las notifica a la comisión de absentismo local. Esta, a su vez, informa a servicios sociales para que visiten a la familia y evalúen la situación concreta. Ante un expediente desfavorable, el caso puede pasar a la Fiscalía de Menores.
Choque de derechos
«Estamos remitiendo a los centros y a la Inspección escritos elaborados por abogados concretando por qué no estamos llevando a los niños a la escuela. Y mientras, esperamos a que vengan los de servicios sociales a casa para invitarles a café y explicarles la situación», asegura Verónica González Maroto, portavoz de DERPA, una plataforma que congrega a «unas 20.000 familias» que han dicho, por el momento, no a las aulas. González Maroto considera «gravísimo» que las autoridades se aprovechen del «desconocimiento de muchos padres y madres», dando a entender que «pasado mañana se puede presentar la policía con el fiscal y quitarte a tus hijos». DERPA reclama que «se deje decidir a las familias» hasta que las aulas sean seguras.
Tras este supuesto absentismo justificado, aparece un conflicto de derechos fundamentales, fenómeno jurídico habitual en la era Covid y campo de acaloradas discusiones. Las discrepancias surgen de las distintas interpretaciones sobre qué significan (y dónde están los límites) de los derechos a la salud y la educación. El dilema, propio de un contexto de crisis sanitaria, pone en duda la validez de la legislación vigente. Hasta el punto de que la ministra Celáa ha solicitado un informe al respecto a la Abogacía del Estado.
Conocido a finales de la pasada semana, el informe insta a no caer en una suerte de indulto a priori para los absentistas de nuevo cuño. Los protocolos, argumenta tras una minuciosa disección legislativa, han de seguir su curso cuando las faltas a clase sean reiteradas. Pero aconseja a centros y administraciones mesura y proporcionalidad. Sobre todo a la hora de «valorar» las «razones de salud del menor y sus familiares convivientes, así como la situación de evolución epidemiológica».
El debate se complica al añadir, en la noción de derecho a la salud, un elemento tan subjetivo y emocional como es el miedo. Este es «libre y respetable», opina Carmen Morillas, presidenta de la FAPA Giner de los Ríos, que representa a las familias de la pública en Madrid. Morillas añade que su organización «no es quién para decir a los padres y madres lo que tienen que hacer con sus hijos, una decisión muy personal que pertenece al ámbito de la privacidad». Pero sí sostiene que «el derecho a la educación en un marco de igualdad de oportunidades, que pertenece al alumno, solo se garantiza con la presencialidad». El informe encargado por la ministra cae aquí en una cierta ambigüedad. Recuerda que el miedo, por regla general, no exime de culpa. Pero recomienda abordar tan difusa cuestión caso por caso.
La presidenta de la FAPA sostiene que «los centros son ahora seguros gracias al excelente trabajo de docentes y equipos directivos, aunque el riesgo cero no existe». Y entiende que este particular movimiento absentista viene, en buena medida, motivado «por la desinformación de las administraciones y su negativa a contar con la participación de las familias en la planificación del nuevo curso».
Desde la Asociación por la Libre Enseñanza (ALE, promotora del homeschooling en nuestro país), su vicepresidente, Alejandro Múñoz Fernández, asevera que el derecho a la educación no debería implicar siempre escolarización. «La Constitución habla solo del primero en su artículo 27, mientras que las leyes educativas se ocupan del segundo», afirma. Tras un exhautivo análisis legislativo, el informe de la Abogacía del Estado concluye, por su parte, que en España ambas nociones se funden en un vínculo sine qua non.
Alumnos con patologías
Acostumbrados a la alegalidad, los homeschoolers españoles conocen bien los entresijos del protocolo de absentismo. Y sus diferentes interpretaciones y formas de aplicarlo. Múñoz Fernández explica que comunidades como Cantabria o el País Vasco han creado figuras específicas para que, en sus visitas al domicilio, los trabajadores sociales emitan informes favorables, siempre que se demuestre que el alumno «está bien atendido y cuenta con un plan de estudios individualizado» a cargo de los padres. En otras regiones, no escasean ejemplos de expedientes que han terminado en la Fiscalía de Menores. Sea como fuere, el movimiento vive un momento dorado en España. ALE ha registrado «un notable incremento de socios, sobre todo en el último mes», afirma su vicepresidente.
Aunque las autoridades dieran por buena la opción homeschooling, persisten dudas sobre la capacidad de educar sin escolarizar entre los padres que mantienen a sus hijos en casa por temor al contagio. Las familias homeschoolers desescolarizan por vocación. Las madres y los padres que asocian vacuna —o pandemia bajo mínimos— con vuelta a las aulas lo hacen (a su entender) por obligación. Unos planifican a conciencia una enseñanza personalizada y suelen contar con redes de apoyo extraescolar. Los otros han de improvisar vías para que sus hijos sigan aprendiendo y no pierdan comba respecto al currículum oficial.
González Maroto cuenta que sus «reinvindicaciones pasaban, en un principio, por que el sistema garantizase una educación online de calidad». Ahora, continúa, «nos conformamos con que no nos pongan trabas legales y los centros faciliten tareas y alguna tutoría explicativa». A los alumnos más pequeños les suelen enseñar los padres, ya que se trata de «contenidos asumibles». En edades avanzadas, algunas familias se están organizando en pequeños grupos para «contratar clases particulares presenciales a cuatro o cinco alumnos y en hogares alternos». Son habituales también las sesiones individuales de pago, en formato online o presencial. La portavoz de DERPA menciona además los portales de las consejerías como fuente nutrida de materiales didácticos.
Muchos centros y profesores se encuentran ante una disyuntiva: ¿deben invertir tiempo y recursos en los estudiantes absentistas por motivos sanitarios esgrimidos desde sus familias? El presidente de la federación de directores de la Pública en Euskadi (HEIZE por sus siglas en euskera), Iñigo Salaberria, traza una división nítida: alumnos con una vulnerabilidad de salud diagnosticada (problemas respiratorios, cardiopatías…) y alumnos en principio perfectamente sanos. «Comparto que, para los primeros, las familias reclamen medios si sus hijos no acuden a la escuela por no ser aconsejable en este momento» asegura. Salaberria piensa que los centros han de «identificar las necesidades de este tipo de alumnado y, junto a las administraciones, darles respuesta», ya sea vía online o mediante un servicio de atención domiciliaria, tal y como está previsto para chavales que padecen enfermedades graves. Sin embargo, el presidente de HEIZE opina que las familias con hijos sin ninguna patología no deberían beneficiarse de este tipo de mecanismos excepcionales. «Las decisiones basadas en el miedo suelen no ser correctas», zanja.