La última vez que el planeta había vivido algo parecido fue por la conocida «fiebre española», allá por el principio del siglo XX. Este año hemos repetido experiencia, con la diferencia de que la globalización ha conseguido que la pandemia no haya tenido demasiadas fronteras infranqueables.
Este 2020 será conocido durante generaciones como el año de la Covid-19 a pesar de que muchos expertos insistan en que viviremos nuevas y diferentes pandemias a lo largo de los años.
Después de este tiempo hemos podido aprender algunas cosas. Otras seguramente no las aprendamos. Una de las primeras es que todos los colegios, institutos y universidades pueden cerrar sus puertas de un día para otro. Las consecuencias de ese cierre ya son otra cosa. Pero forman parte del aprendizaje. El sistema educativo (todos ellos) tienen un componente demasiado alto de eslabones del sistema de salvaguarda social que, seguramente, nadie se había planteado en todas sus aristas y dimensiones.
Hemos asistido, entre sosprendidos y abrumados, a los esfuerzos de miles y miles de docentes por conseguir que su alumnado no perdiese meses y meses de aprendizaje (los previos y los venideros) por falta de contacto. También hemos visto qué papel han jugado para el sostenimiento emocional de otros tantos miles y miles de niñas, niños y jóvenes que se han visto encerrados (¿injustamente?) en sus hogares cuando sus mayores, más o menos, mejor o peor, podían salir de sus casas, siquiera a comprar el pan.
Este esfuerzo docente, también de las direcciones escolares, se ha visto completado en no pocos casos por el esfuerzo, también titánico, de hacer llegar otros muchos básicos a las familias. El aprendizaje en algunos casos ha tenido que pasar a un segundo plano porque era más urgente e importante conseguir que las criaturas tuvieran comida en la mesa todos los días. Parece parte del anecdotario, pero quienes han vivido esta realidad no lo verán así. Empresas cerradas y puestos de trabajo evaporados, ayudas que no parecían llegar nunca (unos servicios sociales y de empleos simplemente desbordados) han obligado de una manera u otra a que miles hicieran cualquier cosa para conseguir comida y dinero para poder dar soporte a las familias más desfavorecidas.
La pandemia ha puesto en jaque la capacidad, no ya de los servicios sociales, sino de solidaridad de una población confinada, angustiada y preocupada. Por no hablar de las dificultades técnicas que se han producido por medio país. Plataformas oficiales que no dan abasto, equipamientos informáticos inexistentes, nuevos usos de las redes sociales que antes ni siquiera estaban en imaginario de nadie. También hemos asistido a las dificultades del alumnado con necesidades educativas especiales, que no siempre han podido acceder en igualdad de condiciones al aprendizaje, ni durante el confinamiento ni una vez iniciado el curso.
Y cuando parecía que lo peor había pasado, el curso terminaba y comenzaban unas vacaciones que tampoco han sido las ideales, comenzaba, de nuevo, la extrañeza. El curso debe de comenzar, más empujado por un sistema productivo que necesitaba el elemento de conciliación básico que es la escolarización obligatoria. Con unas administraciones educativas que, en el mejor de los casos, parecían no saber muy bien qué hacer. Poquísimas han sido las excepciones en las que hemos podido ver un esfuerzo grande por hacer la rentrée un poco menos dura, algo más flexible para poder hacer frente a la vuelta a las aulas.
Ocho millones de estudiantes volvieron en septiembre a las aulas. Tras el titánico esfuerzo realizado durante los meses de verano para que los centros estuvieran preparados, siquiera mínimamente: cartelería, patios zonificados, gel hidroalcohólico, salas Covid, guantes. Y ventanas abiertas…
Todo ello, sin duda, una señalización de puntos oscuros del sistema: infrafinanciación de los centros educativos y una falta de personal perentoria que, a pesar de las muchas denuncias desde hace una década, parece que no eran obvias hasta ahora, hasta que la tensión sobre escuelas e institutos ha sido impensable. Y, por supuesto, una segregación escolar que, aunque conocida, parece haberse hecho mucho más visible en los últimos meses a base de mostrar las grandes dificultades de muchas personas para continuar el curso.
Con estos mimbres, y algunos pocos más, hemos llegado al mes de enero. A pesar de tener la vacuna lista, a pesar de que ya se esté distribuyendo, las incertidumbres sobre lo que vendrá en los próximos meses siguen planeando sobre todas las cabezas. Y más cuando los centros educativos han sido en algunos momentos el tercer foco principal de brotes y casos. Cierto es que poca gente podía imaginar a finales de agosto que la incidencia en las aulas fuera como ha sido y no se convirtieran en el foco principal. Sí parece claro que las familias y el ocio han sido los focos principales que han servido de correa de transmisión de un virus que en no pocos casos ha encontrado en las aulas su punto final.
En este tiempo hemos podido ver sin dudas la enorme responsabilidad de niñas, niños y adolescentes, al menos, dentro de los centros educativos. Se han sumado al esfuerzo social para poner coto a la pandemia con una madurez que tal vez poca gente contemplaba como posible. Habrá que ver si, a partir de ahora, las cosas siguen igual.
Con los meses de invierno (en esta parte del mundo) en su apogeo, mantener ventilaciones cruzadas, al menos en algunas latitudes, no parece una solución, sino un parche. Como lo es la enseñanza semipresencial en la secundaria sin equipos informáticos suficientes. Hasta diciembre no ha sido posible hacer realidad ese anuncio de la ministra Celaá de conseguir medio millón de dispositivos para garantizar el proceso de enseñanza-aprendizaje a medias en casa a medias en clase.
Y todo esto sazonado con la aprobación de una nueva ley de educación que a principios de enero de 2021 comenzará a dar sus primeros pasos para poder llegar a los centros educativos el próximo curso desplegando todas sus promesas.
Las críticas le han llegado de todas partes, principalmente del sector de la escuela concertada y, principalmente, la religiosa. Su intento por poner coto a las cuotas ilegales que se cobran, así como a un reparto más equilibrado del alumnado con más necesidades y dificultades a través de la planificación de la oferta, o su apuesta por la apertura de más unidades públicas han sido algunos de los puntos esgrimidos en su contra. También la asignatura de religión, claro.
A partir de ahora, como gran incógnita futura, qué pasará con el curriculo que pretende desplegar la Lomloe, basado en competencias, con agrupaciones de materias y ámbitos de aprendizaje, dando más autonomía a los centros educativos a la hora de decidir los contenidos.
Al mismo tiempo que hace una cierta apuesta por la inclusión educativa, con más incógnitas que certezas. Puesto que si algo necesita la inclusión es de un aumento de los recursos, económicos y personales, para que tenga sentido y no se quede, sin más, en una carta de buenas intenciones. Sin una memoria económica que acompañe su desarrollo de aquí a diez años, será difícil saber cómo se cumplirá con el mandato de la adicional cuarta de llevar recursos a los centros ordinarios para que sean capaces de hacer frente a la heterogeneidad del alumnado.
En cualquier caso, el año termina ya. Hemos pasado, en general, una de las pruebas más complejas que podía esperarse para varias generaciones. Y aunque es largo todavía el camino que queda por delante para recuperar, en cierta medida, la situación previa a la pandemia y, todavía más, mejorar las condiciones previas, muchas son las personas que, cada día, con su esfuerzo, nos acercan a esa realidad.
Vaya para todas ellas un sentido homenaje desde este periódico que, gracias a sus lectoras y lectores, a quienes están suscritos, es posible.