La crisis del COVID-19 ha venido a lanzar un mensaje claro: de entre todos los derechos fundamentales recogidos por la Constitución y otros documentos nacionales e internacionales, la salud ocupa el primer lugar como umbral para el ejercicio y disfrute de todos los demás derechos. Sin salud o cuando la salud se ve amenazada, se tambalea todo el sistema social y se reordenan las prioridades del individuo y su entorno.
En 1948 la Organización Mundial de la Salud definió así la salud: “La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Según la propia Constitución de la OMS, “el goce del grado máximo de salud que se pueda lograr es uno de los derechos fundamentales de todo ser humano sin distinción de raza, religión, ideología política o condición económica o social”.
Además, este mismo documento fundamental de la OMS hace una mención explícita a la salud infantil: “El desarrollo saludable del niño es de importancia fundamental; la capacidad de vivir en armonía en un mundo que cambia constantemente es indispensable para este desarrollo”. Así pues, el desarrollo saludable de niños y niñas requiere la capacidad de armonizar la vida personal con un entorno cambiante y complejo.
Aprender, precisamente, es la principal herramienta del ser humano para alcanzar esta armonización con el entorno. Kund Illeris (2018) explica con claridad que todo aprendizaje implica la integración de dos procesos diferentes: por un lado, un proceso de interacción externa entre quien aprende y su entorno social, cultural o material y, por otro lado, un proceso psicológico interno de elaboración y adquisición. Para ello, además, contamos con cuatro tipos diferentes de aprendizaje, según Illeris: el aprendizaje acumulativo o mecánico, que permite incorporar un nuevo esquema o patrón a nuestro conocimiento; el aprendizaje asimilativo, cuando añadimos nuevos elementos a un esquema preexistente, como suele ocurrir en las materias escolares; el aprendizaje acomodativo o trascendente, en el cual se transforma un esquema para interpretar una situación novedosa, como pretenden los defensores del aprendizaje basado en competencias; y el aprendizaje llamado transformativo, cuando se produce una auténtica transformación de la persona que aprende mediante una modificación en profundidad de sus esquemas de conocimiento y su identidad.
Pues bien, buscar y promover nuestro bienestar físico, mental y social requiere de estos cuatro tipos de aprendizaje. La propia complejidad de nuestro entorno requiere incorporar nueva información, ajustar nuestros esquemas, transformarlos y, en determinadas ocasiones, salir profundamente cambiado de este proceso de aprendizaje.
En este sentido, la educación puede realizar una aportación importante a la salud a través de la mejora y el aumento del “sentido de coherencia” de toda la comunidad educativa, incluyendo estudiantes, profesionales del centro educativo y familias. “Sentido de coherencia” es un concepto acuñado por Aaron Antonovsky en los años ochenta sobre el cual se asienta el modelo salutogénico, es decir, la comprensión de la salud como un continuo entre la ausencia total de salud y la “salud total” – y la afirmación de que el individuo es capaz de desplazarse a lo largo de este continuo para buscar su propia salud y favorecer la salud de quienes le rodean (Pérez-Wilson, Marcos-Marcos, Morgan, Eriksson, Lindström & Álvarez-Dardet, 2021).
Es más, el “sentido de coherencia” es un componente de la personalidad que se desarrolla en la infancia y adolescencia, es decir, en época escolar. Su desarrollo depende de las distintas situaciones vitales que afronta el individuo y de cómo las afronta: si una situación estresante es abordada con la confianza de que ésta puede ser comprendida, convenientemente manejada con los recursos adecuados y que ésta, además, representa un reto significativo en el cual merece la pena implicarse e invertir esfuerzo, tiempo y recursos, entonces el abordaje de tal situación puede fortalecer el sentido de coherencia de ese individuo y, según demuestran las evidencias científicas, cuanto más fuerte es el sentido de coherencia (medible a través de la escala SOC), más bajo es el número de quejas y síntomas de enfermedad (Eriksoon y Lindström, 2006; Braun-Lewensohn, Idan, Lindström & Margalit, 2016).
Es decir, bienestar y aprendizaje están íntimamente unidos, al menos si consideramos una definición de aprendizaje amplia como la expuesta anteriormente. La escuela puede, en este sentido, promover el sentido de coherencia y la salud de su alumnado cuando promueve uno u otro tipo de aprendizaje: básicamente, un aprendizaje acumulativo y mecánico puede tener un menor impacto en el sentido de coherencia de un adolescente que un aprendizaje trascendente o transformativo, que le permite abordar situaciones complejas y potencialmente estresantes enriqueciendo así sus estrategias y recursos para manejarse en el futuro ante este tipo de situaciones.
Ahora, si has llegado hasta aquí en la lectura, te preguntarás cómo desplegamos estas posibilidades en nuestro sistema educativo, ya bien saturado de “encargos docentes” y de nuevas tareas a realizar cada vez que surge una necesidad social que creamos que se puede abordar desde la educación.
Una posibilidad sería recurrir a una novedad legislativa: el “coordinador o coordinadora de bienestar y protección”. Sin embargo, esta figura, pendiente de desarrollo normativo autonómico, parece estar vinculada, según la LOMLOE, más con situaciones de violencia que con el sentido amplio que estamos aquí tratando de bienestar:
“Las Administraciones educativas regularán los protocolos de actuación frente a indicios de acoso escolar, ciberacoso, acoso sexual, violencia de género y cualquier otra manifestación de violencia, así como los requisitos y las funciones que debe desempeñar el coordinador o coordinadora de bienestar y protección, que debe designarse en todos los centros educativos independientemente de su titularidad.” (artículo 66 de la LOMLOE por el cual se añade el apartado 5 del artículo 124 de la LOE).
¿Cabe, por tanto, reducir la promoción de la salud y el bienestar en los centros educativos y para toda la comunidad educativa a la figura del “coordinador o coordinadora de bienestar”, sea esta figura encarnada por un docente del centro formado ad hoc o por la contratación de nuevo personal proveniente del ámbito de la Educación Social o la Enfermería? Si defendemos la promoción de la salud como un eje fundamental de la educación y la entendemos en los términos aquí enunciados como desarrollo del “sentido de coherencia” a partir del abordaje comprensible, manejable y significativo de situaciones potencialmente complejas a lo largo de la vida del estudiante, parece que ni un docente con una reducción horaria de su carga de trabajo ni una figura aislada y única (al estilo de la Orientación educativa) para todo el centro educativo pueden responsabilizarse de una tarea tan trascendental.
La solución, por otro lado, nos la proporciona nuestra propia respuesta al COVID-19. Es cierto que en todos los centros ha habido una coordinación COVID, que se ha dotado a los centros de personal extraordinario (el “profesorado COVID”) y que se han establecido vínculos con enfermeras y enfermeros de atención primaria del sistema de sanidad pública. Sin embargo, si hoy podemos afirmar que la respuesta educativa frente a la pandemia ha sido un éxito, se debe a que toda la comunidad educativa se ha comprometido con la salud: todos hemos asumido la importancia de la salud y todos hemos contribuido a mantener y cuidar nuestra salud y la de las personas que nos rodean.
Así pues, en este curso que ahora arrancamos, cuando los protocolos sanitarios empiezan a relajarse, cuando el miedo y la precaución dan paso al deseo de abrazarnos y de estar juntos, llega el momento de decidir si la salud será una “transversal” más, que aparentemente importa a todos pero que nadie cuida ni incorpora a sus prácticas sociales y educativas. Este curso será el curso de la pregunta fundamental: ¿volvemos a 2019 y simplemente esperamos a que llegue la nueva pandemia sin hacer nada al respecto o trabajamos todos de manera efectiva por la promoción de la salud en los centros educativos?
¿Aprenderemos algo de la experiencia dramática que ha supuesto el COVID-19 (Núñez y Hernán, 2020? ¿Seremos capaces de detectar en nuestros centros educativos los activos (Pérez-Wilson et al., 2015; Cofiño et al., 2016) que permitan fortalecer la salud y garantizar el bienestar de toda la comunidad educativa, sean personas, prácticas, espacios o recursos materiales? En nuestras manos está que salud y aprendizaje caminen unidas o sean caminos divergentes, alejando o acercando nuestro bienestar. El futuro está en nuestras manos.
Referencias:
Braun-Lewensohn, O., Idan, O., Lindström, B., & Margalit, M. (2016). Salutogenesis: Sense of Coherence in Adolescence. In M. B. Mittelmark (Eds.) et. al., The Handbook of Salutogenesis. (pp. 123–136). Springer.
Cofiño, R., Aviñó, D., Benedé, C. B., Botello, B., Cubillo, J., Morgan, A., Paredes-Carbonell, J. P. & Hernán, M. (2016). Promoción de la salud basada en activos: ¿Cómo trabajar con esta perspectiva en intervenciones locales? Gaceta sanitaria, 30, 93-98.
Eriksson, M., & Lindström, B. (2006). Antonovsky’s sense of coherence scale and the relation with health: a systematic review. Journal of epidemiology & community health, 60(5), 376-381.
Illeris, Knud. 2018. A comprehensive understanding of human learning. En K. Illeris (ed.). Contemporary Theories of Learning. London: Routledge, pp. 1-15.