«A río revuelto, ganancia de pescadores» es uno de los refranes más prolijos de la cultura hispana. Esta sentencia popular está documentada, por ejemplo, en grandes obras de nuestra literatura como La Celestina, de Fernando de Rojas. En concreto, al final del Acto II de esta magistral pieza, el criado Pármeno empieza a mostrar a través de un breve soliloquio un cambio de actitud ante la ingratitud de su amo Calisto, que lo lleva a soliviantarse primero y, luego, a ceder escarmentado ante los augurios de corrupción que se avecinaban por la intervención de la alcahueta. Es en ese momento cuando, contrariado, espeta: «A río vuelto ganancia de pescadores».
Siglos después, y en un contexto muy diferente aunque socialmente también confuso, repleto de desavenencias, cambios y en un ambiente reaccionario que parece repetirse de forma cíclica, los cimientos de la educación navegan en otra especie de «río revuelto» a raíz de los vaivenes a los que se ve sometida. En él, los que debieran sacar provecho -los estudiantes, sobre todo los que más lo necesitan- no lo hacen, sino todo lo contrario: sufren el rompecabezas y el galimatías permanente en el que se ha convertido la escuela en España.
El desbarajuste mediático al que ha sido sometida la educación ha provocado diferentes desencuentros que han popularizado batallas en todos los niveles, con sus respectivos públicos, y la creación de diferentes corrientes de opinión. A través de sus lecturas e interpretaciones, hasta cierto punto parece, por momentos, haberse construido un escenario de pugna ideológica en que se entremezclan, en voces de opinantes y científicos, distintas formas de entender la función de la escuela y, por ende, la educación en su conjunto. Y eso, un río revuelto en la enseñanza, no es nada bueno.
La confusión es tal que si ahora mismo, por ejemplo, le preguntamos a un estudiante de últimos años de la ESO qué requisitos tiene que cumplir para pasar de curso, posiblemente no sepa ni cómo afrontar la respuesta, cuando hace décadas tal vez hubiese respondido con algo tan simple como esto: aprobar.
Y lo que es peor es que en esa nebulosa deambulan también gran parte de las comunidades docentes, los equipos directivos y las familias: una colectividad educativa que parece estar empezando a desempeñar el papel que Pármeno ocupó en la obra de Fernando de Rojas: alguien que se deja arrastrar por las inercias ante el clima de crispación cuando nota que su voz reflexiva y prudente se pierde en el vacío.
Pero lo que más me temo no es ese escenario de incredulidad que ya planea, esa continua justificación burocrática de todo lo que hace un docente o un equipo educativo, esa discordia que sobrevuela las redes sociales cuando docentes con ideas aparentemente contrarias intentan, a veces, debatir, o ese malestar que tienen las familias cuando intuyen que, al final, los que van a salir perdiendo son hijas y sus hijos. Lo que más me temo es el poder mesiánico que emergerá a través de la figura de los otros pescadores que intentarán, a río revuelto, sacar provecho.
Porque, como si de un manual de autoayuda se tratara, la falta de consenso entre las comunidades educativas en relación con la implantación de los cambios legislativos puede hacer emerger la peligrosa idea de que en el docente, en la familia y en el estudiante se encuentran todos los males de la enseñanza, y que si no estamos a gusto con nuestro contexto lo que tenemos que cambiar son nuestras actitudes, en lugar de nuestras aptitudes como colectivo y conjunto social interconectado.
En ese río revuelto, mientras nosotros y nosotras seguimos peleándonos en las redes sociales, saldrán a pescar nuevas formas de coaching educativo, de entidades privadas, de empresas emocionales, de gurús y de celebridades mediáticas a decirnos, desde fuera, cómo tenemos que cambiar la educación por dentro y, sobre todo, cómo tenemos que cambiar nosotros mismos como individuos, porque supuestamente es en cada uno de nosotros, en nuestra forma de afrontar la praxis, donde se encuentran todos los males de la educación.
Pero ni todo está perdido, ni todo en la educación es el vallis lacrimarum al que se refirió Pleberio, el padre de Melibea, en el planto final de La Celestina. Los centros de enseñanza, como bastiones de progreso y bienestar social, siempre han sido capaces de resistir ante el sollozo sensacionalista, las píldoras y las terapias de esos expertos que nunca han pisado un aula o que la dejaron de pisar hace ya tiempo. Y es precisamente esa autonomía, que además es una de las claves de la tan controvertida Lomloe, la fuente de la recuperación y el refuerzo que debe alimentar los avances en la educación.
Porque, en sus desaciertos (que los tiene), la vigente reforma educativa tiene como punto fuerte en el que apoyarnos precisamente eso: la garantía de reforzar en un contexto concreto el sentido pedagógico de lo que hacemos, cómo lo hacemos, para qué lo hacemos y por qué lo hacemos.
Y es en ese nuevo marco de autonomía escolar en el que hay que empezar a navegar para alejar a los pescadores que buscan su provecho y fama personal en esos ríos de aprendizajes que compartimos y en los que nos movemos. Una nueva forma de autonomía que nos ayude, con el tiempo, a dejar de navegar perdidos y a entender que en la formación en comunidad, en la concreción curricular, en el ajuste de los recursos a las verdaderas necesidades de nuestro alumnado y en la construcción de un proyecto educativo basado en la cogobernanza es donde se puede concebir una nueva idea de liderazgo tan necesaria, alejada de todo río revuelto.