Mi infancia lejana en un pueblo fue una época “movida”. Pasábamos largas horas jugando en la calle, corriendo por el campo, subiendo y bajando las escaleras de la casa. Pero ya nos advertían de cómo la escuela iba a disciplinar nuestros cuerpos como un todo. Cuando con cuatro años nos preparaban para entrar en la clase de párvulos nos preguntaban “¿qué vas a hacer en la escuela?”. A lo que se esperaba que contestásemos con un gesto “cruzarse de brazos y sentarse callada en una silla”. Pero el “cerebro” no procesa la información y las experiencias en el vacío, precisa de todo el cuerpo para crecer y desarrollarse. Moverse, descubrir e interactuar con el entorno, es crucial para crecer de forma sana, avivar la curiosidad y disparar el pensamiento. Pero cada vez más la infancia y la juventud experimentan la “disciplinarización” de “todo” el cuerpo.
Hace algunos años leí en Cuadernos de Pedagogía, la respuesta de un niño de cuatro años a la invitación de su maestra a sentarse el primer día de clase: “Señorita, pero si no estoy cansado”. La semana pasada una amiga me contó un episodio con su nieto que ha dado lugar al título de esta columna y forma a un tema que quería discutir aquí desde hace un tiempo. Un día le preguntó a su nieto que no para de moverse: “Toni [nombre supuesto] ¿por qué te mueves tanto?”. “Abuela, me muevo porque me lo dice el cerebro”. “¿Estás seguro de que te lo dice el cerebro? Sí, me dice que me mueva”.
A pesar de los muchos -y a veces exitosos- intentos de cambio e innovación, la mayoría de los centros de enseñanza siguen la inercia señalada por Larry Cuban en 1993 de que enseñar es decir, aprender es escuchar y el conocimiento es el contenido de los libros, materiales didácticos hoy multimodales o incluso “toda” la información accesible en internet. (How teachers taught: constancy and change in American classrooms, 1890-1990. Teachers College Press).
La interacción con el entorno sigue siendo una “utopía” de la Escuela Nueva o de escuelas y universidades privilegiadas al alcance de muy pocos. Pero, además, en las últimas décadas, a las instituciones disciplinarizadoras de los cuerpos les han salido nuevos competidores o aliados: las pantallas.
Siguiendo con el episodio de Toni y su abuela, le comenté: “Qué bien, así no pasará mucho rato ante la pantalla”. Su respuesta no me sorprendió, “¡Qué va! Es lo único que le hace estar quieto, de hecho, hay que regularle el tiempo que se le permite estar frente a ella”. No me sorprendió porque llevo tiempo observando en el transporte público y los restaurantes, cómo se utilizan las pantallas para que niños y niñas estén quietos y a los jóvenes se les atenúe el “mal humor”. En estas ocasiones no dejo de preguntarme qué nos perdemos todos al entorpecer la interacción social.
Por otro lado, cada día sabemos más sobre la cantidad ingente de horas que niños, niñas, jóvenes y adultos pasan sentados o estirados (con mejores o peores posturas) ante las pantallas. Sobre los múltiples problemas derivados de la falta de ejercicio, el insomnio que pueden provocar, los problemas de falta de concentración y de atención,…
Además de los crecientes episodios de ciberacoso, las derivas y conflictos entre la autoimagen y la imagen deseada, el aumento de las ansiedades, depresiones y problemas mentales… (poner aquí bibliografía con evidencias sobre estos fenómenos ocuparía un espacio considerable).
Como educadora e investigadora no puedo desconsiderar las consecuencias de no escuchar a nuestro cerebro cuando nos dice que nos tenemos que mover. No puedo dejar de lado el papel fundamental y creciente que está representando esta nueva potencia disciplinadora. Tuvimos que esperar a Michele Foucault en la década del 1970 para comenzar a hablar -parece que con poco éxito-, de las instituciones de enseñanza como disciplinadoras de los cuerpos. Ahora, educadores e investigadores nos enfrentamos al sutil, atractivo y seductor efecto disciplinarizador de las pantallas y de los intereses y visiones de quienes las controlan. Nadie parece dudar de que el presente-futuro está en las manos de las grandes tecnológicas. Pero si nos dedicamos a la educación habrá que plantearse su efecto en el desarrollo, educación y vida de niños, niñas, jóvenes y adultos, incluidos nosotros. Abramos diálogos, cuestionemos imposiciones, dejemos de aceptar lo que se nos vende como “inevitable”. A Toni su cerebro le decía que se moviese, el mío que me mueva, que piense, que no deje preguntarme y preguntar. Y ¿el vuestro? Y ¿el tuyo?