El otro día me vinieron a la cabeza unos versos que escribí cuando era adolescente. Formaban parte de un poema en el que se hablaba del aislamiento, del individualismo, de la falta de empatía… Entonces no lo sabía, claro; pero ahora me doy cuenta (con frecuencia) de que mi yo adulta ya apuntaba maneras en aquella joven. En el poema se jugaba en algún momento con la metáfora de que nos estábamos envasando (no recuerdo si al vacío, creo que más bien envolviéndonos en papel film) y concluían tan pesimista visión del ser humano, incapaz de involucrarse, con un soy el hombre jamón York / y ni siquiera huelo a cerdo.
Estas últimas semanas ha habido mucho movimiento en el centro. Salidas a la naturaleza con pernoctación, viaje fin de curso (sí: aunque no haya finalizado el curso) de los grupos de 1.º de bachillerato a Portugal, día del instituto, convocatoria para luchar contra las diferentes variantes de la discriminación…
Prácticamente en todas esas actividades, un elevado porcentaje del alumnado ha hecho gala de un individualismo preocupante que, en buena medida, es el producto de la sobreprotección e infantilización a la que sometemos a los y las estudiantes. En muchos casos, no sienten como suyas las actividades, las instalaciones o la propia institución, porque la perciben como algo impuesto. Y no les falta razón: no han elegido ir a un centro docente cada día. Es ese mirarse constantemente el ombligo, esa primera persona, siempre singular, que todo lo invade: yo no he hecho nada; me tiene manía; es mi opinión y tienes que respetarla… tan propios de la adolescencia. Ni rastro de un nosotros, nuestra, nos. Creo también que estas criaturas están sobredirigidas, lo que acaba por convertirlas en personas carentes de iniciativa, incapaces de ser mínimamente proactivas o de asumir alguna responsabilidad. Personas muy adolescentes, en suma.
Como los bancos del patio estaban en un estado bastante deplorable, propusimos al alumnado que diseñara su decoración, con la única condición de que la temática fuera la lucha contra las discriminaciones: racismo, xenofobia, mentalismo, edadismo, machismo, LGBTIQfobia… Repartimos los enfoques, teniendo en cuenta los niveles y las actitudes mostradas por muchos de nuestros alumnos. Queremos que nuestras criaturas intervengan de verdad en un espacio que debería ser más suyo que de nadie; que esos mensajes sean acogedores, que cualquier persona que asista al centro se sienta segura, protegida, cómoda. La campaña se tituló «Asentando los derechos humanos».
De entre todos los proyectos, se seleccionaron diez, uno por banco, con criterios como la claridad del mensaje o la facilidad de la ejecución. Una vez adquirido el material (imprimación, pintura, brochas, rodillos…), el primer grupo, de 2.º de bachillerato, se puso manos a la obra. Mientras parte de la clase dibujaba sobre un banco ya imprimado el boceto de su proyecto, otros aplicaban imprimación al que se sitúa justo debajo de la ventana de mi despacho. Dadas las circunstancias, era de esperar cierto alboroto y tufillo a pintura, pero aquello se iba de las manos por momentos. Me asomo a la ventana y contemplo, estupefacta, cómo Ibrahim introduce el rodillo directamente en la lata que contiene la imprimación y lo lleva, chorreando y alejado de su cuerpo, hasta la superficie del banco, contra la que lo posa sin demasiado cuidado. El exceso del denso líquido chorrea abundantemente por entre los listones del asiento. La pared contra la que se apoya el respaldo luce enormes y gruesos manchurrones blancos. Cuando recrimino al muchacho su ejecución mediante un «Pero ¿cómo eres tan bruto, hombre?» la respuesta no puede ser otra: «¿Y yo qué sé, profe? Yo no he hecho esto en mi vida, y nadie me ha dicho cómo se hace». Luego las leyes hablan de competencias como la de «Aprender a aprender». El hecho es que, finalmente, en la conversación que mantengo con el grupo a través de la ventana, insisten en que así es más rápido. Lo importante, siempre, es quitarse la tarea de encima cuanto antes; da igual si es un trabajo, un ejercicio escrito o pintar un banco. Hacerlo rápido y de cualquier manera importa más que hacerlo bien.
Acaba la sesión y me devuelven los materiales en la misma bolsa en la que se los facilité una hora antes. Es una bolsa enorme, que han llenado con los papeles que deberían haber usado para no manchar el suelo (algo en lo que, ya imaginarán, no han obtenido el más mínimo éxito). Empiezo a vaciar la bolsa; nueva estupefacción: han guardado un bote de 750 ml de pintura azul cobalto sin tapar. El bote se ha volcado y en su contenido completo se sumergen las brochas, los rodillos, los otros botes de pintura, los tintes… Todo es un desastre, porque todo lo hacen deprisa y sin ningún esmero. Seguramente, nadie les ha dicho tampoco que deben fijar bien la tapa antes de guardar la lata de pintura. Así que, cuando hable con ellos el próximo día, justificarán el despropósito con la excusa de que no se les ofrecieron instrucciones claras, paso a paso, sobre lo que debían hacer. Sin embargo, estoy absolutamente convencida de que todo esto sucede porque no han entendido la importancia del mensaje, o mejor, que no hemos sabido trasladar la importancia del mensaje: quiero que se apropien de su espacio.
Unos días antes se había celebrado la jornada del instituto, durante la cual se organizaron talleres con actividades muy diversas. Siguiendo nuestra tradición, el alumnado, que accede al centro un poco más tarde de lo habitual (necesitamos un rato para prepararlo todo), es libre de dirigirse al lugar que prefiera. Previamente, no solo el tutor o tutora, también el departamento de extraescolares y jefatura pasan por cada aula para explicar en qué consiste cada taller, dónde y en qué horario se desarrolla… El alumnado muestra su sorpresa cuando le explicamos que nadie va a llevar al grupo a ningún taller; que pueden ir con quienes les apetezca, aunque no pertenezcan a su misma clase; que si acuden a una actividad que los decepciona, pueden abandonarla cuando quieran y dirigirse a otra. Durante los primeros minutos de la jornada, las hordas de estudiantes pasillean sin decidirse a entrar en ninguna de las aulas donde se desarrollan los talleres. Preguntan dónde están y en qué consisten, a pesar de que las paredes están empapeladas con carteles en los que figura toda la información, y de las recurrentes explicaciones en los días previos. Casi hay que llevarlos de la mano. Poco a poco, se van distribuyendo. Durante el recreo, la asociación de madres y padres (bien es verdad que no hay un solo padre que yo haya visto participar nunca en nada organizado por esa asociación que luce una maravillosa «P») ofrece un desayuno. Un puñado de chicos de segundo de ESO de diferentes grupos se cuela en un aula vacía y la ensucia: mandarinas y manzanas pisoteadas, botellas de agua vertidas en el mobiliario y en el suelo, bocadillos despanzurrados por todas partes; mesas y sillas volcadas. Se han divertido. No es el aula donde recibe las clases ninguno de ellos, así que no importa si otros se la encuentran así el lunes. Tampoco importa si las mujeres que trabajan limpiando el centro tienen que arreglar el despropósito.
Finalmente, damos con los responsables y les facilitamos el carro de limpieza para que dejen el espacio impoluto, a pesar de sus protestas: pretendían limpiar solo lo que ellos habían ensuciado. «Yo no he pintado la mesa, así que no pienso limpiarla».
Tras el recreo se celebra un concierto. Es, probablemente, una de las actividades que más expectación suscita. Hay previstos dos pases, que se convierten en tres. La banda se constituye por iniciativa de un alumno, estudiante de trompeta en el conservatorio, que unos días antes ha venido a mi despacho para proponérnosla: «Conozco muchos compañeros en el insti que saben tocar instrumentos, y se me ha ocurrido que si nos juntamos todos, podemos montar una orquesta». Por supuesto, secundamos la iniciativa con entusiasmo. Pasamos por las aulas levando intérpretes, nos reunimos con los y las artistas en los recreos para cuadrar los horarios de los ensayos, que se celebran por las tardes en el aula de Música; nos damos de alta en una página donde podemos adquirir partituras con los arreglos necesarios para tan pintoresco grupo. Disponemos de cuatro pianistas, pero solo dos pianos. Alguien dona un teclado al centro: ya pueden tocar tres. No hay percusión. Uno de los pianistas accede a cubrir ese papel. Hay que cuadrar dos fagots, un violín, una viola, cuatro guitarras, una flauta travesera… Por problemas de agenda, no formamos un grupo musical, sino dos. Todos nos reímos mucho, porque sabemos que es un delicioso despropósito que tiene que salir bien, porque la presentación es apenas dos semanas después, precisamente el día del instituto. Ambas bandas actúan, con enorme éxito de crítica y público. En los emocionados y sonrientes agradecimientos de los coordinadores, labor que desempeñan una alumna de 2.º de ESO y el promotor, alumno de 3.º, aparece el nosotros repetidamente. Al acabar los conciertos, quienes no dieron el paso en su día se acercan a preguntar cómo pueden sumarse.
Nuestra/s banda/s son una especie de big bang y, por supuesto, una big band. No se me escapa, desde luego, que está compuesta por estudiantes más o menos privilegiados. Pero son también adolescentes empáticos, colaboradores. Son buena gente. Sin embargo, no es casualidad que sean precisamente esos estudiantes privilegiados quienes proponen; quienes utilizan un nosotros. Los pobres no van al conservatorio, ni a la escuela de música de la ciudad, que cuenta con cierto prestigio. Los pobres no hablan de un nosotros. Aún me duele (y me seguirá doliendo siempre) la frase de Omar, cuando, tras una de sus constantes e innumerables trastadas, le dijimos que íbamos a comunicar lo sucedido a su madre: «Ya tenéis a vuestros padres contentos». Y me duele no tanto porque Omar sabe que formo parte de vosotros como porque tiene razón. Cómo meter a los pobres, a los desarraigados… en esto; en algo. Cómo hacer que dejen de ser espectadores y pasen a ser proactivos. Cómo explicarles que si no se comprometen con lo público están definitivamente perdidos, que solo defendiendo, rediseñando o dinamitando de verdad lo que es más suyo que de nadie pueden atisbar la necesidad de cambiar el mundo, de defender otro mundo, de crear otro mundo. Aunque esa creación pase por quemarlo todo. Cómo quitarles el papel film.