Hace unas semanas se publicaban las conclusiones de la GNAFC sobre crisis alimentarias. Dicho organismo que reúne, entre otros a la Unión Europea (UE), la Organización de la ONU para la Agricultura y la Alimentación (FAO), Unicef, el Programa Mundial de Alimentos (PMA) o el Banco Mundial, reveló que un total de 258 millones de personas de 58 países sufrieron inseguridad alimentaria aguda en 2022 y necesitan ayuda urgente, 65 millones más que en 2021. En dicho informe se referían a la crisis del Covid, la guerra de Ucrania o los fenómenos meteorológicos adversos como tres de las principales razones, también se indicaba que no se estimaba remisión de los datos en 2023 dado que se espera que el número de fenómenos meteorológicos adversos aumenten debido al cambio climático, algo de lo que ya se advertía en los informes del IPCC.
Ante datos de ese calibre que ponen de manifiesto una gran crisis alimentaria que, como todas las crisis afecta de manera desigual según el código postal (entre otros factores), recordé la cantidad de alumnado que he conocido que necesitaba asistir al comedor escolar para garantizarse, al menos, una comida digna al día. Sabemos que “comida digna” es subjetivo en función de la administración educativa de cada comunidad, pero dejaremos lo de las pizzas, perdón, lo del concepto para otro artículo.
Todo esto me llevó a repasar la gestión de comedores escolares y a buscar nuevos datos sobre los ecocomedores. Según datos obtenidos del Informe de Comedores Escolares del Observatorio de la Infancia la normativa en ese ámbito es compleja al estar descentralizada, la única excepción son las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla que dependen del gobierno central. En Cataluña, por ejemplo, para los comedores escolares funcionan los modelos de contratación y gestión directa. En Madrid, sin embargo, es la propia Comunidad la encargada de aprobar una lista de empresas certificadas entre las que los colegios deberán escoger la que les provea el servicio.
Por su parte, Galicia permite los cinco modelos posibles, pero prevalece el de gestión directa. Esto ha permitido iniciativas interesantes de gestión en comedores escolares. Por ejemplo, el Ayuntamiento de Ames gestiona directamente los cinco comedores del municipio, que funcionan como una red, primando los productos locales y las diferentes necesidades y gustos de los usuarios. Los CEIP Marquesa Pazo da Mercé y el Antonio Blanco Rodríguez son los últimos en incorporarse a los 11 que ya integran la red Ecocomedores Biosfera. Desde que los centros forman parte de la red, asesores nutricionales evalúan los menús y proponen mejoras que incorporen alimentos producidos en el ámbito territorial de actuación y, siempre que sea posible, de producción ecológica. Además, para involucrar a toda la comunidad educativa se dan charlas divulgativas.
Una comunidad con un modelo ambicioso y de éxito en este campo es Canarias, pues nos encontramos un programa completo de ecocomedores en el que la propia administración facilita la conexión entre centros y aquellas operadoras ecológicas que estén inscritas como productoras agrícolas y ganaderas en el Fichero de Operadoras y Operadores de Producción Ecológica de Canarias.
En la actualidad cuenta con 116 centros a los que también se les ofrece formación y encuentros. Algo fundamental cuando hablamos de educación y alimentación, porque los comedores no solo tienen misión de alimentación sino que en sí, tienen una función pedagógica esencial. Ofrecen la oportunidad de establecer vínculos entre el entorno, el sistema alimentario, la comunidad próxima y el sistema de producción. Además, el comedor escolar involucra al alumnado, las familias, al personal de cocina, al de cuidado, las productoras y el comercio local. Tienen un enorme potencial para establecer vínculos con la comunidad educativa, el entorno y muchos contenidos curriculares en relación al conocimiento del medio.
Pero si algo tienen pendiente los comedores escolares (además de los buffets hoteleros, establecimientos “all you can eat” y demás opulencias frívolas alimentarias) es luchar contra el desperdicio alimentario. Aquí, ajustar las raciones es clave. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) estima que tiramos 1.300 millones de toneladas de alimentos al año. Se estima que los alimentos desperdiciados a nivel mundial representan 3.300 millones de toneladas métricas de emisiones anuales de dióxido de carbono y suponen la utilización de alrededor de 1.400 millones de hectáreas de tierra, lo que representa casi el 30% del área cubierta por tierras agrícolas en el mundo.
Para luchar contra este desperdicio alimentario once organizaciones se unieron para pedir a los partidos políticos su compromiso en este tema de cara al 28M. Entre otros objetivos se busca aprobar una estrategia de desperdicio alimentario en la que se incluyan objetivos específicos de reducción hasta el 2030 por parte de todos los
agentes de la cadena alimentaria, en las comunidades autónomas, la incorporación del desperdicio alimentario en los contenidos curriculares, así como en la formación y actividades del conjunto de la comunidad educativa (equipos directivos, profesorado, familias, personal laboral, contratas, entre otros) y fijar unos objetivos concretos, medibles y cuantificables desde un punto de vista ambiental, social y económico.
La educación ecosocial es en sí misma holística y, por ello, la vinculación con la tierra, los territorios, las relaciones entre las personas, etc. deben estar siempre presentes. El respeto a estas redes de interdependencia deben comenzar por la R de reducción, de no consumir lo que no se necesita, de evitar desperdicio, y con especial calado ético, el desperdicio alimentario, porque, simplificando mucho y a modo de ejemplo, detrás de ese tomate que acaba en la basura, no está solo el producto, están los terrenos de cultivo empleados para su siembra, el agua empleada para su crecimiento, la huella de carbono en su traslado a cadenas o locales de distribución, la energía, el tiempo y el esfuerzo humano.