Uno de los persistentes dilemas en la política educativa es cuáles son los criterios que tienen que guiar el diseño de la oferta educativa en la Formación Profesional (FP): según las supuestas necesidades del mercado laboral, según la observada inserción laboral de cada itinerario, según la demanda de los y las jóvenes o en función del sistema productivo que se pretenda proyectar en un futuro. Los datos nos demuestran que las preferencias entre estos criterios no siempre coinciden y que el encaje no siempre es fácil.
Sea como sea, el desequilibrio de la oferta de FP en clave de género es muy destacado: 15 de las 25 familias profesionales que se ofrecen en los Ciclos Formativos de Grado medio (CFGM) tienen un 75% de chicos, 4 de ellas con un 96% de presencia masculina: instalación y mantenimiento, fabricación mecánica, transporte y mantenimiento de vehículos y electricidad y electrónica.
¿Y este enorme desequilibrio en la oferta formativa a qué responde? Lo primero que nos puede venir a la cabeza es porque simplemente hay más chicos que optan por esta vía formativa. Y aquí es cuando las evidencias rompen el sentido común y hacen necesarias investigaciones y reflexiones que vayan más al fondo de la cuestión. La distribución del alumnado en CFGM por sexo el curso 2020/21 era de: 57,8 % chicos y 42,2 chicas. Estos datos seguían el mismo patrón de paridad en los ciclos formativos de grado superior, pero no para la FP Básica donde claramente había una mayor presencia de chicos, concretamente un 70%.
A pesar de la observada paridad de participación de chicos y chicas en la FP, lo que parece innegable es que históricamente un gran sector de las ramas de la FP ha estado más pensada y diseñada para los chicos. Y aquí otra vez habría que preguntarse el por qué. Son varios los supuestos que se pueden plantear al respecto: ¿la FP ha sido la vía pensada para el alumnado con trayectorias educativas menos exitosas (más suspensos, repeticiones, participación en grupos de diversificación curricular) y ahí están sobrerrepresentados los chicos?, ¿es que ello responde a una mayor masculinización de las ocupaciones para las que cualifica la FP, sobre todo los grados medios? Aunque intuyo que la respuesta es una combinación entre ambos factores, para mí, la pregunta relevante es qué hacemos al respecto: ¿creemos que es importante modificar este fuerte sesgo de género en la FP? ¿Por qué, para qué, cómo?
En los últimos años, la formación profesional se ha presentado como una de las recetas clave para reducir las tasas de abandono escolar temprano por varias de sus particularidades: se trata de un itinerario más corto, más especializado en un oficio y goza de una inserción laboral más inmediata, entre otros aspectos a destacar. Por otro lado, en los últimos años, aunque de forma muchísimo más modesta, estamos prestando mayor atención a las chicas que dejan los estudios de forma temprana. Y aquí tenemos que preguntarnos: ¿esta clara masculinización de la oferta de la FP podría estar frenando a un sector de estas chicas a continuar con su trayectoria educativa? De ser así, parecería necesario intervenir políticamente al respecto.
Los escasos estudios que se han focalizado en explorar cómo son las trayectorias y experiencias educativas de chicas que optan por itinerarios masculinizados [1]. nos aseguran que para nada es un camino de rosas. Las chicas que optan por itinerarios formativos masculinizados tienen que hacer frente a un gran número de desafíos en contraste con los chicos que se escolarizan en sectores tradicionalmente más feminizados. Primero, en su paso por los estudios experimentan un mayor cuestionamiento de sus destrezas y tienen que hacer mayores esfuerzos para demostrar su valía que sus compañeros. Además, la evidencia nos muestra que tienen que enfrentarse a un lenguaje peyorativo y a actitudes condescendientes por parte de sus pares varones. Posteriormente, en su inserción en el mercado laboral estas dificultades no solo continúan, sino que empeoran. Las chicas en itinerarios laborales masculinizados tienen que hacer frente a una mayor dificultad para ser contratadas, más allá de la precarización generalizada de las mujeres en el mercado laboral.
Entonces, ¿cuál es la solución a todas las cuestiones planteadas hasta el momento? ¿Habría que intentar confrontar estas pautas de discriminación que experimentan las mujeres en itinerarios formativos masculinizados? ¿Tenemos que ampliar la oferta de itinerarios profesionales estereotípicamente femeninos? ¿Tenemos que ampliar la oferta de cursos menos sesgados en términos de género? Personalmente, no tengo una respuesta clara. Lo que sí tengo claro es que es fundamental que el fin no tiene que ser buscar la paridad en las estadísticas de participación de alumnado en la FP sino, más bien, transformar las instituciones educativas: revisar los contenidos que se enseñan en esta etapa educativa, repensar las estructuras organizativas y las plantillas de docentes, modificar las culturas institucionales y la forma en la que operan de forma que nos aseguremos de que chicos y chicas le vean sentido a lo que están aprendiendo, y sobre todo, se sientan a gusto en su paso por la escuela. También es fundamental incidir en las etapas educativas anteriores y aquí la orientación educativa tiene un papel clave. Hay que contribuir a ampliar los horizontes y las expectativas educativas y laborales de las chicas para que ninguna joven se autoexcluya de ningún itinerario formativo (como pasa con la oferta STEM respondiendo a las siglas en inglés de Science, Technology, Engineering and Mathematics) por sentir que no es capaz.
Por último, hay en la actualidad una fijación académica y política con que más chicas estudien carreras universitarias STEM. ¿Por qué todo el debate sobre el sesgo de género en la educación se lo llevan las carreras universitarias STEM? ¿Por qué no nos preguntamos por qué no queremos que más chicas opten por itinerarios masculinizados en sectores menos cualificados? No soy ingenua, intuyo la respuesta. Pero para mí, lo importante es que tenemos que poner todo nuestro empeño en resignificar qué quiere decir que una profesión sea feminizada y masculinizada, que intentemos equilibrar el menor prestigio y las peores condiciones de las profesiones feminizadas, que valoremos como sociedad las profesiones que no se trasladan a un valor productivo en el mercado laboral pero que dedican su jornada a cuidar de nuestras personas más vulnerables, que les ofrezcamos de una vez por todas unas condiciones dignas como en el resto de profesiones que sí gozan de un mayor reconocimiento social.
Notas
[1] Aquí un par de ejemplos: Termes, A. (2020). La Formació Professional a Barcelona: gènere, trajectòries i inserció laboral Institut d’Estudis Regionals i Metropolitans de Barcelona y Jacinto, C., Millenaar, V., Roberti, E., Burgos, A. & y Sosa, M. (2020). Mujeres estudiantes en Programación: entre la reproducción y las nuevas construcciones de género. El caso de la formación en el nivel medio técnico en la Ciudad de Buenos Aires. Revista de Sociología de la Educación-RASE, 13 (3), 432-450.