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¿Puede la innovación educativa, en el centro y el aula, combatir las desigualdades sociales? Esta es la pregunta que se formulaba el seminario internacional organizado por la Fundación Jaume Bofill en abril pasado y que volverá a estar presente en el próximo seminario de este mes en torno al programa de Escuela Nueva 21. Mediante esta pregunta, el seminario de entrada conseguía ligar el concepto de innovación, a menudo muy criticado por simplista y despolitizado (como acertadamente argumentaba Jaume Funes) con la resolución de un problema central: que la escuela no funciona para muchos -demasiados- alumnos.
Como ya nos avisó Jean Anyon, la escuela no es el origen de la pobreza ni de los salarios bajos y, por tanto, la escuela sola no los resolverá. Pero cuidado, porque una cosa es luchar contra las desigualdades de origen y otra muy diferente incidir en la producción de las desigualdades educativas que se derivan. Y es que desigualdades sociales y educativas, a menudo empleadas de manera sinónima, no son lo mismo. La investigación es persistente y nos sigue mostrando cómo, en función del grupo socioeconómico al que se pertenece, el paso por la escuela se traduce en diferencias de resultados o de trayectorias educativas posteriores. Ahora bien, no es menos cierto que la investigación y la experiencia también muestran que hay centros -y aulas- que, en condiciones igualmente complejas, obtienen resultados diferentes. De aquí se desprende una idea fundamental que ha sido otra vez expuesta con datos PISA 2012: hay una parte de las desigualdades educativas derivadas del contexto socioeconómico que son resultado de unas oportunidades curriculares desiguales. Es decir, la escuela tiende a ofrecer menos oportunidades para aprender (Opportunitiy To Learn, OTL) a aquellos alumnos de menos estatus socioeconómico.
La idea de OTL, propuesta inicialmente por Carroll en 1963, enfatiza algo obvio: cuanto más tiempo el alumnado pasa expuesto al contenido formal que debe aprender (actividades curriculares), más aprende. Ahora bien, como la investigación educativa nos ha mostrado desde hace muchos años, hay unas diferencias muy notables en el tipo y cantidad de contenido que se enseña al alumno en función del tipo de escuela, de aula y de profesor. Por un lado, la segregación entre escuelas, dentro de las escuelas y dentro de las mismas aulas a partir de los grupos de nivel genera una adaptación curricular a la baja que hace que el alumnado (muy a menudo el de origen socioeconómico bajo) reciba menos contenido curricular riguroso o adecuado a su edad. Pero, por otra parte, las expectativas del profesorado y su capacidad para vincular cada alumno con los contenidos que se enseñan también explican esta diferencia de oportunidades individuales.
Así, en 2012, el Informe PISA abordaba, por primera vez, estas oportunidades para aprender a partir de preguntar a los alumnos sobre la periodicidad en que estaba expuesto a conceptos clave del contenido curricular relacionadas con el nivel educativo que le correspondería . De esta manera es posible calcular lo que se denomina diferencias de OTL, que no es otra cosa que la distancia, en términos de cantidad de tiempo, entre aquellos alumnos más expuestos a contenidos curriculares y los que menos.
Como se puede observar en la Figura 1, todos los países de la OCDE muestran diferencias de OTL entre el grupo de alumnos de estatus socioeconómico más alto y los que tienen un estatus más bajo, que es especialmente más notable cuando se mide entre escuelas. Aunque la relación entre estas diferencias de OTL y de resultados (performance gap) no es totalmente proporcional (por ejemplo, México tiene más del doble de diferencias de OTL que Polonia y en cambio menor diferencias de resultados), la regresión nos muestra una clara relación entre mayores diferencias de oportunidades para aprender y mayores diferencias de resultados.
La existencia de diferencias de OTL ligadas a las diferencias socioeconómicas se convierte en un punto de partida clave desde donde empezar a traducir las desigualdades sociales en mecanismos escolares concretos que perpetúan la desigualdad educativa. De esta manera podemos minimizar el peso de la clase social, no para relativizar, sino para comprender qué papel juegan las escuelas directamente.
Como se puede ver en la Tabla 1, una parte importante del impacto del nivel socioeconómico sobre la diferencia de los resultados escolares viene dada por el impacto indirecto de la clase social, que no es otra cosa que el impacto de las decisiones que se originan en las escuelas como respuesta a las diferencias sociales. La variación de la importancia de este impacto indirecto en los diferentes países nos viene a reafirmar la maleabilidad de esta variable, que es directamente atribuible, a diferencia del impacto directo, a factores de acción educativa, como es el caso de estas diferencias de OTL. Esto significa que las escuelas podrían, en promedio, paliar hasta un 37% de las desigualdades educativas asociadas a la clase social a partir de equilibrar las oportunidades para aprender del alumnado.
El desarrollo de este tipo de variables en las futuras evaluaciones y la inclusión de otras nuevas (por ejemplo, TALIS incluirá el análisis de vídeos de prácticas de aula en su próxima edición) permitirán tener más información sobre cómo incidir de manera más cuidadosa en lo que pasa dentro de los centros y, por tanto, generar conocimiento sobre cómo emprender su mejora. Es en esta ventana de oportunidad que la investigación nos ofrece dónde se debe continuar enmarcando la idea de innovación educativa. No se trata de intentar innovar en el aula para hacer frente a la pobreza y el impacto del contexto familiar en términos absolutos; esta es una tarea que difícilmente la escuela (sola) podrá emprender. Se trata de abordar aquella pobreza que se presenta en términos educativos específicos. Poderla medir, en este caso, a partir de las diferentes exposiciones al contenido curricular, nos sitúa en una buena posición para combatirla desde la innovación. Esta es una tarea que no podemos eludir.