La continuidad entre los espacios, los tiempos y las acciones es una de las características significativas de las escuelas que intentan construir un proyecto pedagógico centrado en el aprendizaje autónomo, asumido desde la propia capacidad del alumnado para llevar a cabo experiencias e indagaciones. Ello contrasta con una historia escolar en la que la oposición dentro/fuera ha sido siempre muy marcada. No sólo por el hecho de que las escuelas, como muchas otras instituciones, fueron fundadas precisamente para establecer una cesura entre ellas y su entorno exterior, sino también por tratarse de una oposición que señalaba una gran diferencia, dentro del propio centro educativo, entre el dentro y el fuera del aula. Lo relevante tenía que pasar en ella. Lo demás, era secundario o clandestino y debía acompasarse a los dispositivos instruccionales que acaecían oficial y exclusivamente en el aula, bajo un control preciso del maestro o de la maestra.
Otra cosa es cómo lo vivía el alumnado. Podemos recordar grandes novelas donde lo significativo ocurría en otros lugares; en espacios prohibidos, en rincones, dormitorios o buhardillas. Un estudio francés de hace cuarenta años, de cuando las emociones no estaban de moda, señalaba que las entradas y salidas, las transiciones, los pasillos, eran los espacios y tiempos más valorados desde el punto de vista comunicativo, por niños y niñas de primaria.
En realidad, la escuela, más que un lugar, ha sido siempre un sistema de lugares: el patio, el gimnasio, el pasillo, el laboratorio, el aula, el comedor. Hoy pretendemos organizar un entorno educativo fluido, confiado y comprensible, donde las identidades de los que transitan en él se construyan en positivo, en el que los hechos cotidianos sean un motivo para enriquecer y no un motivo para convertir en dóciles, el cuerpo y el alma del alumno. Una parte importante de nuestro alumnado se mueve entre laboratorios, talleres y otros entornos, mientras algunas personalidades nostálgicas del viejo régimen reivindican las tarimas, pero no saben dónde ponerlas porque los alumnos no están sólo en el aula. Pero tampoco podemos limitarnos a sustituir el cuarto-de-las-ratas por el rincón-de-pensar. En fin, está claro que, por decirlo en términos foucaultianos, la historia de nuestras instituciones es comprensible, pero no racional.
De ahí la necesidad de replantear o, si cabe, rehabilitar interiores y exteriores. El bosque amable y próximo, el jardín civilizador y armónico que debe de ser cuidado, o el huerto, espacio de sorpresas y trabajo cooperativo que algunas escuelas reivindicaron hace cien años, desaparecieron en beneficio de duros pavimentos: más baratos en su mantenimiento que los trabajos necesarios a la hora de acompañar la vida secreta de las plantas. Patios de cemento que se justificaron y sirvieron al monocultivo futbolero. (Con algunas excepciones: uno recuerda la campaña por la implantación del mini básquet en los años sesenta o la apuesta por algún otro deporte por su arraigo local, caso del hockey o el balonmano). Espacios duros, que se conjugaban en masculino para niños con pelotas, mientras las niñas se movían por las periferias.
No es sólo la necesidad de aproximar la infancia al aire libre y a la naturaleza como muchas escuelas del norte y del centro de Europa que ávidas de luz buscan los exteriores con constancia y naturalidad, valga la redundancia; no sólo se trata de una voluntad higienista que tuvo una gran importancia en nuestro país con la renovación de la escuela y el cuidado de la infancia en el primer tercio del siglo XX. Vale la pena recuperar las tradiciones que tienen que ver con el respeto a la infancia y sus necesidades y vivir también junto a la naturaleza y sus ciclos. Pero hoy algunas escuelas van más allá. El patio no es un tiempo, es un espacio en continuidad con otros espacios, me señala una maestra. Y algunos niños y niñas para descansar prefieren quedarse en el aula, leyendo o dando de comer a los peces o para acabar una tarea apasionante, sin relojes. Investigan dentro y fuera. Trabajan fuera y juegan dentro, si es que podemos disociar estas dos acciones. Estamos ante una continuidad de los procesos que se dosifica mediante el propio interés por los procesos que se están llevando a cabo y no por una normativa.
En definitiva, no estamos hablando de la mera suspensión de la clase para descansar o jugar, tal y como la Real Academia de la Lengua Española define la palabra “recreo”, sino de la continuidad en la recreación gracias a la cual, espacios y tiempos están en función del conocimiento, la experimentación y la capacidad de los niños y las niñas, orientados por los adultos, para dar sentido a su quehacer escolar.