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Era febrero de 2016, casi llegando a la culminación de cuatro años de negociaciones de paz, cuando las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC- EP) anunciaron que dejarían de incorporar a menores de edad en sus filas.
Desde entonces, según datos de la Agencia de Reincorporación-Normalización del Gobierno colombiano, 133 niños, niñas y adolescentes se desvincularon de la guerrilla para iniciar un proceso de reparación y reincorporación a la sociedad a través del Instituto de Bienestar Familiar (ICBF).
El Estado colombiano se comprometió a descartar toda responsabilidad penal de los menores de 14 años y, a través de los acuerdos de paz, el Gobierno aceptó indultar a los que tengan entre 14 y 18. En el caso de aquellos que están procesados o condenados por delitos de lesa humanidad –considerados no amnistiables o indultables– se acordó dejarlos a disposición de la Jurisdicción Especial para la Paz.
Entrar a la guerrilla
Son múltiples y distintos en cada caso los motivos por los que un joven puede haber tomado la decisión de ingresar a la guerrilla. Tener familiares dentro del grupo, huir del maltrato familiar, buscar el reconocimiento a través de las armas o vengar a familiares que fueron víctimas del paramilitarismo son algunas de las razones que mueven a los jóvenes. Pero no la mayoritaria.
Juan Pablo Mejía Giraldo, psicólogo y académico de la Universidad de Caldas (Colombia) que desde hace siete años acompaña a los chicos y chicas guerrilleros que abandonan las montañas para ser parte de lo que ellos mismos llaman “la civilidad”, explica que la mayoría lo hace para salir de la precariedad que machaca las zonas rurales del país. “El motivo principal es la ausencia estatal, que es suplantada por los grupos armados”, asevera.
El psicólogo señala que en los últimos años, en su trabajo, se ha encontrado con muchos casos en que el reclutamiento no respondía necesariamente a un motivo ideológico, sino a que “eran las órdenes de facto que estaban dispuestas en el entorno”.
El ICBF ofrece varios tipos de programas a los menores que han salido de las FARC, desde el pasado mes de septiembre convertida en partido político. Existen desde centros especializados que tienen a sus cargo a los jóvenes, hasta programas de atención en los que una familia se compromete a cuidar y atender al menor, en sustitución de su familia de origen.
“Primero se hace un diagnóstico inicial al chico o chica y luego se lo ubica en su familia. Una vez restablecido su carné de identidad y con todos los trámites del Registro Civil al día, se desarrolla un proyecto a partir de lo que al joven le interesaría hacer desde este momento”, relata el psicólogo.
Paralelamente, se homologa la formación y se le ofrece atención psicológica para comprender cómo vive sus tránsitos. Para el experto, es un cambio “brusco”, que consiste en “desacomodar una vida que ya tenía ordenada”. Mejía precisa que algunos autores hablan de pasar de “un estado de ánimo de guerra a otro compartido en medio de la civilidad”.
Dificultades para la reintegración social
Pese a que el objetivo principal que tiene hoy el Estado es restablecer los derechos de los menores, los tiempos acelerados y los obstáculos cotidianos que se encuentran los muchachos dificultan que la reinserción se dé en los términos planteados desde las instituciones.
Además de contar con redes de apoyo muy frágiles, otro de los principales problemas tiene que ver con los estereotipos sociales que se han cargado sobre las FARC. “La guerrilla es vista como un monstruo y la historia y la identidad de esos chicos son temas vetados, no los pueden compartir con los otros”, dice Juan Pablo Mejía. Y añade: “Viven en una especie de encarcelamiento de su propia historia”.
También es un problema su proceso de formación. Llegan a las ciudades a los 14 o 15 años y muchos tienen que aprender a leer o a escribir. El psicólogo cuenta cómo su aprendizaje parte con gran desventaja porque tienen que homologar materias y grados a contratiempo, siempre pretendiendo que su formación sea competente con la de los estudiantes de la ciudad.
De hecho, el paso de ruralidad a la urbanidad es otro obstáculo para los jóvenes que, procedentes del campo, se enfrentan a capacitaciones pensadas desde el orden urbano.
Sin embargo, el corresponsal chileno en Colombia, Mauricio Leandro Osorio, asegura que se están poniendo muchos esfuerzos en impulsar los institutos técnicos para que los adolescentes trabajen en las zonas veredales, donde los exguerrilleros empezaron su desvinculación. Precisamente estas áreas serán convertidas en espacios donde se trabajará desde la economía comunitaria y se potenciarán talleres de ingeniería o plantaciones de café, entre otros.
Abandono del Estado
La restitución de los menores de edad fue una de las grandes demandas desde la firma de los acuerdos de paz entre las FARC y el Gobierno de Juan Manuel Santos, en septiembre de 2016. Sin embargo, los jóvenes no fueron entregados hasta prácticamente la fecha límite establecida para eso, en agosto de este año. Según Mauricio Osorio, las FARC “no lo hacía porque buscaba su seguridad jurídica y quería evitar que fueran llevados a cualquier centro de menores, que es lo que se le había pedido al gobierno”.
Precisamente, a principios de agosto, uno de los líderes de la organización, Félix Antonio Muñoz, alias Pastor Alape, criticó que en el programa de reintegración no se estaba atendiendo a los menores de la forma como prometió el Gobierno. Alape aseveró que recibió quejas de quienes ya fueron entregados porque se sintieron “traicionados” y «en una situación de abandono total».
En la misma línea, uno de los responsables de Educación de las FARC expone que “para algunos menores el proceso implementado por el ICBF resultó traumático, y provocó que varios se fueran con sus familiares porque el Estado hace propaganda negra y no cumple con su responsabilidad educativa”.
El psicólogo Juan Pablo Mejía también considera que es así. “Los jóvenes sienten que hay un juicio sobre su pasado, sin la reflexión de que desde las ciudades no los podemos comprender por el desconocimiento de los lugares donde son reclutados”, argumenta.
De hecho, en el referéndum celebrado justo hace un año para aprobar o rechazar los acuerdos de paz, la sociedad colombiana votó en contra de implementar el resultado de las negociaciones. El voto a favor del “No” procedió en su mayor parte de las ciudades, mientras que en las zonas rurales, duramente acechadas por el conflicto, el “Sí” se impuso con rotundidad.
Para el terapeuta, llamarlo “traumático” podría ser “impreciso” y cuestiona que el trauma se sitúe en el marco de la desvinculación de los jóvenes y no antes, durante su participación en el grupo. “¿Cuánto traumático puede ser para un chico de 15 años tener en su mano un gatillo en vez de estar leyendo?”, pregunta.
Sea como sea, en lo que todos coinciden es en la falta de responsabilidad estatal en la atención a estos jóvenes que, sin educación, recursos ni oportunidades optaron por ser parte de un grupo que, a su modo de ver, les ofrecía un camino que seguir.
Ellos también son víctimas de más de 50 años de conflicto. No sólo porque así lo establece la ley, sino porque hoy, en un contexto de vulnerabilidad y desprotección, tienen que aprender a pensar su vida desde otro lugar, deconstruirse para construirse de nuevo. Quizás ahora tendrán la oportunidad de elegir.