Hace algo más de un año publicaba un artículo de prensa en el que pretendía llamar la atención sobre algunos de los retos que afrontan las universidades públicas españolas en estos tiempos difíciles en que vivimos. Y hace solo unos días, casi por casualidad, volví a leerlo y tuve la sensación –aún más, la convicción, me atrevo a decir– de que poco hemos avanzado para darles respuesta. Con el ánimo de continuar insistiendo en esa llamada a una acción decidida, retomo aquel texto y lo actualizo, aunque sean pequeños los cambios que deban introducirse en el diagnóstico y en la propuesta de soluciones.
Comenzaba entonces diciendo que estamos acostumbrados a oír opiniones críticas e incluso descalificaciones rotundas acerca de las universidades públicas españolas. Se arrojan dudas acerca de su calidad, alegando que no aparecen en las primeras posiciones en los rankings internacionales, se alega que su número es excesivo, al igual que el de universitarios, se les reprocha su rigidez, así como su endogamia, se arguye que tienen un sistema de gobierno inadecuado, se dan nuevas alas el tópico que afirma que son “fábricas de parados”, para concluir que necesitan una reforma urgente. Si bien en diversas publicaciones se ha respondido a estas opiniones (yo mismo lo he hecho en alguna columna anterior), tratando de valorar la situación en sus justos términos, aceptando que hay aspectos que no funcionan o resultan muy mejorables, pero destacando al tiempo los logros conseguidos por un sistema universitario que hace treinta años estaba claramente infradesarrollado, este tipo de análisis basados en datos y evidencias no parece haber tenido excesivo impacto.
En efecto, muchas de estas opiniones tan extendidas no dejan de ser lugares comunes e ideas falsas sin base empírica, que bien pueden calificarse de tópicos manidos. Pero esta apreciación, que creo básicamente justa, no evita hablar de las reformas necesarias, puesto que debemos aceptar que existen problemas que no podemos ni debemos soslayar.
Entre ellos, he citado varias veces tres que me preocupan especialmente. El primero se refiere a la determinación del tamaño idóneo de las universidades y su configuración académica, incluido su grado de especialización. Sinceramente, no creo que exista un modelo único para todas ellas, pero estoy convencido de que no aprovechamos del mejor modo los recursos que la sociedad española pone a nuestra disposición.
El segundo tiene que ver con la excesiva concentración de estudiantes en algunas áreas y su presencia insuficiente en otras. Aunque el origen de este problema no sea exclusivamente universitario, no cabe duda de que nos obliga a repensar los títulos que ofrecemos y las trayectorias estudiantiles, personales y profesionales que dibujan.
El tercero guarda relación con el distanciamiento que las universidades todavía muestran respecto del conjunto del sistema de educación superior, incluidas la formación profesional de grado superior y las enseñanzas artísticas superiores, herencia de una situación que plantea obstáculos para el desarrollo del aprendizaje a lo largo de la vida. Se trata de cuestiones relevantes, que exigen actuación y no complacencia
Desde mi punto de vista, dar solución a estos problemas plantea un reto crucial: conseguir que las universidades públicas respondan de la manera más efectiva posible a las necesidades de la sociedad a la que sirven y a las demandas que les formulan los ciudadanos. Se trata de asegurar que contribuyen al desarrollo social, económico, cultural, personal y cívico de su entorno. Y todo ello teniendo en cuenta que tales necesidades y demandas no son estáticas, sino que evolucionan con el tiempo.
No me atrevo a proponer soluciones sencillas a un reto que es sin duda complejo. Darle una respuesta adecuada exigirá reflexión, análisis basados en evidencias, debate público y capacidad de negociación, que desgraciadamente no sobran. No creo además que existan recetas mágicas. Pero sí que me atrevo a apuntar dos líneas de actuación que pueden contribuir a buscar soluciones.
Por una parte, hay que definir correctamente los límites de la autonomía universitaria. Aunque se trata de un principio constitucional, no existe acuerdo acerca de sus límites y espacio propio. A veces se les reclama a las universidades que actúen autónomamente, cuando la normativa no se lo permite; otras veces se les critica que adopten un estilo y unos criterios de funcionamiento distintos a los de la administración pública, cuando la autonomía debiera permitirlo. En suma, la autonomía universitaria es una bonita expresión, pero carente de significado preciso. Entiéndase bien, además, que defenderla no implica en modo alguno considerar a las universidades como unidades autorreferentes, sin considerar que el sistema universitario debe ser un conjunto articulado y coherente.
Por otra parte, es necesario establecer acuerdos con las administraciones educativas, bajo la forma de contratos programa, que permitan a las universidades públicas saber con qué recursos y apoyo pueden contar para cumplir su misión, al tiempo que se acuerdan los objetivos que deben alcanzar y los incentivos que pueden esperar en caso de lograrlos o superarlos. Ello permitiría realizar una planificación estratégica realista y ambiciosa, que diese respuesta a las necesidades y demandas planteadas.
Al contrario de lo que algunos puedan pensar, no se trata de proporcionar a las universidades públicas unos recursos ilimitados a cambio de nada, sino de establecer un terreno de juego bien definido y unas reglas claras y conocidas para moverse en él.