I. Vivo en un Estado mexicano secuestrado por la violencia del narcotráfico. Mientras los ciudadanos mirábamos atónitos las ejecuciones entre bandas enemigas, lo que comenzó como una guerra entre cárteles se convirtió en una batalla que cobra víctimas inocentes, sin distinguir edades, condiciones sociales y geografía. Las cifras de muertes violentas colocan en primer lugar a Colima, uno de los estados más pequeños del país, el menos poblado entre los 32 (menos de 800 mil habitantes). Tres de sus diez municipios ocupan posiciones ominosamente estelares entre los más violentos en México.
Abandono el rosario de cifras para concentrarme en dos recientes acontecimientos, que tengo a la mano sin hurgar en archivos periodísticos; hay más, pero estos sirven para ilustrar la intención: el homicidio de un niño de 14 años, mientras viajaba de noche en su bicicleta, a pocos metros de dos escuelas. Ignoro si estudiaba o había abandonado las aulas, en cuyo caso, de ser estudiante, ya no volverá a ocupar su silla, escuchar las clases de su maestra y presentarse a las pruebas de matemáticas, español o formación ciudadana. Conozco ese barrio; allí viví varios años y este mediodía pasé por el sitio donde cayó abatido: veladoras encendidas y juguetes son una imagen dolorosa. Para el sistema escolar será un desertor; para la familia, un hueco enorme, irreparable de forma injustificada. Para la sociedad, lastimosamente, otro número en una cifra incesante.
El segundo hecho ocurrió pocas horas después del primero, en pequeño poblado distante a una hora de la capital, en el que califican medios internacionales y nacionales como el municipio más violento del país; Tecomán, se llama. Por las redes sociales nos enteramos que varios minutos atrás había comenzado un intercambio de armas de fuego a las afueras de la escuela primaria. Según reportaban, los niños estaban encerrados con los maestros en las aulas, mientras sus padres aterrados esperaban la menor pausa en la balacera para recogerlos. No hubo heridos ni muertos, por fortuna, pero los aterrados testigos tendrán historias que contar; ninguna leí en la prensa. El hecho se lo comieron las nuevas noticias y la urgencia, el silencio cómplice o el miedo innegable.
La violencia carcome la sociedad en sus tejidos más profundos. El temor se apodera de las calles. Los sicarios pueden colocarse en su motocicleta al lado de tu automóvil, no puedes saberlo; las bandas de ladrones se apoderan de las calles aledañas a las sucursales bancarias y ya cobraron víctimas mortales en sus asaltos. El miedo camina a nuestro lado sigiloso pero paralizante.
Las ciudades educan. Sus calles educan. ¿Qué clase de educación están transmitiendo estos fenómenos que describo en forma escueta? ¿Qué clase de ciudadanos y gobernantes permitimos llegar a tal estado de cosas? La experiencia de otras ciudades, como Medellín, en Colombia, revelan que es posible revertirla, pero hay que comenzar y tener un proyecto de largo aliento, estructural y decidido. La solución pasa, creo sin ser experto, por la dimensión policiaca, pues las bandas están en las calles, pero también por la financiera, y es imposible de zanjar sin una pedagogía para la paz. Mientras comenzamos a andar cuesta arriba, las dudas y los temores crecen, como la cifra de muertes diarias.
II. El ataque perpetrado en una escuela en Florida, Estados Unidos, volvió a colocar el tema de las armas de fuego en la violenta sociedad norteamericana. Las primeras declaraciones del presidente Trump atisbaron la posibilidad de un levísimo cambio de rumbo en su posición frente a la posesión de armas.
Enterrados los muertos y todavía encendidas las velas por los dolorosos hechos, el presidente arremetió con una idea que no es novedosa: que los profesores también asistan armados a las escuelas. Instigado por algunos padres de las víctimas, precipitó la propuesta. Podríamos capacitar a los maestros, dijo frente a los padres de las víctimas; levantó aplausos entre la industria armamentística, a quienes califica como “grandes patriotas”. “Los colegios estarían seguros con profesores armados y entrenamiento militar”, aseveró. Más dislates presidenciales: “Una zona escolar sin armas es un imán para gente mala. ¡Los ataques terminarían!”.
Una organización de docentes reviró: no nos hicimos profesores para portar armas. No hay unanimidad: una encuesta de la Asociación Nacional de Educación en 2013 reveló que uno de cada cinco maestros estaría de acuerdo en armarse.
La solución es delirante: frente al riesgo palpable y constante de que los alumnos acudan a la escuela con rifles y pistolas, solo queda que los profesores hagan lo propio. El resorte que impulsa la idea, ya se sabe, emerge de poderosas asociaciones que defienden el derecho a vivir con arsenales en casa. Pero también de mucha gente común que juzga que solo el ojo por ojo es la solución, o la intimidación de los agresores antes de actuar con esquemas de seguridad distintos en las escuelas. Y no hay novedad en la cuestión: según la BBC por lo menos nueve estados ya permiten en sus legislaciones que los profesores porten armas en las escuelas.
En México la solución jamás pasaría por pensar siquiera un disparate así. En términos generales la escuela todavía ha sido respetada en esta guerra contra los narcotraficantes, y es ella el sitio más seguro para la ciudadanía, según las encuestas nacionales que miden las percepciones sobre seguridad-inseguridad, más que la propia casa.
Pero las escuelas no son islas pacíficas en archipiélagos violentos, y los gérmenes que pululan fuera de ella no se detienen en sus puertas. Necesitamos construir una pedagogía para la paz, como solución de largo aliento, mientras los responsables de las batalles policiacas y financieras cumplen su parte. En el medio, por ahora, los ciudadanos seguiremos en la incertidumbre y la preocupación, con el riesgo de inmunizarnos ante la desgracia.