La mañana es más fría de lo usual; lo denuncia la ropa gruesa de las maestras y mi cuerpo, sin abrigo, resiente al bajar del auto. Cuelgo la mochila en la espalda y bebo el café caliente, mientras imploro que durante la jornada se repita el milagro de las bodas de Caná.
Identifico algunos olores en el viento helado que penetra la nariz. Busco el origen de la mezcla; recorro el albergue donde habitan 250 migrantes, provenientes principalmente de Guerrero, estado del sureste mexicano, uno de los más ricos en recursos, lastrado por terribles desigualdades y peores gobiernos. Ellos, los padres, se dedican al corte de caña; ellas, las mujeres, al corte de la zarzamora. El humo azul de algunas de las humildes chozas nutre el coctel aromático, otro poco la basura que rodea la cancha de futbol; el resto, lo proveen los gases que emanan del ingenio azucarero que estructura la vida del pueblo. La vista se detiene al fondo, en los imponentes volcanes, el de fuego y el Nevado de Colima, el espectáculo cotidiano que fue mi paisaje en la infancia y los primeros años de la juventud.
La escuela del albergue se llama “Simón Bolívar”; en realidad, son dos, la preescolar (niños de 3-5 años) y la primaria (6-12 años). El edificio lo conforman dos bloques pequeños: a la izquierda, la primaria, con dos aulas, una para los niños de los tres primeros grados y la otra para los más grandes, de cuarto a sexto. Enfrente, dos aulas más, para niños de preescolar, de segundo y tercer grados. El aula de tercero es, también, la dirección. Al lado, el Centro Educativo Quesería, con diez computadoras conectadas a internet y financiadas por la organización Proyecto Amigo, fundada por un estadounidense (Ted Rose) que llegó por azar, vio, conoció un poco y se comprometió como ningún político mexicano lo ha hecho por esta escuela; y muchos años después, sigue apoyando en forma extraordinaria con brigadas de extranjeros que pasan algunas temporadas en México y acuden para realizar obras materiales o enseñar inglés por unas horas a los niños, mientras juegan y rompen la dinámica escolar inyectándole amor y solidaridad.
Baños para niñas, niños y maestros completan el bloque de preescolar. Al fondo, una cafetería con cuatro mesas de concreto y bancas, más una canchita de futbol y el patio cívico. Un vagón ahora en desuso, como biblioteca, completa la infraestructura y los recursos de una escuela única en su tipo, en mejores condiciones que otras dedicadas a hijos de trabajadores migrantes.
El personal de la escuela es poco: dos maestras de preescolar y dos de primaria, una de ellas, en cada caso, funge también como directora, más Brenda, una voluntaria que tiene a sus dos hijos en la escuela y colabora desinteresadamente en la cocina de las 6:30 a las 12:30 horas; y Francisca, Francis, una indígena encargada del aula de computadoras, cuyo sueldo paga Proyecto Amigo y que luchó para aprender a leer y escribir, contra la voluntad familiar, que logró alfabetizarse y luego, surfeando adversidades, cursa ya la licenciatura en trabajo social en una escuela única también en su tipo, hecha para gente humilde a 35 kilómetros del pueblo, en el mítico Comala, cuyo nombre inmortalizara Juan Rulfo, el escritor mexicano y universal.
La escuela es el centro de la vida comunitaria, el albergue cañero, donde se arraciman 88 familias. Espacio para el juego, para la convivencia, aprender las primeras letras y los números. Pero la escuela es también la madre que nutre, porque allí los niños desayunan y comen por unos cuantos pesos diarios, porque sin ella, muchos de estos 70 niños no comerían, o estarían solos en sus casas, mientras sus padres y madres trabajan.
La escuela no siempre consigue que los niños se hospeden; a veces, cuando el hambre aprieta, o la ignorancia se ensaña, los niños salen a cortar caña. Incrédulo le pregunto a la maestra y directora de primaria que me lo cuenta en el aula de preescolar, yo en la única silla para adultos, ella en la sillita para estudiantes: «¿Los niños de seis o siete años también van al corte de caña?». «También», reafirma. Y me reta: «¡Pregúnteles a los niños y todos ya fueron alguna vez!».
En México, según las cifras más recientes del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, hay 326 mil niños y jóvenes hijos de trabajadores agrícolas migrantes, pero solo 49 mil van a la escuela, a escuelas precarias, materialmente pobres, con una pedagogía pobre y con resultados no siempre alentadores respecto al currículum, pero con maestras comprometidas como Alejandra y Claudia, Tita y Karen.
Muchas veces leí a Pablo Gentili en un paisaje que se me grabó en la piel hace varios años: para millones de niños en América Latina, la experiencia de la infancia es la vivencia del hambre. Hoy puedo ampliarlo: para estos niños migrantes, para miles de niños en México, la experiencia de la infancia es la vivencia del trabajo y el hambre.
Esa fría mañana, cuando ya el sol calentaba un poco los cuerpos, los niños, algunos sin abrigo, jugaban afuera de las aulas; separé a Jesús Manuel, uno de los más altos y fuertes, con bigote ya visible en su piel tostada. Quería entrevistarlo. Empecé y al instante nos vimos rodeados.
-¿Te gusta la escuela?
-Sí.
-¿Por qué te gusta la escuela?
Otra voz intenta responder, calla, y Jesús Manuel contesta:
-Porque aquí juegan todos los niños.
-De las materias, ¿qué te gusta?
-Todas.
Le insisto, -¿cuál te gusta más?:
-Matemáticas.
-¿Por qué matemáticas?
No contesta. Sonríe nervioso y se esconde entre sus compañeros, más pequeños, los abraza como pidiendo tregua. Lo entiendo y abro la pregunta al grupo.
-¿Hasta dónde piensan estudiar?
Dudo de la claridad de la pregunta y se les explico: ¿quieren terminar la primaria, luego ir a la secundaria, llegar a la universidad? En la multitud una voz masculina responde: yo no. Jesús Manuel dice que quiere ir a la universidad.
-¿Qué te gustaría estudiar?
Silencio. Cambio la pregunta: -¿Qué te gustaría ser de grande?
Él y otros niños se enganchan. «Bombero», dice Jesús Manuel. Le pregunto a otro niño: «Policía». Se llama Bryan y entra el quite de su amigo. Otros niños dicen lo mismo, quieren ser policías. Uno más quiere ser vigilante en la cárcel. Policías, a eso aspiran. Jesús Manuel se arrepiente: ya quiere ser policía, como sus amigos.
-¿Por qué quieren ser policías?
-Porque los policías atrapan a los ladrones, dice uno pequeñito.
En el grupo sobresale una niña, Rosa. Ella no espera la pregunta, valiente y segura habla: “Yo voy a ser estudiante pa’ todas las escuelas”. Quiere ser licenciada (abogada, en el habla popular). Es la única niña que se acerca al grupo de amigos de Jesús Manuel, la única que se atreve es, tal vez, la única que logre cumplir sus sueños de ser licenciada.