Tal como he comentado en columnas anteriores, comencé mi colaboración en El Diario de la Educación, con una la columna El parlamento de las cosas. Cuando decidí titularla así, creo que casi pensaba más en el sentido de mis contribuciones que en el de una sola columna. Es algo que he vuelto a pensar tras visitar el Mobile Wolrd Congress (MWC) 2019, celebrado del Barcelona del 25 al 28 de febrero y, en particular, asistir al encentro “mSchools Changing Education Together and Mobile Learning Awards”.
Llevo muchos años dedicándome al campo de las tecnologías de la educación y desde que participé en el primer programa de informática educativa puesto en práctica en este país (Centro de Estudios de Informática Educativa y Profesional, CRIEP), he defendido la idea de que nuestra misión como educadores e investigadores, no es la de ser meros comerciales (gratuitos) de las compañías tecnológicas, sino educadores con criterio capaces de valorar los pros y contras de cada desarrollo industrial. Para mí la “tecnología”, en este caso digital, no es solo para aplicar sino y, sobre todo, para pensar. Y es evidente que para pensar necesito conocer y en el proceso utilizo distintas aplicaciones tecnológicas. Que, además, he de conocer en profundidad si quiero emitir un post-juicio y no un pre-juicio. Pero, sobre todo, quisiera poder pensar y decidir (aunque parezca una utopía), el tipo de “herramientas”, de desarrollos tecnológicos, que necesitamos para el tipo de educación y sociedad que quisiéramos contribuir a construir.
Desde esta perspectiva, el MWC me ha permitido un año más (ver mi columna del año pasado) plantearme una serie de preguntas sobre si los desarrollos presentados contribuyen al tipo de sociedad que muchos quisiéramos: más acogedora, amable, justa y cuidadosa, para todos los seres humanos y todos los habitantes del planeta. Y los siento, pero, una vez más, me tuve que contestar que no. La gran protagonista ha sido la conexión 5G, que se presenta como capaz de alojar hasta mil veces más dispositivos de los que hay en la actualidad y ser hasta 10 veces más rápida. Una actuación estrella fue el desarrollo de una operación quirúrgica a distancia con una extraordinaria precisión de movimientos. Y yo que siempre miro el “fuera de campo” pensaba: «Me parece genial, estupendo que una persona o varias se puedan beneficiar de semejante aplicación, pero ¿y los millones de personas que no tienen acceso a atención médica primaria y menos a operaciones quirúrgicas? ¿Por qué no desarrollar tecnologías para que todos los seres humanos tengamos acceso a los servicios de salud, educación, agua potable, instalaciones sanitarias…?». Sí, ya sé, se trata de los pobres, ahí no hay glamour, pero es el tipo de mundo que a mí me gustaría contribuir a construir.
Preguntas parecidas me sugirieron las luchas de los gigantes de telefonía móvil por desarrollar el aparato más flexible, potente, con más aplicaciones… Para asegurarse de que seguimos comprando sin parar, sin preguntarnos si realmente lo necesitamos, de dónde salen las materias primas y a dónde va la basura que generan. Lo mismo pensé de los drones, los coches autónomos, etc. En definitiva, un buen negocio para unos pocos. ¿Un buen negocio para la humanidad?
El segundo bloque de cuestiones me lo planteó el encuentro “mSchools Changing Education Together” y, en particular, un nuevo proyecto del Departament d’Educació catalán de promover el uso de tecnologías móviles en 100 centros de enseñanza. Al final de la presentación, el consejero de Educación expresó que no les tenía miedo a los móviles y lo repitió varias veces con convicción. Entonces pens: «Yo miedo no les tengo, pero como educadora e investigadora me producen preocupación». Y me la producen por las muchas facetas que nos ocultan. Por cómo sus aplicaciones desarrolladas mediante tecnologías persuasivas modelan nuestro comportamiento. Por las aplicaciones que, sin apercibirnos, pueden grabar todas las acciones que realizamos poniendo esta información en diferentes manos. Pero, sobre todo, por el impacto que pueden tener en el desarrollo cognitivo y emocional. La sobrexposición a la información está influyendo en nuestra capacidad de concentración y dotación de sentido. La “conectividad inteligente”, publicitada por el MWC, además de aumentar la adicción tecnológica, parece llevarnos a no querer estar en el lugar en que nos encontramos. Estamos en la clase, quedamos con amigos, estamos con nuestra familia y estamos conectados con otras personas y lugares. Pero mi mayor inquietud deriva de una reflexión realizada por una jefa de estudios de una escuela primaria pública de un barrio popular. Comentó que estaban llegando niños y niñas de 3 años con grandes dificultades para hablar, relacionarse y responder a los estímulos del entorno. Su hipótesis era que la sobreexposición a su nueva niñera, la pantalla, les impedía desarrollar un buen número de funciones básicas.
Por todo ello, no le tengo miedo al móvil, va a estar ahí y vamos a tener que vivir con él, aprovechando todo lo que nos pueda aportar. Pero como educadora e investigadora me preocupa su impacto, por lo que entiendo que nuestra misión es investigarlo y garantizar que ni en la clase ni en la vida de niños, niñas y jóvenes (también adultos) acabe siendo un caballo de Troya.