Vivimos una esperanzadora explosión de reclamaciones y reconocimientos del trabajo de los cuidados de la vida, de la solidaridad y del compartir, que se concretan en la atención a las personas más frágiles. La crisis sistémica que vivimos pone de relieve que o aprendemos el cuidado de la vida o estamos abocados a nuestra autodestrucción.
Todos esos valores se pueden incluir en uno que los incorpora necesariamente: el apoyo y el cuidado mutuos, que en la actualidad, como nunca antes, se ha mostrado fundamental para el sostenimiento de la existencia. Este valor se expresa en los cuidados sanitarios, en la atención de las familias por sus hijos y sus mayores, en la dedicación del profesorado con su alumnado, en la inquietud por quienes viven circunstancias dramáticas al perder su trabajo ya precario o en la preocupación de la población en general por que las políticas sociales y económicas de los estados garanticen ese bienestar. Todo lo que estamos viviendo no es más que la muestra de la experimentación del cuidado que todos necesitamos dar y tener. La crisis sanitaria, económica y educativa ha puesto en el primer plano las prioridades que nos humanizan: el cuidado de los cuerpos, de las relaciones familiares y de los vínculos con las personas, con quienes nos relacionamos y a quienes queremos. Esto se ha vuelto primordial.
Lo sorprendente de todo esto es que tenemos que aprender lo que ya somos. Desde que nacemos, somos cuidado y vamos conociendo que eso es lo que nos constituye como seres humanos. Dice Heidegger que el cuidado es nuestro modo de ser esencial y Leonardo Boff asegura que sin cuidado el ser humano se volvería inhumano. También los mitos de la antigüedad clásica apuntan en esa dirección, y ahora podemos constatarlo en nuestra experiencia cotidiana.
Sin embargo, los intereses economicistas sobre nuestras vidas, sometidas al rendimiento y la competitividad del modo capitalista de producción y consumo, nos han hecho olvidar lo que somos. Hemos envilecido el cuidado sacándolo de nuestras vidas y lo hemos expulsado de nuestro ser. Lo hemos “confinado” en determinadas personas (mujeres en general) y hemos despreciado su trabajo, remunerado o no. Eso nos ha empobrecido. No habíamos llegado al homo sapiens que decimos ser y ya queríamos ser el homo deus (Yuval Noah Harari) de un poshumanismo desprovisto de cualquier atención por la vida, que se quiere anclado en la inmortalidad.
Cuando nos planteamos construir una nueva realidad, que no normalidad, proponemos pasar de la sociedad egoísta e indiferente al sufrimiento ajeno a otra basada en la atención y el apoyo mutuos. La mayor parte de la publicidad futura querrá mantener la vieja normalidad que nos trajo hasta aquí, pero nuestra acción ha de ir dirigida al cuidado de la vida, y a la práctica constante del cuidado mutuo como elemento central de una convivencia basada en el asentamiento de la “cuidadanía”. “Cuidarnos es la nueva revolución” (M. Garcés). Es la única posibilidad de que nadie se quede atrás y de que no haya excluidos de la vida digna. En todo ello tiene mucho que decir el modelo de escuela pública comunitaria donde todos aprenden el cuidado de sí mismos para poder cuidarse todos entre sí.
En el ámbito de la educación, ahora más que nunca, es necesario desplazar la atención, casi obsesiva en muchos sectores de la comunidad educativa, de lo académico y de los aprendizajes curriculares hacia la educación integral de la persona. Es esa concepción de la enseñanza la que nos preocupa y nos ocupa. “Ahora es el momento de resaltar (en la escuela) los valores que estamos aprendiendo como la solidaridad, la empatía, la generosidad, la afectividad, el apoyo y el cuidado mutuo, la cooperación… porque hoy toca hacer pedagogía y primar esos valores más humanizadores.” (Propuesta 7 del Manifiesto por otra educación en tiempos de crisis).
Estos valores no es posible desarrollarlos en una escuela competitiva, basada en el éxito de unos pocos, en el rendimiento y los resultados académicos. Por eso la escuela basada en el cuidado es la que tiene en cuenta siempre a los demás y, sobre todo, a los más débiles, y que acoge y cuida a los distintos, a los que tienen mayores carencias y viven situaciones de penuria mayor. Implica aprender a cuidar a todos y a lo que es de todos, lo colectivo, lo común, por encima de los intereses basados en el egoísmo y en el individualismo. Es construir el paso de la ciudadanía, con la tarea del cuidado mal distribuida como ahora, a una “cuidadanía” ciudadana en la que todos asumamos nuestra responsabilidad de cuidar y saberse necesitados de cuidados. No solo se trata de salir al balcón, aunque sea necesario en determinados momentos, a aplaudir a los que nos cuidan, sino de que todos salgamos a la vida como cuidadores mutuos. Solo así podremos construir una vida digna de y para todos.
El cuidado es lo esencial para mantener la vida y para mantener la educación como promoción del desarrollo de las potencialidades humanas en cada uno de los que se educan. En otro momento he hablado de la necesidad de construir la escuela de lo colectivo. En ella es donde hemos de colectivizar el cuidado. Esa es la escuela comunitaria que queremos hacer realidad. Sencillamente porque todas las vidas son dignas de ser cuidadas y esa escuela lo hace posible.
La escuela del cuidado mutuo educa en la perseverancia y la paciencia a ritmo lento y pausado. Pone especial atención en el aprendizaje relevante, la reflexión, la voluntad y la memoria. Sitúa en el centro de la relación pedagógica, el diálogo-conversación y sabe que educar es aprender a pensar críticamente por sí mismo y a sentir la generosidad del compartir, poniendo en el primer plano la empatía, la compasión (pasión común por la vida) y la construcción de la fraternidad. Esta escuela genera, necesariamente, sensibilidad por la vida, por el cuidado de las personas frente a la insensibilidad y el olvido de los pequeños y grandes problemas de la humanidad y de quienes son víctimas de ellos. Es en la educación donde se da el encuentro con la vida, ya que hay una clara identificación entre vivir, conocer, aprender y producir (Maturana y Varela). Y, hoy más que nunca, educar es cuidar y defender la vida de todos y cada uno de los aprendientes (Hugo Assmann). En esta escuela es muy relevante la calma, el tacto, la presencia, el acompañamiento, la espera, el respeto, la atención, la confianza, la crítica fraternal, la reciprocidad afectiva y normativa, la ternura y, en definitiva, el amor.
En esa comunidad de cuidado, el alumno y la alumna son considerados en su singularidad, acogidos, queridos e impulsados en la aventura de construirse a sí mismo como sujetos en un proceso de crecimiento permanente. Implica la convivencia y la relación positiva entre el alumnado desde el respeto mutuo y la gestión de los conflictos. En el centro de la relación educativa se sitúa el trato cordial, cercano y cargado de humanidad entre profesorado y alumnado. Profesor y alumno se cuidan entre sí y se respetan profundamente.
Es una escuela que promueve el desarrollo humano y profesional del docente. Le acoge y le mima para que él pueda acoger y mimar la relación educativa con todos los demás. Se genera un clima relacional que hace posible el trabajo en equipo, los proyectos compartidos y la comunicación sincera. Así se hace posible una relación entre el profesorado que entraña el apoyo mutuo, el encuentro y el diálogo afable donde es posible la regeneración de las energías que se consumen en la acción educativa que es compleja, conflictiva con frecuencia, cargada de incertidumbre…
La relación con las familias se cuida de forma especial pues son parte esencial de la comunidad de cuidado que es la escuela. Es una relación de apoyo mutuo en la tarea común de acompañar a la infancia y a la adolescencia. También se cuida la relación de las familias entre sí como miembros activos de la comunidad educativa.
Es una escuela que cuida la relación colaborativa con el entorno social, cultural y natural donde está ubicada. Pone todo su potencial y compromiso en la construcción de la comunidad local en el espacio de ciudad educadora.
Se hace cada día más urgente la construcción de la escuela pública como comunidad educativa donde se educa, se aprende, se practica la convivencia positiva y se incluye toda la diversidad humana en el cuidado mutuo. Ese es el objetivo y el contenido de la propia acción educadora del espacio y el tiempo escolar. Sabemos que la realidad que estamos viviendo apunta indudablemente a la necesidad de fortalecer la dimensión colectiva de vida humana y eso solo es posible en la consolidación de lo público. La sociedad del cuidado y de los cuidados nos exige prestar el máximo apoyo a la escuela pública comunitaria, que es la única capaz de garantizar el derecho de todos a la educación. Su cuidado, por parte de las políticas educativas públicas, adquiere una significación especial en los tiempos que vivimos. Por ser la escuela de todos debería ser la mejor tratada.
Sin embargo, constatamos con demasiada frecuencia un maltrato planificado de la enseñanza pública. Hay un abandono del deber de cuidarla por parte de todos, cuando no luchamos lo suficiente por hacerla realidad. Pero, sobre todo, de la Administración pública: desprestigio premeditado con políticas de desinversión, precariedad, recursos insuficientes, centros descuidados, construcciones de centros en varios años, profesorado maltratado…
Estamos tomando conciencia de que el actual sistema capitalista de producción y consumo y su sistema educativo son insostenibles. Y vamos sabiendo que la nueva realidad educativa se ha de sustentar en una escuela basada en el cuidado de la vida y del ser humano en su integralidad, como se propone en el “Manifiesto por otra educación en tiempos de crisis”.
Ojalá esta pandemia nos contagie la toma de conciencia del ineludible aprendizaje del cuidado mutuo, porque es lo único que nos dará alguna certidumbre para sobrevivir a la actual catástrofe y a las que se avecinan.