Comencé a pergeñar esta columna a finales del curso pasado. ¡No hace ni dos meses y parece que ha pasado una eternidad! (¡Qué diferencia entre el tiempo medido y el tiempo vivido!). No profundicé en la idea (a la que en realidad llevo muchos años dándole vueltas) porque como muchas personas me sentía tocada (y en cierta forma me sigo sintiendo a pesar del descanso estival) por el síndrome de la sobrecarga informativa. Me sentía infoxificada e infobesa. Y, al mismo tiempo, con la desoladora sensación de “no tener ni idea”. Desde mitad de marzo, no solo me inundan las noticias, sino que he sido invitada a participar en paneles, ponencias, entrevistas, monográficos sobre “Covid 19 y educación”, a revisar artículos, etc., etc., etc. Las noticias me llenaban de estupor, no por el panorama desolador que nos ofrecían (y ofrecen) los medios de comunicación, sino por el abordaje que estábamos dando al tema en el campo de la educación. La primera dimensión de mi asombro se vincula con la idea repetida de que “no estábamos preparados para la pandemia” a lo que me preguntaba ¿hemos estado preparados para algo alguna vez? Yo no tengo constancia.
Según la historia a la que he tenido acceso, cuando parecían soplar aires de guerra, en vez de prepararse para evitarla y encontrar formas de convivir, los hombres en el poder (en este caso no me siento inclusiva) aumentaban el armamento y enviaban a otros a luchar. A lo largo de mi vida he visto venir con mis ojos de persona curiosa varias crisis económicas, pero a nadie que se pusiese manos a la obra para prevenirlas y evitarlas. Diferentes organismos internacionales pagan a distintos profesionales para realizar informes que nos advierten del aumento del hambre en el mundo e, incluso, de cómo acabar con esta lacra, y esta particular pandemia sigue para más 900 millones, que, según Oxfam Intermón, tampoco tienen acceso a agua potable u otros servicios básicos como la salud y la educación. Eso a pesar de todo el desarrollo tecnológico, sobre todo digital, de los últimos años. Distintos especialistas vienen advirtiendo de que el destrozo sistemático de los ecosistemas está produciendo y producirá efectos imprevisibles, en general, poco favorables para la vida humana, pero seguimos ahí. Incluso para algunos especialistas es el responsable de la aparición de la Covid-19. El consumo y las ganancias, sobre todo para unos pocos, parecen lo único importante. Pero luego ¡no estamos preparados para lo imprevisto! Cuando lo único de lo que podemos tener certeza en este mundo es de la incertidumbre. Pero ¿quién nos puede ayudar a vivir sin angustia en la incertidumbre si no es la educación? Y aquí viene la reflexión de esta columna. La Educación no es la Escuela.
La segunda dimensión de mi asombro que me ha reavivado mí ya constante deseo de aprender, es la sensación de que todo el mundo sabe todo. Junto al discurso de “no estábamos preparados” está el de “la solución al problema”. Considerando la cantidad de “debes” que aparecen en la mayoría de los textos y discursos en torno a la Covid 19 y la educación, parece que casi todo el mundo tiene claro lo que “se debe” hacer. Y aquí me planteo, acompañada de otros muchos pensadores, la distancia entre lo que “se debe”, lo que “se puede” y lo “se sabe” hacer. Porque, como argumentaba Lawrence Stenhouse, “nadie puede poner en la práctica las ideas de otro”. Todos estos discursos han puesto el foco de la educación y el aprendizaje en la Escuela, olvidando, como argumenté en una columna anterior, que no solo aprendemos en la Escuela sino en todo momento a lo largo, lo ancho y lo profundo de la vida. Y aquí sigue la reflexión que aporta esta columna. La Educación no es la Escuela.
Resulta imposible reseñar o considerar la enorme cantidad de “soluciones” y propuestas a las que he tenido acceso (en diferentes lenguas) durante los últimos meses. En la mayoría, la tecnología digital (para la satisfacción de las multinacionales tecnológicas que están recopilando más datos que nunca) ocupa un papel relevante. Lo que conlleva la necesidad de profundizar en las consecuencias colaterales para nuestros cuerpos y cerebros (no se pueden separar). Ojalá estén sirviendo para retomar el trabajo que venían realizando los centros educativos, pero mi pregunta es (yo siempre suelo hacerme preguntas) ¿el mismo tipo de trabajo? ¿con los mismos pros y contras? Mientras me resuena la frase, atribuida a Albert Einstein y a Rita Mae Brown en Sudden Death, “locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes”.
Una pregunta o preguntas que me llevan a otra de más calado ¿hablamos de Escuela o de EDUCACIÓN? No me cabe duda, la historia nos proporciona evidencias, del papel fundamental que puede tener la Escuela en el proceso de formativo (también deformativo) de los individuos que tienen acceso a ella. Pero la Escuela, como han argumentado distintos autores (Foucault, Mecklenburger, etc.) no deja de ser un dispositivo, una tecnología artefactual, organizativa, simbólica e incluso biotecnológica, que podría adoptar formas muy diferentes, pero suele acabar “devorada” por su propia gramática (Tyack y Tobin). Una institución que parece fundamental y a la vez criticada por obsoleta, por estar desbordada en estos momentos por la avalancha de información y experiencias propiciadas por las tecnologías digitales, por incapaz de transformarse y aprender, por lo que para algunos autores (Senge) estaría al borde de la extinción. Aunque resulta difícil de momento encontrar un recambio. Porque organizar el sistema educativo de otro modo requiere un caudal de imaginación, una capacidad de cambio y unos recursos con los que ningún país parece contar.
Lo primero que dilucidar es la diferencia entre Escuela y Educación, entre el aprendizaje escolar y el aprendizaje (orientado o no) de la vida. La noción de aprendizaje escolar sigue demasiado anclada en la idea de “transmitir” unos contenidos, a menudo descontextualizados y ajenos a la vida social y cultural de los estudiantes, “medibles” a través de pruebas de papel y lápiz. De ahí que, en principio, parezca fácil (y para algunos “más efectiva”) la enseñanza a distancia mediada por los dispositivos digitales. Pero la Educación va mucho más allá del consumo de información, comienza mucho antes de que los individuos lleguen a la Escuela e implica mucho más que el “consumo de información”. Empieza en el momento de ser concebido (el estado anímico y físico de los progenitores ya marca la diferencia) y sigue sin solución de continuidad, como he señalado, a lo largo, lo ancho y lo profundo de la vida. Está configurada por todas las vivencias, experiencias, afectos, intercambios, posibilidades, carencias…, que jalonan nuestra vida, una parte de ellas relacionadas con la Escuela. Porque como argumenta Mlodinow (Subliminal. Cómo tu inconsciente gobierna tu comportamiento. Barcelona: Crítica. 2013), asimilamos un buen número de estímulos sin ser conscientes de ello, por eso la importancia del contexto.
De ahí que lo que me ha faltado en prácticamente todo lo que he sido capaz de leer y escuchar durante este tiempo especial, o lo que a mí me gustaría explorar y profundizar, es cómo abordar la Educación de los individuos de forma holística, es decir, con la participación de todos y cada uno de los agentes y organizaciones sociales. Como una gran red colaborativa orientada al desarrollo individual y social. La finalidad: propiciar una Sociedad Educativa, encaminada al bienestar común, en la que, desde luego, la Escuela tenga un papel. Pero una concepción de Escuela que no dé a entender que es “la única que educa”, porque nunca ha sido así.
Este año, por primera vez, para planificar el curso, se han reunido responsables del Ministerio de Sanidad y de Educación. Aunque la finalidad era claramente otra, a mí me ha llevado a pensar y proponer: ¿Por qué no promover comisiones formadas por representantes de todos y cada una de los ministerios, organismos internacionales y sociedad civil para discutir, imaginar y promover una Sociedad Educativa? ¿Una sociedad basada en el cuidado, la cultura, el afecto, el trabajo digno y la calidad de vida para todos?
Dicho así, en frío, se me dirá que es una locura. Sí, no se me escapa que es difícil. Sin embargo, leemos día tras día propuestas interestelares que “compramos” como futuro. Cuando nuestro único futuro es el presente, lo aprendí de un párvulo de cinco años: hoy ya es mañana. Y yo os/me pregunto ¿qué hoy y mañana queremos?