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En la antigüedad, como herencia de los clásicos, circulaba el tópico del religio amoris. Con él, escritores ilustres como Jorge Manrique se referían al amor como culto religioso: a la amada la convertían en divinidad y se rendía pleitesía pseudoeclesiástica al amor; se le profesaba verdadera devoción.
En la actualidad, es el sistema educativo español el que aparenta cultivar este culto y filiación hacia la Religión Católica, hasta el punto de convertirla en materialización perenne de uno de los vértices de los Acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede de 1979 que llega hasta hoy en día: la presencia como una de las áreas o materias de la enseñanza básica.
El debate sobre su inclusión en el engranaje de la educación pública siempre ha supuesto una verdad incómoda, un terreno acotado y no exento de razonadas polémicas desde los albores de la democracia, sin que se encuentre un modelo del agrado de las mayorías.
Hay, en esta controversia, quienes piensan que en España la organización de las enseñanzas religiosas en la estructura curricular de las etapas obligatorias es la idónea, ya que, de igual modo que ocurre con la elección de centros entre la enseñanza privada o la pública, esta incorporación favorece y permite la libertad de las familias a la hora de elegir o no recibir esta formación en valores religiosos. Y ese sistema que parece sacado de otras épocas es el que pervive anquilosado, década tras década, ley tras ley.
La entrada en vigor de la Lomloe, que recupera el marco organizativo general de la LOE, nos trae un panorama en el que se intenta buscar, una vez más, una alternativa adecuada para aquel alumnado que no curse enseñanzas religiosas, panorama en el que nunca se da con la tecla adecuada, simplemente porque es posible que esa tecla no exista.
Y tal vez no exista porque, en el fondo, el debate nos lleva a dibujar una vez más un país en donde hay, por ejemplo, enseñanzas confesionales de primera y de segunda categoría. A pesar de nuestro componente histórico multicultural. Eso conduce a una estructura actual en la que la Religión Católica es, de todo el abanico posible, casi la única que en la práctica se oferta cuando los estudiantes deciden cursar enseñanzas religiosas.
Es cierto que con el objetivo de dar cumplimiento al artículo 16 de la Constitución Española, el sistema educativo recoge una posibilidad remota de que el alumnado pueda recibir, a través al menos de la escuela pública, formación religiosa en otras confesiones como la islámica, la judaica o la evangélica. Ello supone una declaración de intenciones que, al menos en el papel, está acorde con los acuerdos que el Estado español debe mantener con el plural abanico confesional de este país.
Sin embargo, en el día a día de los centros escolares, la imagen es la de la opción católica profundamente extendida y enraizada por las escuelas de la geografía, una opción que, además, da lugar a que su alternativa no evaluable se baraje de nuevo como un mero entretenimiento para el alumnado que no la quiera cursar. Algo rocambolesco en un sistema educativo que se precie de moderno.
Ahí está el otro problema: el estudiante que no reciba enseñanzas religiosas, si nadie lo remedia, será separado una vez más de sus compañeros y compañeros que sí la reciben, para tener un tiempo de atención extracurricular, lo cual perpetúa otra fórmula más de segregación, más rocambolesca que otras, si cabe, que se extiende y normaliza desde la etapa de infantil -ojo a esto- y llega, incluso, al Bachillerato.
Ello nos lleva a ese eterno religio amoris, en el que se profesa culto al propio culto religioso dentro del propio tejido educativo, lo cual es sangrante, ya que representa una visión estereotipada de la sociedad construida a partir de imágenes heredadas del pasado. En esta devoción, hemos hecho normalidad el que, por ejemplo, a lo largo de la etapa de la educación primaria, la única asignatura que separa al alumnado sea la ligada a la formación confesional, como si la escuela reprodujese un enfrentamiento histórico a través de símbolos y estructuras que distorsionan la verdadera función inclusiva y comunitaria de la escuela en un estado aconfesional, alejada de toda doctrina y como base de la convivencia y el respeto a la diversidad de creencias.
La solución a este culto eterno que parece llevarnos de forma cíclica al pasado una y otra vez, en una especie de eterno retorno, pasa por repensar la organización curricular y poner sobre la mesa política que tal vez el problema no esté en buscar una alternativa idónea a las enseñanzas religiosas, sino en solucionar la profesión de este religio amoris, que no forma parte, reconozcámoslo, del debate democrático y civil que clama la sociedad sobre las verdaderas necesidades de nuestro sistema educativo.