Como profesora que lleva ya veinte años enseñando en aulas de institutos públicos leo con desconcierto y preocupación los diversos intentos formales para solucionar una de las cuestiones de mayor trascendencia en nuestro sistema educativo: cómo poner y, por tanto, cómo acreditar la nota bajo un modelo competencial. Tras la publicación de la Lomloe estamos asistiendo a la proliferación de complicadísimas propuestas para determinar la calificación cuantitativa. Algunas de ellas pareciera que surgen de laboratorios en los que una mezcla arcana de elementos químicos es vislumbrada, desde abajo, por un profesorado sobrepasado y atónito.
Ante tales excesos, me asalta la primera inquietud, una inquietud que no deja de ocasionarme cierta inseguridad personal. ¿Será posible que después de tantos años dando clases de manera competencial descubra ahora que no tengo la menor idea de cómo demonios se pone una nota? La segunda inquietud tiene que ver con la propia acogida de la ley, ya de por sí, como sabemos, polémica. Pienso entonces en mis compañeras y compañeros que vivieron con alivio la aprobación de la ley, pues veían en ella un refrendo a sus propios planteamientos didácticos ya puestos a funcionar desde hace tiempo en sus aulas. ¿No será todo este lío de la calificación un jarro de agua fría a sus propias convicciones? Finalmente, pienso en mis compañeros y compañeras, ya escépticos con el modelo competencial, que se mueven en un modelo más transmisivo y memorístico, y que se las ven y se las desean para traducir su trabajo cotidiano a cualquier sistema de registro definido por las competencias. ¿No supondrá la cuestión de la calificación lo que definitivamente les haga sentenciar para siempre los planteamientos competenciales?
Me voy ahora a mi «cuaderno de calificación», ese documento que me sirve para poner un número del 1 al 10 en el boletín y que debe ser coherente con los instrumentos de calificación definidos por el departamento ―obligados estos, a su vez, a ser respetuosos con los criterios de evaluación del currículo―. Lo deseable, a mi manera de ver, es que dichos instrumentos no supongan una molestia innecesaria ni terminen convirtiéndose en una especie de minotauro insaciable al que de vez en cuando hay que mirar para elegir, a la desesperada, qué tipo de pieza conviene arrojarle.
Los instrumentos de calificación tampoco deberían tener como finalidad alcanzar un pretendido blindaje notarial al que ningún profano pueda rechistarle; como en ningún caso deberían servirse de plantillas cuyo infalible rigor se lleve por delante una escala humana y una sensatez innegociables a la hora de darles forma. Me resisto a dejar de considerar mi cuaderno de notas, reflejo de los instrumentos de calificación del departamento, como un recurso sencillo y simplificado en el que voy anotando el quehacer de las alumnas y alumnos que forman parte de mis grupos.
Vayamos a la ley ahora. El currículo de Lengua Castellana y Literatura, por ejemplo, hace un esfuerzo por desglosar los objetivos de la materia en diez competencias ―cuyo solapamiento, como sucede con las diferentes áreas de su corpus teórico, es inevitable―. El desarrollo curricular de la asignatura de Lengua es, pues, el resultado de una reflexión sobre la forma más adecuada de desarrollar las competencias. Esta reflexión ha cristalizado en los llamados criterios de evaluación. ¿Son los criterios de evaluación una interferencia en la planificación de un estilo docente? Sí y no. Los criterios nos están dando pistas generales de actuación y están descartando, por defecto, aquellas prácticas que la didáctica específica ha demostrado como inservibles para que nuestro alumnado incorpore de manera relevante y significativa los aprendizajes previstos.
No tenemos que rendir cuentas de todos los criterios en cada uno de los tres trimestres
Lo que, en resumen, está haciendo el currículo es crear un marco teórico y práctico, dividirlo en líneas de actuación ―criterios, que son a su vez segmentables en indicadores más amanosos y concretos― para que vayamos cocinando nuestras tareas. Nos está diciendo: «Mira, al acabar el curso, tienes que haber pulsado todos estos criterios de evaluación. Apáñatelas para que esto suceda, hazlo con sensatez y, a poder ser, sin demasiadas prisas».
Va pasando el curso y vamos proponiendo tareas en las que quedan integradas de forma variada y complementaria toda esa montonera de criterios que no son tal montonera porque, y esto es importantísimo, no tenemos que rendir cuentas de todos los criterios en cada uno de los tres trimestres. Algunas de las tareas atienden a competencias que se conciben ―que nosotros, como docentes, concebimos― de manera cíclica y desgajada, otras no. Pongo el ejemplo de una competencia que solemos «pensar» de forma desgajada y ordenadamente cíclica: la lectura autónoma; pongo un ejemplo de competencia que solemos ―y debemos― pensar de forma integrada o subsidiaria: la producción escrita.
Vuelvo al inicio. A cómo llegar a la evaluación calificadora o sumativa. A cómo poner la nota. Claro que necesitamos instrumentos, soportes, evidencias en que apoyarnos para acercarnos lo más posible a una «nota justa» del desempeño de cada estudiante, dado que es este un trámite administrativo inexcusable. Pero algo está fallando en los departamentos docentes cuando hablamos de «criterios de calificación» y en realidad nos limitamos a establecer unos porcentajes relativos a evidencias posibles (cuadernos, exámenes, trabajos, etc.) sin atender a su idoneidad para evaluar los aprendizajes. Quiero decir, ¿a qué criterio de evaluación responde «el cuaderno»? ¿Cuál es la «evidencia» adecuada para evaluar la lectura autónoma o para la interacción oral? ¿No será que algunos de esos instrumentos son redundantes y, en cambio, faltan otros?
Con la voluntad de resolver estos desajustes, se ha generalizado la expresión «evaluar por competencias”, fórmula que ha acabado por convertir en algo opaco y confuso aquello que debería estar cargado de sentido común. Porque, ¿qué significa “evaluar por competencias”? Desde luego, si el término ha llegado para justificar el diseño de un cuadrante con las diez competencias sobre el que ir señalando las calificaciones, mal vamos. No es operativo, resulta tedioso, quebranta nuestra paciencia y nuestro ánimo. Lo razonable, siempre que efectivamente se implemente un modelo competencial, sería evaluar «tareas competenciales”. Tareas competenciales susceptibles de ser presentadas con un título no genérico y de ser consideradas como “situaciones de aprendizaje” (una expresión que ha creado mucho desconcierto, y que se debe asociar, sin más, a aquellas propuestas didácticas con una finalidad clara que movilizan de manera planificada y orgánica un conjunto de saberes). Pongo algunos ejemplos: «Análisis de los prejuicios lingüísticos en nuestro barrio con respecto a las variedades geográficas del español«, «El amor y la naturaleza en el Romanticismo. Comparación de varios elementos literarios y artísticos«, “El derecho a una vivienda, tema de nuestra mesa redonda”, «Final alternativo para la novela de La edad de la ira», «Análisis de la avalancha de fake news con la DANA«, etc. Si, como he dicho más arriba, hemos ido trabajando con la totalidad de los criterios de evaluación, nada hay que temer. Al concluir el curso escolar, la evaluación de las tareas competenciales nos asegurará que todas las competencias específicas con sus criterios de evaluación y todos los descriptores de las competencias clave, cuya conexión ya viene asegurada en el currículo, habrán quedado automáticamente calificados.
Pongamos que en un trimestre hemos llevado a cabo cuatro o cinco tareas de variada envergadura junto a actividades más sencillas que funcionan como una suerte de argamasa, pero también de descanso y transición, entre los proyectos más serios. Se trataría de calificar cada una de estas tareas y de llegar, a través de una ponderación sencilla, a una nota global del trimestre. Y como nuestra intención al evaluar es valorar lo que el alumnado, con nuestra ayuda, ha ido haciendo ― ya que hemos estado mediando, diagnosticando y reconduciendo durante el proceso―, resulta que no suspende tanta gente, por lo que nuestra forma de trabajar es más inclusiva. Y de ninguna manera esto significa que hayamos “bajado el nivel”. Porque quien tiene inteligencia, creatividad y capacidad de trabajo extraordinarias va a poder dar lo mejor de sí y brillar en sus tareas extraordinariamente. La buena nueva es que quienes no gozan de tantas virtudes excepcionales, ni falta que les hace para tener derecho a recibir una educación de calidad, también brillarán a su manera y, lo más importante, habrán aprendido.
Necesitamos modelos de calificación que sintamos como espejo de nuestra práctica docente, que rehúyan el registro desconfiado y constante, y que aligeren nuestro ya de por sí extenuante trabajo. Y ya de paso, necesitamos, y no con menor urgencia, que se nos deje de exigir el despiece en fatigosas tablas de unas tareas pergeñadas la mayoría de las veces a costa de nuestro tiempo libre. Porque no puede ser que, ante el cambio metodológico que estamos convocados a protagonizar, programar y evaluar dentro de un modelo competencial signifique caer en la trampa de registros infinitos y agobiantes que ni mejoran nuestra labor ni, lo que es peor, estamos entendiendo.
1 comentario
Creo que el origen del problema con la calificación de la LOMLOE está en la confusión entre evaluación y calificación, que los docentes españoles deberíamos haber superado hace décadas. La LOMLOE nos ofrece «criterios de evaluación», no de calificación. Así, si la evaluación es la regulación del aprendizaje, estos criterios se parecen mucho más a «objetivos de aprendizaje» que a «criterios de calificación».