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En febrero de 2024 la empresa Wordcoin empezó a escanear el iris a menores a cambio de criptomonedas en diferentes centros comerciales en España. El escaneo de iris es una técnica biométrica que permite identificar a una persona y la ley Europea de Inteligencia Artificial ha indicado que es una práctica de alto riesgo, ya que estamos cediendo datos personales especialmente sensibles. En esas mismas fechas, se empezaron a extender las prohibiciones de uso de los teléfonos móviles en los centros educativos. No deja de ser paradójico que ambas cosas sucedieran en el mismo momento temporal y que estemos tratando de prohibir con el argumento de que debemos proteger a los menores, pero no estemos ayudando a estos mismos jóvenes a enfrentarse a los riesgos del mundo actual. Algo está fallando en el sistema.
El asunto no quedó ahí. Lo que comenzó como una restricción puntual de móviles que podría ser comprensible (aunque realmente los centros ya disponían de autonomía para regularlos) pronto se convirtió en un relato alarmista sobre las “pantallas”, en abstracto. Como si la pantalla de por sí fuera mala y la mera exposición a ellas fuera tóxica (cosa de la que no hay evidencia). A partir de ahí, el discurso alarmista se fue extendiendo en la mayoría de comunidades autónomas, y salvo algunas excepciones, (como en el País Vasco, que hasta ahora sigue apostando por la autonomía de los centros) de una manera más o menos contundente, la mayoría han comprado el relato de que las pantallas son malas y que, por lo tanto, debemos proteger a los menores de ellas en las aulas. Incluso a nivel estatal se creó un grupo de expertos para estudiar el impacto de la digitalización en menores por parte del Ministerio de Juventud e Infancia, que publicó un informe bastante controvertido, donde hubo discrepancia manifiesta entre el propio grupo de expertos participantes. Es común en estos discursos que se hable de “pantallas” en general, que se presenten estudios desde el reduccionismo biológico que no tiene en cuenta el contexto y que se entremezcle el ámbito familiar y educativo para terminar culpabilizando a la escuela de los males de la sociedad.
Parece haber comenzado una carrera autonómica por ver quién prohíbe más y mejor
Desde entonces, parece haber comenzado una carrera autonómica por ver quién prohíbe más y mejor. Las medidas son de los más variadas: no se pueden utilizar las tecnologías en lengua y matemáticas, no puede haber un dispositivo por estudiante, no se puede dedicar más de una hora al día a la pantalla o hay que limitar su uso en Educación Infantil. Las comunidades autónomas buscan números (de personas, de horas, de edades) pero siguen sin preguntarse cómo se han utilizado esas herramientas, que sería la clave de todo esto. Se dan paradojas inquietantes, como que algunas comunidades valoren delimitar el uso de determinadas aplicaciones, alegando cuestiones relativas a la protección de datos. Esto no tiene por qué ser malo, pero esta preocupación sería más creíble si se argumentara por qué se ha dejado de invertir en software libre y repositorios de recursos abiertos y sobre por qué, desde hace unos años, en muchas CCAA todo el sistema digital y los datos de los estudiantes están en las manos de las grandes tecnológicas.
Las administraciones que hoy demonizan las pantallas son las mismas que durante años impulsaron una digitalización vacía de pedagogía. Creyeron que un aula era moderna por tener portátiles (aunque solo se usaran como si fueran libros de texto), o que innovar era disponer de Pizarras Digitales Interactivas (aunque en ellas solo se proyectaran los mismos ejercicios de siempre). Se asumía que un centro digital era el que tenía un portátil por niño o niña (sin preguntarnos qué se hacía con él), e incluso (y esto es muy grave), la supuesta “digitalización” ha terminado segregando al alumnado según su capacidad económica y se ha forzado a algunas familias a comprar dispositivos muy caros para luego ver a sus hijos e hijas memorizando de un PDF. Se entiende que a estas administraciones les venga muy bien ahora echar la culpa a las herramientas, en vez de a sus políticas de digitalización.
Las administraciones que hoy demonizan las pantallas son las mismas que durante años impulsaron una digitalización vacía de pedagogía
Desde la Tecnología Educativa sabemos que la incorporación de la tecnología en las aulas debe responder a criterios didácticos y que las creencias y actitudes de los docentes son clave en el desarrollo profesional y la práctica educativa. También sabemos que la formación inicial y continua en Tecnología Educativa (que no en TIC) es insuficiente, y que las estrategias didácticas y el contexto son clave para la integración educativa de los medios digitales. También somos conscientes que la mayor parte de las decisiones en política educativa no tienen en cuenta la opinión de los investigadores en Tecnología Educativa y a veces responde más a modas que a otros fundamentos.
La tecnología no es neutra y el mundo en el que vivimos no está exento de riesgos, pero precisamente por eso debemos educar. Es necesario dejar atrás los enfoques centrados en la adicción y la enfermedad, que prevalecen en el debate actual sobre tecnología en las escuelas. Estamos culpando a los centros de problemas que no se dan en las aulas y estamos dejando desprotegidas buenas prácticas docentes con tecnología (que las hay). El “salvo uso pedagógico” que siempre se añade a la normativa hace que realmente las cosas no tengan por qué cambiar mucho en algunos casos, pero sí dificultan el trabajo del día a día a los que realmente lo hacen bien. Los que trabajamos en la formación de futuros docentes sabemos que todo esto también está dando una excusa perfecta a los que no quieren trabajar con tecnología.
Otro aspecto a tener en cuenta es que no todos los centros trabajan con tecnología. Como dice Toni Solano, si hay algún lugar libre de tecnología es el instituto. Evidentemente no podemos generalizar, pero tenemos que ser conscientes de que hay mucha diversidad en nuestras regiones. Y también hay muchas necesidades, sobre todo en centros públicos. E incluso habiendo dotación tecnológica, no todo el profesorado la integra en su práctica profesional. Hablar de “desdigitalizar” en algunos lugares bordea el absurdo.
Si la escuela renuncia a formar ciudadanos digitales responsables, estaremos abandonando a los jóvenes en un territorio lleno de riesgos que no sabrán identificar ni gestionar
Lo verdaderamente preocupante es que este mismo patrón de mala digitalización se repite ahora con el programa Escuela 4.0. Varias CCAA ya están decidiendo qué modelos de robótica adquirir, sin haber realizado previamente un análisis riguroso de las necesidades pedagógicas reales de los centros, y vuelven a centrarse en el cacharro, en vez de en las actividades didácticas. Una vez más, prima el enfoque cuantitativo (qué dispositivos comprar) sobre el cualitativo (para qué y cómo usarlos).
Prohibir es fácil. Educar, no. Y hasta que no asumamos eso, el sistema seguirá fallando. Desarrollar la Competencia Digital es necesario, y se puede trabajar una parte sin tecnología, sí, pero también es necesario trabajar con ella. Si la escuela renuncia a formar ciudadanos digitales responsables, estaremos abandonando a los jóvenes en un territorio lleno de riesgos que no sabrán identificar ni gestionar. No todos recibirán acompañamiento y ayuda en casa. Como ciudadanos y ciudadanas lo que debemos reclamar a nuestras administraciones es salir del pánico moral y empezar a tener un debate serio, y centrado en la pedagogía, acerca del uso de la tecnología en la educación. Nos jugamos el futuro.