Julio Carabaña dejó su forma corpórea el 5 de noviembre para pasar a ser una de las almas que nos guía con la inercia que nos dejó a los que seguimos en esta forma de vida. Sin duda es uno de los sociólogos más brillantes con los que hemos contado en España, y sobresalió por sus contribuciones al estudio de la educación, de la desigualdad, y de la intersección entre ambas. Me gustaría destacar dos de sus aportaciones al ámbito educativo. Por un lado, su esfuerzo en señalar que ya pasó la época de las políticas sencillas.
Cuando la infancia de un país está sin escolarizar, las escuelas no reúnen requisitos mínimos o el profesorado apenas sabe un poco más que un estudiante de primaria, es fácil saber qué hay que hacer para lograr mejoras sustanciales. En España pasamos ese umbral entre los 70 y los 80. Eso no ha quitado que cada generación, o quizá, cada lustro, aparezcan soluciones milagrosas que prometen mejorar el sistema educativo. Ahora mismo estamos asistiendo al cambio de modas: del solucionismo tecnológico a la reacción antidigital.
Ya sean modas de uno u otro signo, Carabaña siempre las trató igual: con rigor. Dedicaba tiempo a informarse sobre sus fundamentos y realizaba análisis empíricos contrastando los argumentos esgrimidos. El resultado solía ser parecido. En tanto que modas, no aguantan una lectura detallada de los textos que las conforman. En general, pecan de idealismo. Suponen que los agentes educativos tienen un espíritu genuino por aprender/enseñar, y la nueva moda removerá los obstáculos, permitiendo que por fin el espíritu ideal florezca. En cuanto se aplica la reforma, y los resultados obtenidos no son los esperados, se echan las culpas a los actores educativos reales, que no se comportan como los idealizaron los reformistas. Así, toda reforma queda imbatida ante la evidencia, pues no se critica a sí misma, sino a la mala gestión de quienes la aplican o a la mala voluntad de aquellos a quienes va dirigida.
Pero el auténtico problema es la falta de realismo de quienes la diseñaron. Todo esto le llevó a un gran escepticismo sobre las posibilidades de lograr políticas educativas de alto impacto. De forma irónica, en ocasiones decía que debíamos dedicarnos a estudiar “el casi imperceptible, pero necesario efecto, de las políticas educativas”. Siempre aparecerá alguien que diga que tal derrotismo no es cierto, pues sabe de alguna medida de alto impacto. El problema de estas experiencias es su validez externa: cuando se aplican a contextos diferentes, o se sostienen en el tiempo, se muestra que no son tan eficaces como cuando se aplican en condiciones ideales, en un lugar y en un breve periodo.
Hace 30 años podíamos criticar la lucidez de Carabaña por derrotista. Tuvimos la suerte de que la OCDE desarrollara PISA. El principal resultado vino a darle la razón. Los resultados en PISA de los diferentes países tienden a la constancia en más de veinte años, con pequeñas variaciones en el tiempo. Cada vez que veía una variación sustancial, como la caída de Finlandia o la mejora de Canarias, su primer argumento consistía en que es un problema de “artefacto”, es decir, de errores en la medición, no de que haya cambiado la realidad.
Si alguien quiere conocer a mejor Carabaña como analista de la educación, precisamente lo va a encontrar en sus estudios sobre PISA. Es imprescindible su libro La inutilidad de PISA para las escuelas. Ahí se muestra su método: la lectura detallada y paciente de decenas de informes PISA que muestran las contradicciones entre los propios textos. Además, confronta los argumentos de los documentos con los propios datos de PISA, y señala la incoherencia entre ambos. Muestra el sesgo de dichos informes: forzar los resultados para que validen las teorías progresistas del capital humano (basadas en la didáctica constructivista y competencial).
Ya sea de forma innata o por ambiente social, la inteligencia de las personas es variable
Por otro lado, su gran crítica al debate educativo en sociología o pedagogía es el olvido de la inteligencia como factor explicativo de los resultados educativos. Desde los 70, las corrientes dominantes en sociología y pedagogía dejaron de lado cualquier reflexión sobre la capacidad innata, vista esta como puro “racismo de la inteligencia”, en palabras de Bourdieu. Es decir, como forma de camuflar las desigualdades sociales de resultados educativos, como si fuesen innatas y naturales a los individuos. Para mi entender, podía llevar estas tesis demasiado lejos, pero tenía toda la razón en que, ya sea de forma innata o por ambiente social, la inteligencia de las personas es variable, eso influye en los resultados educativos, y es necesario tenerla más presente en estos debates.
Es desolador escribir esta despedida a su forma material y consciente, tras 30 años de estrecha relación. Su aportación intelectual, si bien muy excepcional y brillante, poco es al lado de su calidad humana. Generoso, solidario, socarrón… Con una mente muy lúcida, deseando que le pusieran por delante una impostura intelectual para desmenuzarla. Y una vasta cultura, políglota, que, lo mismo leía a los filósofos alemanes de prosa más oscura en su idioma, que a los clásicos en latín, o era capaz de elaborar sofisticados trabajos estadísticos. O se arremangaba, se subía al tractor y se dedicaba a arar las tierras familiares en Cuenca. Todo siempre desde la humildad y el sentido común, denunciando a quienes usan la cultura para creerse mejores que los demás. Era Sancho Panza en un mundo de Quijotes académicos. Mantuvo hasta su último aliento el espíritu joven de quien busca sin parar retos de investigación, sin acomodarse. Seguimos, con la presencia de su ausencia.