Por si alguien tuviera dudas, no hay más que acudir a la legislación vigente: “El sistema educativo español se orientará –entre otros– a la consecución de los siguientes fines: la formación para la paz, el respeto a los derechos humanos, la vida en común, la cohesión social, la cooperación y la solidaridad entre los pueblos; la formación en el respeto y reconocimiento de la pluralidad lingüística y cultural de España y de la interculturalidad; la preparación para el ejercicio de la ciudadanía y para la participación activa en la vida económica, social y cultural, con actitud crítica y responsable…”. Y ahí, claro, empiezan los problemas. Porque, para algunos, esos principios y valores formarían parte de la retórica burocrática sin incidencia alguna en la práctica educativa. Otros quisieran circunscribirlos a la codificación jurídica estricta, sin margen para la interpretación y la adaptación a situaciones nuevas, como si para cada caso estuviera ya prevista una respuesta infalible.
Pero la realidad es cambiante, ningún valor es absoluto ni se da en unas circunstancias impolutas –tal y como reconoce, por otra parte, el aprendizaje competencial–, de forma que los educadores deberemos navegar siempre con un horizonte predeterminado, con unos anclajes sólidos, pero por un mar imprevisible con unas personas singulares y libres, que nos obligarán a una toma de decisiones constante, a transformar en acciones aquellos criterios que nos guían, a interpretar adecuadamente las necesidades y las posibilidades que se nos ofrecen.
Porque, siguiendo con el artículo de la LOMCE/LOE que hemos citado, mientras para unos formar para la paz sigue significando preparar la guerra, para otros es renunciar a cualquier tipo de violencia. Mientras para unos los derechos humanos universales tienen fronteras y grados, para otros son inherentes a cualquier persona, independientemente de sus características personales y de su nacionalidad. Mientras para unos la cohesión social obliga a mantener en el ámbito privado determinadas prácticas con el fin de prevenir reacciones airadas, para otros no puede haber cohesión sin libertad. Mientras unos creen que algunas lenguas –por el hecho de ser habladas por muchísimos millones de personas o por tener el respaldo inequívoco de un Estado– tienen más derechos, otros piensan que la igualdad es justamente que reciban un trato y un afecto equivalentes. Mientras unos reducen la interculturalidad a folklore y buenas palabras, otros piensan que más bien obliga a abordar el racismo institucional y cotidiano. Mientras para unos el ejercicio de la ciudadanía se reduce a introducir el voto cada vez que somos llamados a las urnas, para otros quiere decir un ejercicio irrestricto de la libertad de expresión y de asociación y un control permanente de la acción de los gobiernos.
La verdad es que, el pasado invierno, me sorprendió comprobar que buenos profesionales de la educación, maestros competentes y comprometidos, dieran por buena la sentencia del gobierno español que acusaba sin matices al sistema educativo de Cataluña de estar al servicio del independentismo, ya desde el currículum oficial, y de someter al alumnado a una especie de lavado de cerebro para conseguir sus fines. Me sorprendió porque estamos en la era de la información y es fácil y hasta cómodo contrastar supuestas verdades, calumnias interesadas o acusaciones sin pruebas. Porque si bien es cierto, como han demostrado diversas investigaciones fiables y rigurosas, que todos los sistemas educativos fomentan una determinada pertenencia cultural y política, y se esfuerzan por transmitir una identidad nacional diferenciada, es injusto y discriminatorio atribuirlo únicamente a las naciones sin estado, como sería el caso del País Vasco y Cataluña, sin decir también que eso es lo que hace el estado español con muchos más medios y a lo mejor “sin que se note el cuidado”.
Cuando esta acusación pasó del sistema educativo en general a los docentes en particular, denunciados por –supuestamente– adoctrinamiento político, obviando los mecanismos que cualquier centro educativo tiene para abordar discrepancias, problemas educativos o errores didácticos, empezando por el diálogo con los propios profesionales o con las direcciones, pero propalándolo a bombo y platillo en televisiones y periódicos afines, utilizando fiscales, jueces y ministros para denigrar impunemente, como después se ha visto, creo que queda claro que estamos asistiendo a una auténtica ofensiva política partidista. Una especie de cacería que utiliza a la escuela, al profesorado y al alumnado como material arrojadizo, de usar y desechar, destruyendo un bien tan preciado como intangible como es la confianza en un servicio público que goza de la estima mayoritaria de la ciudadanía y que cumple unas funciones sociales de primera magnitud, especialmente en tiempos donde todo tiende a mercantilizarse y en que han crecido exponencialmente las desigualdades sociales.
Y si hablamos de educación y política, inevitablemente deberemos acudir a Paulo Freire. En 1985 publicó un libro de título diáfano, La naturaleza política de la educación, donde escribió palabras como las siguientes: “El elemento político de la educación es independiente de que el educador sea consciente de dicho factor, que jamás es neutral… Por lo cual resulta muy importante decidir opciones. Los educadores deben preguntarse para quién y en nombre de quién trabajan”.
Educar exige siempre compromiso, porque es una intervención que no queda solo a nivel de los principios, sino que demanda un hilo de coherencia entre el discurso y la práctica. Educar anuncia una esperanza de futuro, sobre todo para aquellos que lo tienen todo en contra, es una fisura contra el fatalismo y la resignación, sean cuales sean los obstáculos a eliminar. El mismo Freire, en otro de sus libros, lo expresa con una analogía: “En el mundo físico, el conocimiento de los terremotos ha dado lugar a toda una ingeniería que nos ayuda a soportarlos; no los elimina, pero atenúa los daños”. Algo parecido podríamos decir cuando nos esforzamos por comprender críticamente y transformar la realidad: no es de ningún modo inevitable la adaptación, aunque cambiarla no esté en nuestras manos o nos parezca casi imposible, pero debería ser posible amortiguar sus efectos.
Para Freire, la docencia no puede ser otra cosa que directiva y, justamente por ello, debe hacer frente a algunos riesgos: el del autoritarismo, el de la manipulación, el de la arrogancia, el del elitismo, el del vanguardismo… A ese tipo de prácticas educativas Freire las califica como “de conquista”, porque pretenden someter al educando, o “de invasión”, cuando lo que buscan es imponer una determinada versión de la cultura y el conocimiento. Pero la dirección no está reñida ni con la democracia, ni con el diálogo y la participación, ni con el afecto. De lo que se trata es de partir siempre de la lectura del mundo de los educandos, de su visión de la realidad, de su experiencia vital. Pero no para quedarse en ella: por eso, una de las funciones del docente es la de “desafiar” al educando, forzarle de alguna manera a repensar sus creencias y asunciones a la luz de la ciencia y de las experiencias vitales de los otros, a través del diálogo y del debate argumentado, para promover nuevas formas de comprensión de la realidad.
Al terminar este artículo, Correos me tiene reservada una sorpresa especialmente oportuna: en el buzón encuentro el nuevo libro de Jaume Carbonell, el que fuera director de la imprescindible Cuadernos de Pedagogía, La educación es política, donde –entre otras cosas– se ocupa de la catástrofe del Prestige y el movimiento Nunca máis, de las guerras (nuestra guerra civil y la segunda guerra mundial), del referéndum del 1 de octubre en Cataluña y de los atentados de Barcelona y Cambrils de agosto pasado, y donde escribe “contra el mito de la neutralidad”, a favor del “compromiso ético y político del profesorado”, y apuesta por “activar el pensamiento crítico, equilibrando razones y emociones”. ¡Ahí queda eso!
Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona