La palabra ética deriva etimológicamente del griego ethos, que se traduce por ‘manera de ser’, ‘carácter’, ‘costumbre’. Lo que las personas suelen hacer, lo que acaban siendo, constituye su ethos. El equivalente latino de la palabra ethos es moras, traducido generalmente como ‘costumbres’. Originariamente, pues, ética y moral sólo son la traducción a nuestra lengua del nombre griego o latino para designar una forma de ser y de actuar específicamente humana.
A lo largo del tiempo, sin embargo, el significado de ética y moral ha experimentado algunos cambios. Aunque aún es legítimo utilizar ambas palabras con el mismo significado, los filósofos tienden a distinguir entre ética, como reflexión filosófica sobre la moral, y moral, como un conjunto de normas, más o menos explícitas, que configuran una doctrina moral concreta: la moral católica, islámica, burguesa, etc.
El primer filósofo que trata de sistematizar los contenidos de la ética es Aristóteles. En sus tratados de ética, que recopilan las enseñanzas de la Academia griega, la define como el bien que todo el mundo busca, o como el fin y lo que da sentido a su vida. Este bien, que teóricamente identificamos con lo que nos hará felices – nos dice el filósofo -, no radica en la riqueza, ni en el éxito ni en el honor. Radica en la vida virtuosa. En la capacidad, habilidad y voluntad de ir adquiriendo aquellas virtudes que nos harán personas como es debido, buenas personas. La prudencia, la justicia, la fortaleza, la templanza… son algunas de estas virtudes que, posteriormente, el cristianismo convertiría en «virtudes cardinales».
La ética de las virtudes pone el foco en la formación de la personalidad moral, en la adquisición de unas actitudes y de unos hábitos coherentes con valores tan básicos como son la justicia, la paz, la tolerancia, la solidaridad o el respeto a las personas. Pero esta manera de entender la ética va cambiando con el tiempo. A partir de la modernidad, cuando el valor de la libertad individual se configura como la característica más propia del ser humano, la ética empieza a ser vista más bien como un conjunto de criterios o principios que determinan la ley o el deber moral.
Kant es el más genuino de los representantes de esta manera de entender la ética: como un imperativo categórico que la razón nos impone por el hecho de ser seres racionales. Destaco una de las fórmulas de este imperativo, la más conocida y que todavía sirve como el principio de la moralidad: «Actúa de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de los demás, siempre como un fin y nunca sólo como un medio». El respeto a la dignidad del otro (y de uno mismo), en cualquier situación, es algo similar a lo que siempre se ha entendido como la regla de oro de la moralidad y que de forma popular se traduce así: «Lo que no quieres para ti, no lo quieras para nadie».
Los dilemas de la ética aplicada
Las éticas de principios, como la kantiana, presentan la dificultad de su aplicación práctica. Los principios siempre son abstracciones que no indican exactamente cuál es el deber moral en una situación concreta. ¿Cuando la persona se encuentra ante un dilema moral, entre dos opciones que parecen igualmente buenas, hacia qué se debe decantar el deber moral? ¿Cuál debe ser la opción moral cuando se trata de decidir sobre la mejor manera de respetar la vida de las personas en cuestiones como el aborto o la ayuda a morir? ¿Cómo se respeta la dignidad de los que no tienen autonomía para decidir? ¿Es un acto de discriminación, el hecho de prohibir el velo islámico? Aplicados literalmente, los principios pueden derivar en comportamientos fanáticos. El fanatismo no es una actitud huérfana de principios, sino todo lo contrario, es una actitud derivada de principios inflexibles. Las doctrinas propias de las religiones monoteístas son un ejemplo.
Con el propósito de encontrar una teoría ética más pragmática que la kantiana, surgió la llamada ética utilitarista, desarrollada por los filósofos ingleses Jeremy Bentham y John Stuart Mill. En lugar de buscar el criterio moral en algo tan poco contrastable como la razón humana, ambos pensadores se fijaron en una idea más real y práctica: lo que todo el mundo busca en esta vida es la felicidad. Esto significa que la guía del bien y del mal consistirá en procurar placer y evitar dolor. Así formularon el principio utilitarista: «La felicidad de la mayoría es la medida del bien y el mal». A la ética utilitarista se le llama ética de las consecuencias, ya que, al aplicarla, no se trata tanto de hacer valer unos principios supuestamente racionales como de evaluar las consecuencias empíricas de las decisiones que se toman. De esta ética también se ha dicho ética de la responsabilidad.
Las tres maneras de concebir la ética -virtudes, principios o consecuencias- no son incompatibles, sino complementarias. Son tres puntos de vista que confluyen en el razonamiento moral. A fin de plantear adecuadamente los problemas que tienen una dimensión ética, hay que tener presentes los principios éticos que suscribimos y en los que creemos, ponderar las consecuencias prácticas de la posible resolución de cada problema y abordar la cuestión con una actitud «virtuosa».
Lo que menos falta, en las democracias consolidadas, son los principios. Sabemos, por ejemplo, que no se debe discriminar a la mujer en ninguna situación. O sabemos que la corrupción o el engaño en la política constituyen agresiones a la dignidad de las personas. Lo que falla no es el conocimiento de estos principios, sino la voluntad de actuar de acuerdo con lo que dicen. Si no desaparece el machismo, no se acabará la violencia contra la mujer; si las prácticas corruptas son aceptadas como habituales, no pondremos fin a la corrupción. La ética no es sólo un conjunto de conocimientos aceptados y defendidos en teoría: es una práctica que debe arraigar en la forma de vida de las personas.
La ética y el reto de ser universal
Las concepciones filosóficas de la ética o la moral pretenden ser universales. A diferencia de las doctrinas morales religiosas, que valen sólo para los creyentes de las diferentes religiones, una ética laica busca establecer una normativa, ya sea bajo la forma de virtudes, de valores o de principios, que valga para toda la humanidad. No vale la idea de que cada uno tiene su ética, porque, a diferencia del derecho, aquella apela a la conciencia de cada persona. Es cierto que la ética obliga en conciencia, puede ocurrir que una determinada norma jurídica o socialmente normalizada sea, de hecho, discriminatoria contra algún sector de la sociedad y que pensamos que no es defendible éticamente. De hecho, el sufragio universal, que es una de las expresiones de la igualdad, no ha sido una realidad hasta hace pocos años.
Los grandes valores se han ido llenando de contenido a lo largo de los siglos, gracias al progreso de la conciencia moral de personas o colectivos que denunciaban incoherencias entre el ideal representado por un valor como la igualdad de hombres y mujeres y una realidad que no reflejaba este valor. Podríamos decir que la Declaración de Derechos Humanos resume los principios y los valores que la humanidad debería compartir, el mínimo común ético que debe asumir cualquier sociedad. Es en este sentido que se defiende la universalidad de la ética, no como una realidad, que obviamente no lo es, sino como una exigencia teórica que debería servir como idea reguladora de la práctica.
¿Cómo y dónde se aprende la ética, tanto si la entendemos como un compendio de virtudes o cualidades que la persona debe ir adquiriendo y cultivando como si la reducimos a una serie de principios o normas que deben cumplirse? La respuesta es la educación en un sentido muy amplio. La ética se enseña y se aprende practicándola, a través del ejemplo y de la sanción social de aquellos comportamientos que son contrarios a los valores más básicos. La familia y la escuela tienen un papel importante, pero es toda la sociedad la que debe comprometerse para que la vida en común sea la expresión de una vida que merezca ser considerada justa y buena.