Reivindicar las clases magistrales se está poniendo de moda, pero desconozco el motivo de este revival. Quizá sea que sus partidarios se han alarmado ante la reforma curricular anunciada por el Ministerio; una reforma que no parece apostar demasiado por aquel longevo instrumento didáctico. Quizá se deba también a que, debido a la virtualidad docente impuesta por la pandemia, hay quien no se veía capaz de otra cosa que de impartir clases telemáticas a base de hablar y hablar él solo ante la pantalla, y entonces ha sentido la necesidad de defender las clases magistrales a toda costa(i). Pero a lo mejor esta moda de lo magistral es sólo una manifestación más de la otra moda más general -la reaccionaria- que desde hace tiempo va prosperando en el discurso educativo(ii). Sea lo que sea, el objeto de este artículo no es buscar el origen de esta reivindicación actual de las clases magistrales, sino sumarme yo mismo a la moda de desagraviarlas. Reivindicaré sobre todo un tipo de clases magistrales ya que, como veremos, no todas son lo mismo.
Las denostadas lecciones magistrales
Los reivindicadores tienen razón en que las clases magistrales han sido muy denostadas; inmerecidamente maltratadas. Es verdad que un cierto discurso pedagógico progresista convirtió a la clase magistral en uno de los emblemas de toda una metodología (tradicional, verbalista, memorística, magistocentrista…) que debía ser superada, arrinconada y guardada en un baúl de antiguallas pedagógicas obsoletas junto a, pongamos por caso, el castigo corporal, la separación de sexos o la Formación del Espíritu Nacional. Ahí, en esta comparativa, incurrimos sin duda en una arbitrariedad flagrante: el castigo físico a los menores (y a los no menores) infringe directa y brutalmente los derechos de la infancia y de la ciudadanía en general; la separación de sexos en la escuela atenta a un principio elemental (social, político y pedagógico) como el de la no segregación por razón de sexo; y lo de la F.E.N. -que recordarán los de mi generación y mayores- consistía en un puro adoctrinamiento que sólo pueden añorar los franquistas irredentos y sus actuales discípulos. En cambio, la clase magistral es un simple instrumento didáctico que gustará más o menos, pero que no habría que despreciar, globalmente y así de entrada, ya que puede ser bien apropiado para determinados quehaceres y contenidos.
Es verdad pues que la clase magistral ha tenido muy mala prensa en el discurso de ciertos movimientos de renovación pedagógica. Pero ello no ha impedido, en absoluto, que en la práctica continúe vivita y coleando. En la enseñanza superior sigue siendo, seguramente y con diferencia, el método más usado, tanto en la presencialidad como ahora en la docencia telemática; las enseñanzas medias le van bastante a la zaga; en la primaria tampoco ha desaparecido del todo; y es de suponer que en las etapas infantil y preescolar la presencia de lecciones magistrales, si las hay, sea sólo excepcional o residual; a no ser, claro está, que extendamos muchísimo el concepto y entendamos que la narración cautivadora de un cuento infantil también forma parte de la categoría “lección magistral”.
Esto último nos lleva a la pregunta sobre ¿a qué llamamos exactamente clase magistral? Después entraremos en ello y en el asunto ya anunciado sobre las diferentes clases de clases magistrales. Pero ahora interesa hacer un inciso para explicar que los defensores actuales de las lecciones magistrales son básicamente de dos tipos. En primer lugar, hay quienes las defienden -contundentemente, sin complejos y desde siempre- como la forma normal y mejor de impartir conocimiento en los centros educativos. A éstos, como mínimo, habría que agradecerles su constancia, firmeza y claridad. Y luego hay quienes, de forma más timorata y como curándose en salud, tienen mucho interés en remarcar un par de precisiones: la de que lo que ellos reivindican son sólo las buenas clases magistrales (sabias, cautivadoras, deslumbrantes …); y el avido de que tampoco habría que utilizarlas de forma excesiva o como método único. Advertencias del todo punto innecesarias, pues ya se sabe que nadie reivindicaría algo malo y que los excesos son siempre perjudiciales. Por otro lado, tampoco nadie suele concretar en qué momento el uso de las clases magistrales empezaría a ser excesivo: ¿cuatro clases magistrales al día son ya demasiadas?; ¿lo recomendable es que no se reciban más de seis a lo largo de la semana?; ¿cuánto tiempo debería pasar entre clase magistral y clase magistral para no abusar de la atención del auditorio? …
Tanto los reivindicadores (sean de un tipo o del otro) como nosotros en lo que llevamos de artículo, hablamos de “clases magistrales” como dando por supuesto que esta expresión goza de un significado unívoco que todos compartimos. Sin pretender una definición exacta, digamos que la clase magistral a la que suelen referirse tanto sus defensores como sus detractores obedece aproximadamente al formato siguiente: un magister (maestro/a, profesor/a) que expone oralmente y de forma seguida, durante un tiempo más bien largo a un auditorio más o menos numeroso de estudiantes, una serie de conocimientos (temas, lecciones …) establecidos por los planes de estudio correspondientes. Convencionalmente y para entendernos llamaremos a este formato: clase magistral expositiva. Pero éste no es, como después veremos, el único modelo de clase magistral existente.
La clase magistral expositiva: el aprendizaje de un saber
«– ¿Te gusta ir a clase?
– Hombre, no mucho, la verdad.
– ¿Por qué?
– Pues porque los profesores no se cansan de hablar.”
(Guillem Sala, El castigo)(iii)
Es verdad, en las clases magistrales expositivas (cmE, a partir de ahora) el magister habla mucho; de eso se trata. Casi sólo habla él. Si acaso, sólo podrá ser interrumpido, de vez en cuando, por algún alumno que levante la mano solicitando ir al baño, o una aclaración sobre algo que no está comprendiendo. En ocasiones, es también la propia seño quien interrumpe momentáneamente su magistral disertación preguntando a la clase o a alguien en particular para cerciorarse que se la está siguiendo(iv).
Freinet solía explicar -medio en serio, medio en broma- que tuvo que inventarse la manera de que en sus clases él no tuviera que hablar demasiado, pues ciertos problemas de salud se lo impedían. Por eso creó un montón métodos y técnicas para que quienes más hablaran en clase fueran los chicos y chicas. Pero aquí se trataba de hablar bien de las clases magistrales, y no de uno de sus principales detractores.
Volvamos pues a lo nuestro. Lo propio de una cmE es que el maestro exponga (explique, transmita, comunique, muestre…) al grupo una porción de su saber sobre la materia correspondiente. Algo distinto es plantearse qué parte de este saber le llega realmente a cada alumno/a; y, sobre todo, qué parte de lo que le llega aprenderá realmente. Desde siempre se ha sabido que no todo lo que sale de la boca del maestro va a incrustarse directamente en el cerebro de cada oyente. En primer lugar, porque no todo llega ni tan siquiera a los oídos de todos los destinatarios: el éter se habrá comido algunos sonidos. Pero además, aunque la acústica fuera perfecta, no todos van a enterarse de todo: aquel se enterará de muy poco porque hace tiempo aprendió a dormitar, incluso con los ojos bien abiertos; aquélla, que es muy diestra aparentando atención, está pensando en sus cosas; el de más allá pone toda la atención del mundo, se esfuerza mucho pero no entiende casi nada: no es de los más dotados de la clase y además se perdió la clase magistral de ayer porque tenía un poco de fiebre y tuvo que quedarse en casa, y la clase magistral de ayer era necesaria para entender la de hoy. Incluso aquella chica que es la más inteligente y la que más motivada está por el tema de hoy, resulta que por ponerse a pensar en la frase brillante que acaba de pronunciar la maestra, después se ha perdido las seis frases que venían a continuación, a cuál también más brillante.
A pesar de todos estos inconvenientes, no deja de ser verdad que con una cmE se pueden aprender cuantiosos y valiosos conocimientos, aunque en su mayor parte se aprendan después: durante la clase magistral, aprender lo se dice aprender, se aprende más bien poco: aquella frase brillante, una anécdota bien contada, un argumento ocurrente, un nuevo nombre propio… El aprendizaje de verdad, si acaso, vendrá después: cuando la maestra magistral termine su magistral exposición y ponga a la clase a hacer actividades directamente relacionadas con el contenido de lo que magistralmente ha estado explicando durante media hora: resolver problemas, escribir una redacción, una práctica de simulación, experimentos científicos en el laboratorio, trabajos de taller en equipo, buscar información, un debate …; o bien, cuando los alumnos se lleven a su casa lo que ha explicado el maestro y allí se pongan a estudiarlo en los apuntes o en el libro de texto (un buen libro de texto es como una clase magistral en formato papel). El aprendizaje de verdad sucederá cuando cada alumno, por su cuenta o bien acompañado por su profesora o por sus condiscípulos, desmonte y vuelva a montar aquellas explicaciones, argumentos, demostraciones… magistralmente proporcionados durante la clase magistral. Estamos pues en lo de siempre: lo que real y mayormente aprenderán los alumnos de una cmE será aquello que ellos mismos después (en clase o en casa) puedan hacer a partir de los saberes antes expuestos en la cmE. Y eso es, no otra cosa que el famoso learning by doing, que tanto gusta a los detractores de las cmEs.
La clase magistral activa: el aprendizaje del saber hacer
«Pues ¿de qué nos valen los bienes de la educación y la cultura si la experiencia no nos vincula con ellos?»
(Walter Benjamin, Iluminaciones) (v)
Ya anticipábamos que, además de las expositivas de las que siempre se habla, hay otros tipos de clases magistrales. Ahora hablaremos de las que voy a denominar clases magistrales activas (en adelante, cmA). Estas clases existen desde antiguo y además también como “magistrales” han sido conocidas; es decir, que no son, ni de lejos, un invento del autor de este artículo para llevar el agua a su molino. Es más, aunque no voy a intentar hacer aquí la genealogía de las “clases magistrales”, es bien posible que en su origen las auténticas y genuinas se parecieran más a las activas que a las expositivas.
En las cmA no se trata de mostrar un saber (conocimiento), sino un saber hacer (una habilidad, una práctica, un oficio, un arte). Por eso se han utilizado sobre todo para el aprendizaje de las artes y los oficios; pero de hecho podrían usarse también para el aprendizaje activo de cualquier otra cosa, incluidos los conocimientos. Otra diferencia fundamental es que en las cmA el papel básico del aprendiz no es el de oyente, ya que tampoco el del maestro consiste en hablar mucho. Este muestra, directa y prácticamente, lo que sabe hacer (música, pintura, carpintería, informática…), mientras el/la alumno/a (o el grupo-clase) tratan de de seguir la demostración del maestro, no sólo mirando y escuchando, sino poniéndola a su vez en práctica al mismo tiempo. Las explicaciones verbales del maestro están ahí sólo para acompañar o ilustrar mediante conceptos lo que mediante su propio hacer ya está mostrando. Las cmA son, pues, learning by doing es estado puro. Es el aprendizaje por ensayo y error que a Freinet le gustaba tanto, con la ventaja de que el ejemplo real y sincrónico del maestro acelera el aprendizaje, además de que con su presencia mitiga las posibles consecuencias indeseables de los errores que los alumnos inevitablemente cometerán durante el proceso.
En otro lugar hemos comentado la brillante interpretación que un pedagogo norteamericano (Donald Schön) hizo de las clases magistrales que impartía Pau Casals, narradas en este caso por un discípulo suyo (Bernard Greenhouse). Sentados uno frente al otro, cada cual con su violoncelo, Casals interpretaba un fragmento corto de la pieza de Bach que entonces estaban estudiando y se la hacía repetir a Greenhouse; y ello tantas veces como fuera necesario hasta conseguir que la interpretación del discípulo fuera idéntica a la suya. Al cabo de unas cuantas sesiones, cuando Greenhouse había conseguido tocar exactamente de la misma manera que Casals aquella pieza (“Era como si aquella habitación tuviese sonido estereofónico: dos violoncelos sonando a la vez”), Casals hizo algo sorprendente: interpretar la misma pieza pero de una forma muy distinta aunque igual de bella, y pedirle a su discípulo que de ahora en adelante él mismo interpretase a su manera a Bach. El comentario de Schön: “La lección tiene dos partes. En la primera, Greenhouse descubre por imitación cómo está construida la interpretación de Casals en cada frase a través de los detalles precisos del arqueo, la digitación y el matiz. En la segunda parte, Greenhouse ve y escucha cómo una configuración, totalmente diferente pero igualmente precisa, de arqueo, digitación, fraseo y matiz dentro de la frase, produce una alternativa a la primera ejecución igual de hermosa. La lección no dice que existan dos formas válidas de interpretar la pieza sino que existen tantas como el intérprete sea capaz de interpretar y ejecutar”. (vi) El ejemplo muestra dos cosas. En primer lugar, la doble genialidad de Casals: musical, por supuesto, pero también docente. En segundo lugar, cómo también las clases magistrales (éstas clases magistrales) pueden fomentar, práctica y realmente, la creatividad.
Volviendo a las clases magistrales expositivas
«Como lacónicamente anotó en su diario Thomas Mann después de asistir a una conferencia de Lukács: «Mientras hablaba, tenía razón».”
(Luís Landero, El huerto de Emerson) (vii)
No seríamos justos si olvidáramos algo importante que también se puede aprender a partir de las clases expositivas. De ellas no sólo cabe aprender los saberes que expone el maestro, sino también un “saber hacer” importantísimo: el saber hablar. Cuando el docente es brillante en la forma de mostrar sus conocimientos, los oyentes tendrán de paso un magnífico ejemplo de buen hablar; de buen hablar, cuando se trata del discurso largo (viii). O sea, que una buena clase magistral, independientemente de que verse sobre esto o aquello, será también, a la vez, una buena oportunidad para el aprendizaje de la oratoria y del arte retórico. Siempre es un aprendizaje poder oír un discurso bien hablado y poder observar la gestualidad y los aditamentos que deben acompañarlo: una excelente cmE exige también una expresión corporal adecuada, el dominio del espacio, la escenografía oportuna, etc., etc.
Sin duda, el aprendizaje de la oratoria y de la retórica son aprendizajes de los que el sistema educativo formal debería ocuparse convenientemente. Saber hablar bien y seguido en público es una competencia valiosa en general e imprescindible para determinados quehaceres y profesiones: la política, el comercio, la propaganda, la divulgación científica, la religión… y, por supuesto, también para la docencia; sobre todo, para la docencia que pretenda ejercerse mediante cmEs.
De hecho, todo eso que estamos diciendo aquí de la cmE como forma de adquirir, no sólo determinados conocimientos, sino también ciertas aptitudes expresivas, no es otra cosa que un ejemplo más de aquella fórmula de McLuhan que hace tiempo se hizo tan y tan famosa: “el medio es el mensaje”; fórmula que se completaba con la de “el medio es el masaje”, para enfatizar aun más el poder de los medios de comunicación en cuanto tales. Con las cmEs se pueden aprender, pues, los conocimientos que se intentan transmitir con ellas, y además se aprende a transmitir conocimientos per medio de cmE .
Lo malo es cuando el medio se sobrepone demasiado al mensaje y acaba brillando más lo magistral de la forma que lo magistral del contenido. Entonces es cuando seguramente ocurre aquello que, según Landero, pensó Thomas Mann de una conferencia de Lukács: “Mientras hablaba, tenía razón”. La razón a veces se esfuma cuando se ha terminado la brillantez oratoria del orador, lo cual es mala cosa para el aprendizaje, pues este requiere continuidad y persistencia.
También respecto al saber hacer que es posible aprender mediante una cmE habrá que tener en cuanta la precisión que ya antes introducíamos. El buen hablar, la oratoria o el arte retórico… no se aprenden directamente e in situ asistiendo a cmEs, sino que también se aprenden después; cuando uno intenta poner en práctica aquel buen hablar que antes ha escuchado, sea imitándolo sin más o transformándolo para adaptarlo mejor a uno mismo. Es entonces cuando aparece el verdadero aprendizaje; cuando uno practica, sea frente el espejo, sea ante una cámara para después poder verse y oírse uno mismo. O, lo mejor de todo, cuando el alumno incluso puede practicar en persona ante sus condiscípulos y el propio docente. Por eso, está tan bien aquella sencilla técnica propuesta por Freinet -otra vez él- consistente en que cada día, hacia el final de la sesión de la tarde, una chica o un chico ofreciera a sus compañeros/as una conferencia sobre algún tema que habría estado preparando desde unos días antes. Una a una, todas las técnicas de Freinet son muy sencillas; de hecho, son simples mutaciones de instrumentos convencionales de la escuela tradicional: el texto libre consiste en una reconversión de la clásica redacción anual sobre la primavera cuando llega la primavera; la mesa para la imprenta era la tarima reciclada; la imprenta misma servía para que la clase imprimiese sus propios textos y así poder prescindir de los libros de texto a los que Freinet tenía tanta manía; los planes de trabajo eran los programas y el calendario puestos al servicio de cada cual; los diplomas, la forma pública de evaluar y recompensar el saber hacer adquirido; y así sucesivamente… Cada técnica Freinet es muy sencilla, pero todas juntas transforman la escuela y sirven, entre otras cosas, para que las maestras y los maestros no tengan que dar muchas cmE, aunque sea a costa de que a cada alumno le toque impartir, de vez en cuando, una clase magistral él mismo, con la que seguramente aprenderá más que con cinco clases magistrales expositivas dadas por su profesor/a.
Y volviendo -ahora sí, ya para acabar- a las clases magistrales activas
Me parece que si en los centros de enseñanza hubieran habido muchas más clases magistrales de las activas que de las expositivas, las clases magistrales en general no habrían tenido tan mala prensa entre ciertas pedagogías; y tampoco necesitarían ahora tantas reivindicaciones. Es posible incluso que Freinet hubiera defendido en su momento las clases magistrales, en lugar de denostarlas.
Notas
(i) Sea dicho de paso, que las clases magistrales no presenciales conllevan una dificultad añadida. En las de siempre -las presenciales- al docente le es relativamente fácil percibir si el auditorio sigue atento a su discurso, si se muestra interesado o se está aburriendo mortalmente. Todo eso resulta mucho más difícil de percibir en las clases magistrales virtuales: uno se pone a hablar y hablar ante la cámara sin darse cuenta que aquel, aunque aparentemente atento a la explicación magistral, en realidad está viendo una serie; que la otra ha ido a prepararse la merienda; o que los hay que incluso ya se han puesto a dormitar: dormirse presencialmente queda muy feo, pero a distancia y con el micro desactivado no se oyen ni los ronquidos. Por supuesto que en las clases magistrales in situ también puede darse la picaresca de hacpedagógica de Mafalda”, Diario de la educación, 01/10/2020).er ver que estas tomando apuntes mientras escribes una poesía a tu novia/o; pero todo eso se facilita muchísimo con la no presencialidad.
(ii) J. Trilla, La moda reaccionaria en educación. Barcelona, Ed. Laertes, 2018.
(iii) Guillem Sala, El castigo. Barcelona, Tusquets Ed., 2021.
(iv) Son estas preguntas -a veces socráticas y, a veces inquisitivas- sobre las que magistralmente ironizaba Quino en una tira de Mafalda que glosamos no hace mucho. Saliendo del cole Miguelito -el inocente de la pandilla- le confiesa a Mafalda: “Estoy empezando a sospechar que cuando la maestra pregunta algo no es porque ella no lo sepa.” Mafalda se mofa de la credulidad de su amigo, y al final Miguelito explota gritando: “¡¡Y yo contestándole todo a esa simuladora con mi estúpido tonito paternal!!”. (“La sabiduría pedagógica de Mafalda”, Diario de la educación, 01/10/2020).
(v) Madrid, Ed. Taurus, p. 96.
(iv) Schön, D., La formación de profesionales reflexivos, Barcelona, Ed. Paidós, 1992, pp. 162-163. Nuestro comentario más extenso que el de aquí puede verse en La moda reaccionaria en educación. Barcelona, Ed. Laertes, 2018, pp. 107 y ss.
(vii) Barcelona, Tusquets Ed., 2021, p. 18.
(viii) El “buen hablar” dialógico es otra cosa: un “saber hacer” que no se aprende en las clases magistrales.