“Don Francisco se sentaba siempre entre sus alumnos y trabajaba con ellos familiar y amorosamente. El respeto lo ponían los niños o los hombres que congregaba el maestro en torno suyo. Su modo de enseñar era socrático: el diálogo sencillo y persuasivo. Estimulaba el alma de sus discípulos -de los hombres o de los niños- para que la ciencia fuese pensada, vivida por ellos mismos” … de esta manera describía Antonio Machado a su maestro, Francisco Giner de los Ríos, “el maestro que soñaba un nuevo florecer en España”.
Un maestro o una maestra nos marcan para toda la vida, para bien o para mal. Si os proponemos hacer memoria y recordar qué docente os ha hecho sentir especiales, seguramente podáis revivir algún hermoso momento de vuestra vida escolar.
Cerrando los ojos puedo recordar la clase de 1º de EGB, mi maestra se llamaba Marisa, tenía el pelo largo y moreno, olía a flores. Siempre nos recibía con una gran sonrisa, su voz era dulce y nos abrazaba constantemente. Entrar en el colegio por primera vez no era fácil. La entrada la recuerdo enorme, con un soportal rodeado de amplias columnas de las cuales no llegaba a ver el final. Había muchos niños y niñas correteando por el patio, todos mayores que nosotros.
Recuerdo con gran agrado las clases de la tarde, teníamos las clases más divertidas, jugábamos en el patio, pintábamos en el suelo del recreo con tizas de colores, en otoño cogíamos las hojas que caían de los árboles y las pegábamos en murales, otras veces las pintábamos.
Mi maestra nos enseñaba canciones y aprendimos de esa manera los meses del año. Una maestra de otra clase sabía tocar la guitarra y a veces nos juntábamos las dos aulas para bailar y cantar.
Sin embargo, mis recuerdos se vuelven grises cuando recuerdo a la señorita Conchita, la maestra de 3º de EGB. Su cara de enfado reinaba cada mañana y cada tarde en el aula, ya no escuchábamos música y casi todo lo que hacíamos se limitaba a memorizar contenidos de los cuales, a día de hoy, no recuerdo absolutamente nada.
En su mano derecha tenía un gran anillo, con una piedra redonda, en su dedo corazón. Es irónico que justo ese fuese el nombre del dedo porque su función era la de golpear en las cabezas de los niños y niñas que ella consideraba que no cumplían sus objetivos o que, simplemente, no le agradaban.
En la clase no se solía escuchar ni una mosca y era tal la tensión que se respiraba que cualquier ruido nos hacía saltar de la silla. Sus sigilosos pasos no ayudaban a prevenir que estuviese cerca porque además le gustaba venir por detrás para pillarnos desprevenidos y no fallar en su golpe.
Recuerdo un día en el que llegaron dos alumnas de prácticas de magisterio, nos las presentó y con una sonrisa forzada nos preguntó, delante de ellas, que si la íbamos a echar de menos en los días iba a estar de baja por una intervención quirúrgica. Yo no la escuché bien y dije, junto a una compañera, que no. Todos los demás se dieron la vuelta y me miraron horrorizados, en ese mismo instante me di cuenta que dije lo contrario de lo que la maestra quería escuchar, sentí un calor intenso que me subió por la espalda y aterrizó en mi cara, haciéndola cambiar de color en cuestión de segundos.
La mirada de la señorita Conchita se clavó en mi alma como dos puñales, pero con las alumnas en prácticas no sacó su anillo de paseo y en esa ocasión me libré. Al día siguiente no vino a clase y todos pudimos ser felices durante una temporada pero, sin saberlo, había firmado mi “sentencia de muerte”.
Su regreso fue un infierno, volvió con aires renovados, desempolvó su majestuoso anillo coronando mi cabeza cada día de la semana. Un día llegué a clase con un chandal rosa que nos había comprado mi madre a mi hermana y a mí. Era de algodón, de tacto suave, me encantaba cómo olía a nuevo. En los años 80 la ropa era bastante cara y mi madre no podía permitirse comprar habitualmente. En cuanto entró la maestra el escaneo de su mirada se detuvo en mi indumentaria y con una malvada carcajada esputó: “Pareces un cerdo, así, toda rosa”.
Los niños y niñas siguieron la gracia de la señorita Conchita, ella buscaba su complicidad y ellos obedecieron. Ese día me marcó para siempre. Cuando terminaron las clases salí corriendo para mi casa. Volver cada día supuso una tortura, sentía miedo y perdí toda motivación.
Los maestros y las maestras son un referente para el alumnado, sus gestos, su actitud, su mirada, etc. El impacto de sus acciones puede marcar para siempre la vida adulta de los niños y niñas que pasan por sus manos. No puedo evitar sentir escalofríos cada vez que veo un anillo de esas características y siento rabia cuando veo que un adulto se dirige de una manera inadecuada a un menor. El respeto siempre debe ser bidireccional, ser adultos no nos da el poder absoluto. Una legislación nunca podrá dar una autoridad todopoderosa porque la autoridad se gana en el día a día, queriendo y respetando al ser humano que tienes a tu lado, más aún cuando es un menor que, además, depende de ti en muchos aspectos.
En los centros educativos se realiza la formación integral de los niños, niñas y jóvenes. En edades tempranas, en los periodos de adaptación de educación infantil, muchos de los pequeños y pequeñas llegan directamente de las manos de su familia. El primer contacto con la escuela es crucial para poder integrarse de una manera adecuada en la vida escolar. Es importante resaltar que, a partir de ahí, permanecerán al menos 13 años en el sistema educativo; pasarán más de la mitad de su vida en las etapas educativas obligatorias.
La vocación de los maestros y maestras es una pieza clave a la hora de ejercer la profesión. Ellos cada año serán más mayores pero el alumnado siempre tendrá la misma edad.
En la historia El maestro que prometió el mar, Antoni Benaiges trabajó con sus alumnos y alumnas la elaboración de un cuaderno titulado “El mar: visión de unos niños que no lo han visto nunca”. El alumnado narraba cómo creían que podía ser imaginándoselo según historias que hubiesen escuchado y echándole imaginación. Fruto de este trabajo el maestro prometió llevarlos a Montroig del Camp, donde él nació.
Los niños y niñas quedaban ensimismados en las clases, el maestro captaba su atención, motivaba su aprendizaje creando un entorno acogedor y tranquilo donde la participación, el diálogo, el debate y el consenso marcaban la dinámica cada día.
Un maestro/a vocacional entiende que cada niño, niña y joven es único y que la educación no se limita al aula. El docente comprometido es capaz de adaptarse a las necesidades individuales de los estudiantes, motivándolos, brindando apoyo emocional y creando un ambiente de aprendizaje inclusivo y estimulante.
La formación inicial y permanente del profesorado es fundamental para guardar, proteger y hacer crecer la vocación docente. Para ello es necesario dotar de recursos que den respuesta a sus inquietudes, que actualicen sus perfiles adaptándose a los diferentes contextos y realidades.
Una evaluación del profesorado, con carácter proactivo por parte de la comunidad educativa sería una herramienta poderosa. Lo que no se evalúa, no se mejora. Analizar con detenimiento las diferentes actuaciones para localizar fortalezas y debilidades es fundamental para proponer actuaciones de mejora y evolucionar.
Los maestros y maestras no solo transmiten conocimientos, sino que también infunden valores, fomentan la curiosidad, el pensamiento crítico y el amor por el aprendizaje. Pueden ser capaces de cambiar vidas y de fomentar el deseo de superación en su alumnado. Como señalaba el pedagogo Paulo Freire, “enseñar no es transferir conocimiento, sino crear las posibilidades para su producción o construcción”.