Dicen que todo lo que precede a un “pero” carece de valor. Y es en esta línea que me gustaría analizar ciertos discursos muy extendidos sobre este tema: la inclusión, del que me he resistido mucho tiempo a escribir, pues me parece que anidan en él muchos dobles sentidos y conecta con significados de los que, siquiera, somos conscientes en muchas ocasiones.
No es el objetivo, por lo tanto, de este texto discutir creencias poco informadas o basadas en un conocimiento riguroso, ni creencias clasistas o elitistas… Por muy extendidas que estas estén, como la idea de que la inclusión es enemiga de la excelencia —que tanto se empeñan en repetir algunos y cuya ideología detrás es más que patente ya, por mucho que se disfrace de neutral y objetiva—.
Es por ello que voy a tratar de ser muy equilibrado y honesto en mis análisis, así como preciso en los términos en los que planteo las reflexiones que hago en este texto, porque eso son: reflexiones, con más dudas que certezas.
En primer lugar, es necesario explicar y celebrar lo mucho que han calado —y en tan poco tiempo— nuevos conceptos como el de la inclusión. Hace no tanto, era impensable imaginar el lugar en el que se enmarcan muchas de las discusiones que ahora tenemos sobre este tema, centradas en la igualdad de oportunidades y la justicia social a niveles mucho más altos y, por lo tanto, mejores y más educativos. Esto representa, a todas luces, una excelente noticia, ya que viene a decir que ha habido un cambio en el sentido común educativo, que ha aceptado esta idea de la inclusión y que ahora representa un concepto de disputa. Y es en ese ámbito en el que nacen las ideas que dan lugar a este texto.
En segundo lugar, toca explicar que existe un discurso muy extendido y que se repite de forma recurrente, especialmente desde algunas posturas, que, si bien contiene elementos más que sensatos, representa, a mi juicio, un discurso peligroso ante el que todos y todas deberíamos reflexionar sobre los significados profundos con los que nos conecta.
Este discurso, simplificado al máximo, vendría a plantear que la falta de recursos y apoyo por parte de la administración educativa hace que la inclusión, tal como se está llevando a cabo, sea irrealizable en la práctica.
Básicamente, lo que se plantea es que la permanencia en el aula ordinaria de este alumnado tan diverso requiere medidas extraordinarias para su atención y que, si la administración no asume estas medidas y plantea soluciones estructurales, lo que está haciendo es trasladar esta carga al aula ordinaria, recayendo injustamente sobre los docentes y los propios compañeros de aula.
A partir de aquí se plantean dos preceptos: 1) Que los derechos del alumnado con necesidades específicas deben equilibrarse con los derechos del resto a aprender en un entorno seguro y favorable. 2) Que mientras la inclusión no venga acompañada de medidas concretas, como una reducción de ratio, la presencia de personal especializado, espacios adaptados y recursos específicos que permitan atender las necesidades tanto de estos alumnos como del resto del grupo, la única solución posible es desviar a este alumnado a centros especiales o aulas separadas.
Si bien gran parte de lo que se plantea aquí es muy razonable, poniendo en el centro reclamaciones fundamentales, es en la segunda parte en la que, a mi parecer, se da un salto hacia ciertas ideas que no se exponen explícitamente, pero que se conectan de forma muy potente al ir precedidas de las primeras, tan razonables. Son ideas que, a mi juicio, y tratando de ser lo más honesto posible, representan una forma de exclusión y segregación muy sutil y peligrosa, que se disfraza de pragmatismo. Voy a tratar de explicarme despacio.
Algunos peros…
Es de primer curso de marxismo aquello de que primero hay que cuestionar a quien diseña las normas y ofrece las condiciones, quien diseña el terreno de juego (superestructura), antes que a los y las trabajadoras que las desempeñan (base o infraestructura).
Esta idea, fundamental en la lucha sindical, sigue siendo imprescindible en el asunto de la inclusión. Tal y como decía de forma certera un compañero sindicalista el otro día: luchar por las condiciones laborales del profesorado es también luchar por la inclusión educativa.
Es por ello que me parece más que necesaria toda la primera parte de estos discursos sobre la inclusión, cuando ponen el acento en la responsabilidad de la administración de dotar de los recursos humanos, materiales y económicos suficientes para que la inclusión no sea únicamente un concepto nuevo incluido en la última ley educativa, pero cuya importancia en esta no parece corresponderse con la inversión necesaria para llevarla a cabo.
Es aquella idea que tanto repetimos algunos y algunas: no me digas cuánto te importa la educación, dime cuánto vas a invertir y en qué, y ya sabré yo la importancia que le das.
Esta falta de dotación de recursos necesarios para llevar a cabo la inclusión educativa no solo resulta en que esta no se lleve a cabo (que ya es nefasto) o reafirma al profesorado más escéptico en su imposibilidad de facto. Además, como ya he escrito en otros textos, deja abandonado y sobrepasado al profesorado más convencido de la necesidad del cambio educativo y al alumnado más vulnerable. Estas dos últimas cuestiones son imperdonables.
Dicho esto, y dejando claro que nadie más defensor que yo de la urgencia y la necesidad de la lucha sindical, llevo mucho tiempo reflexionando sobre una situación de la que creo que hablamos poco: que la educación inclusiva es un derecho universal cuyo beneficiario es el alumnado. Y, si bien para posibilitar que este derecho se cumpla es imprescindible mirar las condiciones laborales del profesorado, ¿qué ocurre cuando los intereses del profesorado como colectivo no son compatibles con este derecho a una educación inclusiva del alumnado? ¿Hay cuestiones enfocadas al bienestar docente que representan malestar para el alumnado, las familias o que dificultan la realización de una educación inclusiva? Si es así, ¿qué criterio debe prevalecer?
Esta última interrogación es, evidentemente, una pregunta retórica. Deben pesar más las necesidades del alumnado, especialmente las del alumnado más vulnerable, pero me sirve para poner el acento en la idea sobre la que quería lanzar la reflexión: que si bien la lucha sindical por los derechos del profesorado es imprescindible, me parece lícita la discusión sobre cuál es la finalidad de las demandas que se realizan en ella.
Me parece oportuno plantear esto aquí por su conexión con el asunto de la inclusión. Todos somos conscientes de que sería mucho más fácil para el profesorado dar clase, no solo sin alumnado con necesidades específicas, sino solo con el alumnado que quiera estar en el aula. Pero, sin embargo, eso iría en detrimento del derecho del alumnado. Estaríamos generando una educación segregadora que reproduce y legitima las clases sociales (aquí es imprescindible entender el papel que juega el capital cultural).
Por lo tanto, este discurso que se obceca en bloquear cualquier discusión más allá de los recursos me parece superficial y peligroso porque deja en manos del profesorado la legitimidad de las necesidades del acto educativo de forma incuestionable, como si las del resto de la comunidad educativa, especialmente familias y alumnado, no fueran legítimas o fueran de distinta naturaleza.
También me parece oportuno señalar aquí otra cuestión que tiene que ver con el profesorado de atención especializada. Tengo la impresión (aunque puedo estar equivocado) de que hay una parte de este profesorado especialista que enarbola abierta y activamente la bandera de la necesidad de los centros de educación especial —cuestión esta que, obviamente, representa lo contrario a una educación inclusiva—. Cuando a mí me parece que justo este profesorado debería ser el que representara la avanzadilla por la inclusión educativa.
No puedo dejar de pensar que quizá todo esto tenga que ver con una interpretación de pérdida de su condición de expertos y expertas—parecida a la que pudimos ver en un contexto diferente con los ámbitos en la Comunidad Valenciana—. Si bien puedo comprender este sentimiento desde una perspectiva emocional, no lo comparto desde un punto de vista racional ni profesional. De hecho, considero que en un sistema educativo inclusivo, estos perfiles serían aún más necesarios, destacándose como referentes por su especialización y como líderes y agentes clave del cambio educativo.
Por otro lado, hay otra cuestión que también me parece necesaria reflexionar: el problema que existe con la idea de lo que es la educación en estos discursos, en los que se alude “al derecho de aprender” del alumnado que puede seguir el ritmo de las clases o que no es disruptivo. Si bien aquí tocaría hacer un análisis de clase social para profundizar en quiénes son sistemáticamente los que pueden y los que no, así como analizar la idea de lo que es dar clase, me parece que hay algo más importante de señalar: ese argumento de que “no están recibiendo la educación que merecen” tiene trampa. Dice mucho de la perspectiva educativa que se está manejando, en la que educación solo es “transmitir” las raíces cuadradas, los afluentes del Guadalquivir o el reinado de Felipe II.
Sin embargo, compartir espacio en igualdad de condiciones, participar democráticamente en el aula, entender que la sociedad es diversa, que los seres humanos somos diferentes, que podemos y debemos ayudarnos y diseñar espacios en los que todos y todas podamos participar… Todo eso, aunque tenga más que ver con la educación que nos encarga la ley y sea más urgente que nunca vivir experiencias democráticas y diversas en nuestra escolarización, no se considera “recibir educación”. Aunque, insisto, las cuestiones transversales sean las más importantes (o como poco se sitúen al mismo nivel que el resto de contenidos):
“Si bien cuanto más conocimiento aprenda mi alumnado, mejor; más libre es, siempre que lo aprenda de manera relevante y no desde una visión bancaria (Freire, 1970). El conocimiento más urgente es el que está en las cuestiones transversales, ya que se corresponde de forma directa con los fines educativos recogidos en todas las leyes.” (Fernández Navas, 2024)
Acepto pulpo como animal de compañía
Aun así, dejando de lado todas estas reflexiones que me parece importante hacer, aceptando el malmenorismo que suponen los preceptos que establecen estos discursos sobre la inclusión, sigo viendo enormes lagunas. Trato de explicarme en un par de ideas:
En primer lugar, está lo de siempre, lo que ya se ha repetido hasta la saciedad: los derechos no pueden ser opcionales ni negociables porque, si no, no serían derechos. Además, la educación no es un derecho cualquiera, sino uno de rango superior dentro del ordenamiento jurídico, reconocido como un derecho fundamental. Esto implica que está especialmente protegido y que cualquier ley o disposición que lo desarrolle debe respetar su núcleo esencial.
Por lo tanto, lo que debería hacer el colectivo docente, como profesionales de la educación, no es decidir quién es «merecedor de esos derechos», sino exigir los recursos necesarios para llevarlos a cabo. Aquí es necesario recordar que el derecho es a una educación inclusiva, no solo a la educación. Pero, si empezamos a colocar el debate sobre situaciones que podrían justificar el no cumplimiento de un derecho, creamos la idea de que ese derecho es opcional, de que depende de que pueda ofrecerse. Esto, en un panorama en el que hay gente abiertamente contraria a la inclusión, me parece tremendamente perjudicial. Y no solo lo estamos viendo en educación, sino también en el tema de la vivienda y los debates y las diferentes posturas que se están planteando.
Debatir sobre la «aplicabilidad» de un derecho en función de las dificultades prácticas abre, a mi juicio, una puerta peligrosa que podría ser utilizada para justificar exclusiones cada vez mayores, especialmente —insisto— en un contexto donde ya hay resistencia a la inclusión. Proponer alternativas segregadoras como «solución» es, en el fondo, perpetuar un sistema que no invierte en garantizar los derechos básicos.
Es indisociable, por lo tanto, la lucha para obtener los recursos materiales y humanos para poder llevar a cabo una educación inclusiva de la lucha por una educación inclusiva. De ahí que no entienda la resignación y el planteamiento de vías segregadoras “como alternativa” ante la falta de recursos. A esto habría que sumarle que, si bien, como repiten sistemáticamente estos discursos, la educación inclusiva no es solo incluir a todo el alumnado en los centros ordinarios, conviene señalar que sí pasa necesariamente por ello.
En segundo lugar, hay otra cuestión, y es que creo que el criterio es a la inversa. Si se plantean vías alternativas, si hay que hacer un triaje (como en urgencias) porque no hay recursos para todos y todas —ya he dicho que esto debería ser inaceptable—, ¿lo normal no sería priorizar a los que vienen en situación más grave, más vulnerable? ¿Cómo se explica que lo que se plantee sea priorizar a los que vienen más favorecidos de casa?
A mí me da que este triaje de criterio invertido tiene que ver más con una situación que, personalmente, puedo entender: la enorme dificultad para hacer nuestro trabajo en situaciones de absoluto desbordamiento. Pero, racional, emocional, legal y profesionalmente, me parece que está fuera de lugar. Si hubiera que elegir —que ya es nefasto esto—, deberíamos priorizar a aquellos y aquellas que más necesitan la educación pública, no a los que menos. Y el derecho, insisto, es a una educación inclusiva, no diferenciada.
Además, me despierta otras dudas: ¿en un centro específico sí puede estar alumnado diverso y no importa la disrupción que genere en sus compañeros y compañeras? ¿No será que lo que no se dice es que “allí no importa”?
Conclusiones
Dicho todo esto, si hay que ir a quemar contenedores para pedir recursos, contad conmigo, sin peros.
Quizás nos iría mejor si abandonáramos esta pelea del último contra el penúltimo (una buena amiga siempre me recuerda “que hay que mirar pa’rriba”), que es justo el motivo por el que este discurso permanente y continuado no deja de resultarme llamativo. Entre otras cosas, porque choca con un profesorado profundamente despolitizado y escasamente movilizado, defensor de una educación sin ideología, neutral y objetiva (como si esto fuera humanamente posible), cuya preocupación educativa está más centrada en los mecanismos del procesamiento de la información de su alumnado a nivel individual que en los mecanismos sociológicos colectivos en los que se enmarca.
En todo este contexto, me suena muy raro que se piense en profunda clave marxista para explicar que la inclusión no es posible si no existe dotación de recursos, pero luego el comportamiento sea tremendamente “neoliberal” para llevar a cabo acciones de protesta, para hacer huelga o, en definitiva, para luchar por esas mismas condiciones.
Si a esto, además, le sumamos que rápidamente en estos discursos sigue la presentación de la necesidad de la separación y la segregación del alumnado, ¿no será que todo este discurso tiene mucho más que ver con lo que no se dice (pero es evidente si rascamos un poco) que con lo que se dice?
Referencias
Fernández Navas, M. (2024). Una asignatura para todo. El Diario de la Educación. Recuperado de: https://eldiariodelaeducacion.com/2024/11/08/una-asignatura-para-todo/
1 comentario
Comparto el sentido del artículo. Mi aportación es que la inclusión educativa nos la jugamos fuera de aula en el marco de la propia escuela. Quizás pecamos de cierto «aulocentrismo»/Profesor.
Un saludo