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Lo he dicho en numerosas ocasiones, la educación es un campo extraordinariamente particular dado que cualquier alumno o alumna llega a la formación inicial de docentes con, al menos, un recorrido de 6 horas al día, 5 días a la semana, casi 18 años completos.
Esta enorme cantidad de experiencia acumulada genera un imaginario muy potente sobre todas las cuestiones que rodean a la escuela: ¿qué es educar? ¿cuál es el rol del alumnado? Del profesorado ¿qué es posible o no es posible hacer en un aula?, … y un largo etcétera.
Pero, además esta casuística no queda solo en la mente del alumnado, sino que queda en el imaginario social ya que, a diferencia de otras profesiones, todos y todas hemos sido alumnos y alumnas durante, al menos, ese tiempo (en muchos casos más si se continúan los estudios universitarios). Por ejemplo, yo puedo tener una experiencia amplia y acumulada sobre medicina por mi situación concreta, pero no es una experiencia extensible al resto de la sociedad. En el caso de la educación sí lo es mayoritariamente.
Es por esto que como decíamos, el imaginario social sobre lo que es y debe ser la educación y lo que es y no es posible en un aula, la forma adecuada de trabajar en ella, … y todos los temas que ocupan al estudio educativo forman parte de un imaginario tremendamente compartido que determina “el sentido común” en educación.
Esto sería fantástico, si no fuera porque es un imaginario que está mal. Representa en muchas ocasiones lo que no debería ser la escuela y, lo más importante, nos impide cuestionar muchas cosas porque forman parte de “lo normal”, esta experiencia muchas veces nos impide pensar más allá de ella, nos impide imaginar otra escuela sin los corchetes que nos atenazan a través de ese marco de pensamiento. Como aquellos burros con anteojeras, nos resulta tremendamente difícil a todos y todas mirar hacia otro lado que no sea el que determina lo que concebimos como normal, sensato, … de “sentido común” en lo referente a la educación.
Creo que, a partir de aquí, se entienden muchas cosas: la resistencia a desaparecer determinadas prácticas obsoletas, la dificultad para que una ley (cualquier ley) cambie la práctica docente, discursos sociales que están en contra de lo que la investigación nos dice que debería ser la educación, discursos profesionales que también lo están, … Porque al estar determinados por ese “sentido común” forman parte de una cuestión de identidad, no racional.
Es por esto que en multitud de temas educativos da igual que se esgriman montones de estudios e investigaciones, será muy difícil que se produzca un cambio de opinión porque esta, es una cuestión identitaria. Me hice eco de esto en un artículo en este mismo diario sobre negacionismo en educación.
Esta concepción compartida de lo que es educar, tiene para mí, algo que es fundamental analizar: es una concepción fundamentalmente disciplinar que pone el acento en la responsabilidad del alumno para estudiar y en el papel del profesorado como “transmisor de conocimientos”. Dejando de lado que lo que nos dice la ciencia es que lo que se transmite es la información, mientras que el conocimiento es una construcción individual que el sujeto hace con esa información y su experiencia y significados acumulados, esta concepción del rol docente como “transmisor de conocimientos” explica igualmente, muchas cosas.
En primer lugar, convierte la docencia en un acto de una simpleza total, una cuestión meramente técnica en el peor sentido de la palabra, algo que, siguiendo una serie de pasos concretos, cualquier puede hacer, siempre que sea “experto o experta en la materia”
Existe una secuencia inalterable de pasos con los que llegar a buen puerto a la hora de educar. Por lo tanto, es en mantener estos pasos de lo que hay que preocuparse. En primer lugar, hállese qué sabe el alumnado, en segundo lugar, désele lo que necesita saber y en tercero, compruébese que lo ha aprendido y si no lo ha hecho, ‘refuerzo’”.
En este sentido, recuerdo una ocasión en la que, impartiendo clases en el grado de magisterio, analizábamos libros de texto para ver si “realmente eran tan malos como se decía” y después de haberlos analizado por grupos, rellenado fichas, debatido en pequeños grupos… cuando llegó el momento del debate en gran grupo, cuando planteé si entonces era sensato usarlos, una alumna levantó la mano y me respondió:
– Hombre, están fatal por todo lo que hemos comentado, algunos una barbaridad… pero es verdad que cuando sales de magisterio y te enfrentas a una clase por primear vez, pueden estar bien para empezar.
Entonces le pregunté:
– Si eso es así ¿para qué te has pasado cuatro años estudiando aquí? Y ¿qué te diferencia como profesional del carnicero de mi barrio (con todos mis respetos) si él puede hacer lo mismo que tú, siguiendo el libro?
Esto no solo deja en muy mal lugar el trabajo que hacemos en las facultades (con razón), sino que, además, ilustra cómo la idea del rol docente como “transmisor de conocimientos” a través de una secuencia de pasos estándar que viene a ser: explica lo que viene en el libro, manda ejercicios y tarea para casa y luego comprueba que lo han aprendido a través de un examen, está profundamente inoculado en la mentalidad de la sociedad, así como la resistencia al cambio de estas ideas inoculadas, incluso para gente que está en contacto con otro tipo de significados sobre el tema y con ganas de repensar su experiencia, como es el caso de los y las estudiantes de educación.
A todo esto, súmale el daño que hacen determinadas perspectivas psicológicas sobre cómo funciona el aprendizaje, especialmente aquellas muy vinculadas a la famosa “metáfora computacional” en la que nuestro cerebro funciona como un ordenador, donde la CPU sería la inteligencia, la memoria de trabajo la RAM y la memoria a largo plazo el disco duro. Perspectivas a las que se le olvida mencionar sistemáticamente, que los ordenadores son producto del cerebro humano y no al revés (es decir no tendrían por qué funcionar igual), y que son UNA perspectiva de cómo funciona el cerebro y no exenta de críticas precisamente (Bruner, 1991; Searle, 1980).
El daño de estas perspectivas radica en que amplifican este rol docente centrado en la “transmisión de conocimiento” que tenemos inoculado en nuestro “sentido común” ya que ubican el problema del aprendizaje en una cuestión de eliminar ruidos en la transmisión y conseguir la atención del alumnado. Es el viejo esquema que todo conocemos de Shannon y Weaver (1948).
Es por esto que, estas perspectivas, nos son fácilmente asumibles, porque son de “sentido común” y lo son, porque nos resuenan con nuestra experiencia.
Esto se agrava cuando, además, determinan desde dónde se realizan algunas investigaciones, así como la formulación de los problemas de estudio. Como vemos, terriblemente complejo todo, de ahí que las simplificaciones en educación siempre resulten tramposas e interesadas.
Y es desde esta concepción de la escuela, desde la que podemos entender, ahora sí, muchas de las barbaridades que experimentamos con nuestros hijos e hijas o que vemos en los debates en Twitter y en el que participa activamente profesorado en ejercicio
Así se entiende que salir al baño o beber agua en clase puedan ser un problema educativo: distraen y crean ruido que impide la “transmisión de conocimiento”. Concebir que el aula pueda ser un espacio autónomo de trabajo en torno a temas de investigación guiados y planificados por el docente es, como decíamos en otro artículo para este mismo diario, “culturalmente impensable”.
Aquí merece especial atención la idea esgrimida por algunos del “derecho a aprender” de los que no hacen ruido ya que sólo cobra sentido en una idea de escuela muy concreta, nadie diría, por ejemplo, en el cine, que, porque la gente se levante al baño, impide nuestro derecho a ver la película. Pero en la idea de escuela de nuestro sentido común impide la “transmisión de conocimiento”.
Esto también da lugar al otro extremo, los que entiende educar como “llamar la atención a cualquier precio” llegando a las prácticas más esperpénticas y sin sentido (recuerdo algún vídeo de Tik Tok). Es frecuente escuchar:
– Eso está muy bien porque les llama la atención.
Reconozco que siempre pienso, entrar al aula haciendo el pino también, pero eso no lo hace educativo.
Desde esta concepción de la escuela se entiende el odio visceral que despiertan en algunos las pantallas: porque distraen muchísimo y que estén atentos es fundamental para la transmisión.
El problema de las pantallas no son ellas en sí mismas, sino que representan un obstáculo para la idea de educación más extendida: unos niños sentados, un profe transmitiendo y ellos “recepcionando” esa transmisión con el menor “ruido” posible.
En esa ecuación las pantallas son el principal enemigo porque distraen muy bien al alumnado. Pero si cambiamos el modelo y pensamos en un aula con grupos de alumnos y alumnas investigando por grupos, buscando y analizando información, montando presentaciones, vídeos y documentos para exponer sus ideas fruto de la investigación, usando las redes sociales para contactar con expertos y expertas a los que entrevistar para sus temas de estudio y/o para difundir sus conclusiones… resulta que, en este panorama, las pantallas son imprescindibles y una herramienta fantástica.
Solo desde esta perspectiva de la educación de la que hablamos, se entiende la obsesión por datos, PISAS y demás pruebas diagnósticas, … porque la idea de la educación es de acumulación de informaciones y da igual que estas estén conectadas, desconectadas, que se usen, que no se usen,… es la visión intelectual más clasista de lo que educar significa, la educación bancaria (Freire, 1975) en todo su esplendor y cuando más tengas ahorrado mejor.
Tal es la concepción “bancaria” de la educación, en que el único margen de acción que se ofrece a los educandos es el de recibir los depósitos, guardarlos y archivarlos. Margen que solo les permite ser coleccionistas o fichadores de cosas que archivan (p.51)
Así entendemos también otras muchas cosas, el odio visceral que despierta cuando algún docente plantea ¿cuál es el sentido de enseñar sintaxis? o la petición sin pudor de algunos de que se rebaje la edad obligatoria de la educación porque “hay alumnado que no quiere estudiar y estorba a los que sí” (aquí parece que el derecho individual es muy importante, mientras que para ir al baño lo es menos), la queja del nivel (cuyo punto álgido siempre es en la edad en la que estudió la persona que comenta), la cultura del esfuerzo que siempre se anda perdiendo, la pedagogía, neopedagogía o pedagogismo que sobra siempre, tenga el nombre que tenga, porque sólo dicen magufadas y cosas pseudocientíficas (y porque en el fondo lo que importa es saber mucho de la materia y lo demás da igual aunque les dé pudor, todavía, decirlo públicamente) y que la reclamación estrella del profesorado sea la ya famosa “bajada de ratio” (con la cual estoy plenamente a favor, pero no por muchos de los motivos que hay detrás de algunos planteamientos) porque es más efectivo asegurar la “transmisión de conocimientos” a unos pocos que a muchos a la vez.
Es de recibo destacar que esta perspectiva de la educación que resuena con nuestra experiencia como alumnado, también se amplifica con las leyes educativas. En las que en sus preámbulos podemos leer cosas magníficas y sensatas, pero que luego, en su desarrollo vuelven a la ingeniería curricular como fórmula permanente: diseccionemos qué queremos enseñar al alumnado de forma pormenorizada y aséptica, cómo vamos a hacerlo y luego cómo vamos a comprobarlo. El mismo esquema de nuestra experiencia como alumnado, independientemente de que ahora, estemos con competencias. Cambian lenguajes, pero las prácticas suelen ser las mismas (Gimeno, 2008).
Se habla mucho y con nostalgia de la EGB, de la que sobra decir que fue una muy buena ley para su momento, pero en la que, a los que enarbolan esta bandera de la nostalgia, se les olvida decir sistemáticamente que los cambios que la EGB plasmó en las prácticas de aula tienen mucho más que ver con que el profesorado de entonces sentía como propia la necesidad de cambiar estas prácticas de aula que con la propia reforma.
Llevamos años, desde los Movimientos de Renovación pedagógica (MRP) e, incluso antes, tratando de extender prácticas en los márgenes que conformen otro imaginario colectivo de lo que es educar, algo alejado de la imagen de “fábrica de niños” “fábrica de mentes” sin conseguirlo…

Le leí una vez a mi amigo Miguel Sola que este mundo nuestro de la educación era tan irracional que igual una situación, a priori complicada, servía para transformarlo… igual las pantallas (que por mucho que alguno se empeñe han venido para quedarse porque “no se le pueden poner puertas al campo”) consiguen al final lo que ni pedagogos, escuelas con prácticas alternativas, MR… han conseguido: destruir esta imagen estándar y nefasta de lo que es una clase en el “sentido común” de la sociedad.
A ver si hay suerte, aunque lo dudo, al final la lógica escolar fagocita cualquier idea nueva que aparece, introduciéndola en su manera de funcionar. Igual que hace el capitalismo cuando vende camisetas del Che Guevara.
Referencias
Bruner, J. (1991). Actos de significado. Más allá de la revolución cognitiva. Alianza editorial.
Freire, P. (1975). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI
Gimeno Sacristán, J. (2008). Educar por competencias ¿Qué hay de nuevo? Morata.
Searle, J. (1980) ‘Minds, Brains and Programs’, Behavioral and Brain Sciences, 3: 417–57. Recuperado de: https://web-archive.southampton.ac.uk/cogprints.org/7150/1/10.1.1.83.5248.pdf
Shannon, C. y Weaver, W. (1948). The Mathematical Theory of Communication. Urbana