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Terminaba mi columna anterior con una serie de preguntas y una invitación a cuestionar y revisar las normas, la legislación, las inercias…, que componen el “dispositivo” actual de la escuela. En esta última entrega del curso 2016-2018, quiero seguir dando razones sobre la necesidad de transformar profundamente la noción de conocimiento (de lo que se le suele llamar “contenido”), de tiempos, espacios, aprendizaje y evaluación que sigue imperando entre nosotros. Porque cada vez contamos con más evidencias de que el dispositivo que, sobre todo desde el siglo XVIII, posibilitó a un número considerable de personas tener acceso a unas experiencias de aprendizaje que no le podía ofrecer su entorno, hoy está claramente en entredicho. No la importancia y la necesidad de que “todas” las personas (algo que por desventura todavía no sucede) tengan la posibilidad y las condiciones para desarrollar al máximo sus capacidades y adquirir los conocimientos que les permitan comprender y participar de forma digna en el mundo actual. Sino la forma en la que seguimos organizando, de manera inercial, las instituciones encargadas de hacerlo.
Final de junio, final de curso. Una abuela que con su nieto de tres años ha ido a comprar al mercado nos comenta que estaba lleno de abuelas con sus nietos. Los medios se hacen eco de los problemas de las familias para atender a sus vástagos durante las vacaciones. Algunos (los niños y niñas con las llaves al cuello) se quedan solos en su casa. Lejos quedan los días que podíamos pasarlos en la calle sin la supervisión directa de las familias, pero sí de la comunidad -la vida ha cambiado profundamente-. Las colonias de verano, los grupos de juego, los campos de deporte, etc., para aquellos que pueden permitírselo, recogen el griterío y la sensación de “libertad”. Algunas familias se quejan del exceso de deberes que, quienes estén en condiciones da hacerlo, tendrán que vigilar y sortear los conflictos y las rebeldías. Otras lo hacen porque no les “han mandado” nada o les parece insuficiente.
La víspera de San Juan, un estudiante de doctorado comenta que cuando era más joven quemaba en la hoguera los apuntes. (Le pregunté si quemaba el “contenido”, el conocimiento o el aprendizaje, no me supo responder). En las noticias del día 24 de junio mostraron varios estudiantes (de bachillerato o universidad) quemando los suyos en una hoguera y pareciendo liberados por el gesto. Me hubiese gustado preguntarles lo mismo.
Es bien conocido el proverbio africano de que para educar a un niño una niña hace falta una tribu. Pero parece que la nuestra está desarticulada. Parece que sus componentes somos capaces de coordinarnos y frente a una ola tecnológica que, supuestamente, todo lo conecta, las instituciones educativas tradicionales: escuela, familia, entidades culturales y de ocio, parecen vivir un divorcio permanente.
Contamos cada vez con más investigaciones que aportan evidencias de que los seres humanos aprendemos a lo largo y a lo ancho de la vida. Por exceso y por defecto. Y como argumentan autores como Leonard Mlodinow (Subliminal. Cómo tu inconsciente gobierna tu comportamiento) las formas mentales inconscientes que modelan nuestra experiencia del mundo se desarrollan en y a través de nuestras experiencias personales, sociales e institucionales. Y en este momento, en un mundo sobresaturado de información, pantallas, móviles, servicios de redes sociales, ofertas de actividades varias, etc., etc., la educación formal no parece liderar el sentido del aprendizaje de los jóvenes. Se sigue buscando el título (o ni siquiera esto, si pensamos en el 18,98% de los jóvenes de entre 18 y 24 años ha dejado de estudiar al terminar la ESO -o antes, o el 18% de universitarios que, según un estudio de la CRUE, abandonó la carrera en 2014-2015). Sin embargo, sigue creciendo la sensación, entre todos los niveles de la población, de la distancia entre sus intereses, necesidades y experiencias del “mundo real” y lo que se les ofrece y exige en la educación formal. La frase que nos regaló Sergio en una investigación sobre el aprendizaje del alumnado dentro y fuera del instituto, resuena como una invitación a repensar de forma amplia y profunda la organización y el sentido de la escuela: “Atiendo en clase, estudio para el examen, contesto las preguntas y apruebo, pero a las dos semanas soy incapaz de recordar lo que estudié”. Y no están los tiempos para olvidar todo, solo aquello que nos impida seguir aprendiendo.
De aquí mi invitación, una vez más, a repensar la metáfora organizativa de las instituciones educativas. La gobierna nuestro comportamiento de manera subliminal. La que ha creado estructuras y relaciones de poder que parecen inquebrantables. La que convierte el saber en hechos y conceptos, al docente en transmisor y al estudiante en receptor, a la evaluación en “castigo” final y a los centros en compartimentos alejados entre sí y del resto de la sociedad. Un repensar que no consista en quitar “materia” de aquí o de allá, en introducir más TIC o TAC, en integrar más o menos el currículo actual, sino en convertir las instituciones educativas en el nodo principal de la red de contextos de aprendizaje en la que estamos inmersos. Que esto es difícil, que parece imposible, sí. Pero como ya nos decía Lucio Anneo Séneca, en el siglo IV antes de la era común: “No nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas”. Que esto parece muy duro ahora que podemos comenzar a disfrutar de las vacaciones, sí. Pero como proponía en una entrega anterior, convirtamos este deber en placer, siguiendo el consejo atribuido a Samuel Becket: “Baila primero. Piensa después. Es el orden natural”. Aprovechemos el verano para bailar, olvidemos todo lo que nos impide aprender y volvamos llenos de ideas para mejorar aquello que nos apasiona: la educación.