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Lo saben bien las familias con hijos o hijas en edad escolar. Lo sabemos bien, mal que nos pese, quienes estamos a pie de aula. A estas alturas de curso, chicas y chicos no hacen otra cosa que memorizar, reproducir y olvidar. Su semana es una interminable sucesión de exámenes. Sus tardes, un enfebrecido afán por escanear mentalmente hojas y hojas de apuntes. Nos lo dicen cada vez que queremos escucharlos: «Así no aprendemos». Pero pasan los años y las rutinas permanecen. Podremos aducir que hay interesantes proyectos en marcha, docentes que se afanan por impulsar otras formas de aprender y de evaluar, centros inmersos en procesos de transformación. Pero no nos engañemos: son minoría; son la excepción.
¿Falta de voluntad, de formación, de convicción? Quizá en algunos casos. Pero seamos justos. Son muchos años ya ejerciendo la docencia y puedo asegurar que, con mayor dosis de acierto o desacierto, de tacto o de torpeza, la mayoría de mis colegas se desvive porque su alumnado aprenda, porque prenda en chicas y chicos el interés por la materia objeto de estudio. Y, sin embargo… «Voy fatal», «No me da tiempo», «Estoy desbordada». «Ya me gustaría – embarcarme en un proyecto, participar de tal salida, dar espacio al imprevisto debate surgido en el aula-, pero voy muy atrasado».
¿A qué se debe, por tanto, este empecinamiento en unas rutinas que a menudo no acarrean sino frustración y tedio, angustia y desaliento? Cualquier docente tendrá ya presta la respuesta: «Falta de tiempo»; «la presión del programa»; «la maldita Selectividad». Pero el tiempo escolar es (casi) infinito. El currículo no es una Verdad Revelada. La Selectividad… ¿qué es las más de las veces sino la ocurrencia o el capricho del coordinador de turno, el tributo anual a la incuestionada tradición?
En otras ocasiones hemos hecho desde estas mismas páginas un llamamiento a la rebeldía. Pero es verdad que no siempre es fácil caminar a contracorriente. Por eso sobrecoge que en tiempos de pretendido debate -de acallado debate- en torno a un pacto educativo, del currículo apenas se hable. Otras cuestiones llenarán la agenda política y los titulares mediáticos. En el último minuto, y ya a contrarreloj, determinados grupos de presión impondrán qué materias deben estar -la Religión Católica, la Educación Financiera, la Defensa Nacional- y cuáles deben quedarse fuera -la Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos, tal vez-. No habrá apenas discusión acerca de otras maneras de concebir el currículo y su proyección en las aulas y, asignaturizado ya cada curso escolar -ocho, diez, doce materias por año, qué disparate- se encargará de su desarrollo ya en el tiempo de descuento a unos cuantos expertos cuyo nombre ni siquiera saldrá a la luz.
Expertos que a buen seguro trabajarán de espaldas unos a otros -luego la ley hablará de la necesidad de trabajar en equipo y de los enfoques globalizados e interdisciplinares- y se llenarán páginas y páginas con infinitos estándares de aprendizaje porque todo ha de ser medido y computado. Como no habrá tiempo para el debate acabará consignándose lo mismo de siempre. Todo lo más, y en inevitable concesión a los tiempos modernos, un nuevo epígrafe: alguna referencia a las mujeres o al medio ambiente; una simple nota a pie de página reveladora de la eterna disociación entre los pomposos preámbulos y el enciclopedismo decimonónico de los currículos. Porque la mayor preocupación será que nadie se sorprenda y mucho menos las editoriales de libros de texto. «Lo mismo de siempre. Bien».
Cuánto echamos de menos la constitución desde ya de equipos de trabajo integrados por investigadores universitarios y maestras y maestros de las diferentes etapas educativas dispuestos a revisar, desde las diferentes coordenadas implicadas (las necesidades formativas de niñas y niños, adolescentes y jóvenes; los fines del sistema educativo; los principales problemas del mundo en que vivimos; los saberes de referencia y las respectivas didácticas) qué aspectos del currículo se han quedado obsoletos y cuáles hay que salvaguardar; qué metodologías son acertadas y cuáles perfectamente estériles; qué procedimientos de evaluación pueden ayudar a diagnosticar obstáculos en el aprendizaje y qué estrategias -y qué recursos- hacen falta para poder superarlos.
Y echamos de menos, también, que ese debate traspase los círculos de los iniciados y se traduzca en un vivo y necesario debate ciudadano. Porque si no, y entre tanto, en el imaginario social seguirá fijado a sangre y fuego que aprender es memorizar, que evaluar es examinar y que quien fracasa es porque no estudió lo suficiente. Lo mismo de siempre, claro.
Guadalupe Jover. Profesora de Educación Secundaria.