En las últimas semanas se ha hecho público un valioso informe del grupo Studia XXI, de la Fundación Europea Sociedad y Educación, con el título de Demografía universitaria española, que analiza la dimensión, estructura y evolución del profesorado de las universidades públicas españolas entre 2008 y 2015. Se trata, como puede fácilmente apreciarse, de los años de la crisis, en los cuales las universidades públicas han sufrido el efecto de la aplicación de unas tasas de reposición que solo recientemente han alcanzado el 100%, tras varios años en que se situaban por debajo. Además, han aumentado las limitaciones para contratar nuevo profesorado temporal, lo que ha venido a agudizar la situación de carencia que ya se venía viviendo con anterioridad.
Los datos que arroja el informe son concluyentes. En primer lugar, las plantillas de personal docente e investigador (PDI) de las universidades públicas se han reducido en estos años en términos absolutos. Entre 2008 y 2015 han disminuido en 3.367 personas, lo que representa un 3,43% del total. Si se consideran valores equivalentes a tiempo completo, la disminución se sitúa en 2.022 puestos, lo que representa un 2,39% del total. Esta discrepancia de cifras se explica por otra evolución paralela, que consiste en la disminución relativa del profesorado a tiempo parcial en relación con la situación anterior. En efecto, dicha disminución se ha producido porque un número notable de profesores contratados a tiempo parcial (más de 2.400) han pasado a tener dedicación completa, al tiempo que se han incorporado unos 2.000 nuevos profesores contratados doctores (si bien la situación ha variado de una universidad a otra, especialmente en relación con la contratación de profesores asociados). Por cierto, conviene señalar que la reducción de PDI ha sido porcentualmente menor que en otros sectores productivos y que en el conjunto de la administración pública, lo que obliga a matizar posibles conclusiones apresuradas.
En segundo lugar, la consideración global de dichos cambios demográficos puede esconder una realidad subyacente, pues ese fenómeno se compone de otros dos de distinto signo: una disminución notable del profesorado funcionario y un aumento moderado del profesorado contratado (la cifra de 3.367 PDI antes mencionada se descompone en 5.304 funcionarios menos y 1.940 contratados más). Esto ha tenido además un efecto colateral, que se refiere al incumplimiento creciente de las disposiciones que obligan a las universidades públicas a contar con un máximo del 49% de PDI contratado y del 40% de profesorado con vinculación temporal. Si en 2008 eran nueve las universidades públicas que incumplían la primera disposición, en 2015 la cifra se había duplicado. Y en 2014 eran 26 las que superaban la segunda disposición.
En tercer lugar, resulta inevitable que, en esas condiciones, la plantilla se haya envejecido. Si el aumento de la edad media no ha sido mayor, solo se ha debido a la jubilación de un buen número de profesores, muy mayoritariamente funcionarios. Así, mientras que en 2008 la edad media del PDI funcionario era de 49,55 años, en 2014 había aumentado hasta los 52,99. Aunque menos acusado, también se produjo un envejecimiento del PDI contratado, que pasó de una edad media de 42,49 años a 45,24. Además, en ese periodo había disminuido drásticamente la proporción de PDI funcionario menor de 40 años, pero también del PDI contratado de esas edades, lo que resulta más preocupante.
En consecuencia, las universidades públicas españolas contaban en 2015 con menos profesores y de mayor edad que en 2008. Al mismo tiempo, había cambiado la composición del PDI, con una mayor proporción de contratados que en el pasado cercano. Sin ser angustiosa la situación, hacía más difícil su funcionamiento en buenas condiciones.
No obstante, el informe también pone de manifiesto que esa tendencia no ha sido únicamente resultado de la crisis económica y las decisiones que ha llevado aparejadas, sino que se trata de un proceso sostenido al menos desde los años iniciales del siglo. Dicho de otro modo, no es un proceso demográfico explicable solamente por la crisis, sino que tiene un componente propiamente universitario. Y es aquí donde merece la pena poner la atención, si queremos encontrarle alguna solución razonable.
En efecto, lo que esta apreciación nos está indicando es que hay algún problema con el modo en que las universidades construyen y desarrollan sus políticas de profesorado. Es evidente que hay cosas que mejorar en este aspecto. La más importante consiste en la necesidad de incorporar a un PDI más joven y de fomentar su promoción en plazos menos prolongados que en la actualidad. No resulta razonable que muchos de los ayudantes doctores que se incorporan superen los cuarenta años de edad. Eso incide en que se impide un adecuado relevo generacional y también en que el acceso a los escalones superiores de la carrera académica se produzca muy tardíamente, en fases vitales inadecuadas.
Pero, si las universidades tienen una parte indudable de responsabilidad en este tipo de decisiones, hay otras que no es justo achacárselas. Es el caso de las limitaciones impuestas por las autoridades fiscales (¡no las educativas!) para contratar a personal en formación predoctoral o doctoral, limitaciones que tan negativamente inciden en el desequilibrio de las plantillas. O lo es también la rígida regulación de las categorías docentes y su composición. En última instancia, ligando esto con lo que he planteado en otras columnas anteriores, la limitada autonomía concedida a las universidades impide que puedan buscar soluciones a este tipo de problemas y diseñar sus propias políticas de profesorado.