Por mucho que nuestro discurso esté adornado de tantas buenas intenciones, en la práctica generalizada, la evaluación sirve como un mecanismo de poder, de control, de venganza, de susto, de amenaza. Las pruebas, los momentos y los recursos evaluativos son las principales herramientas para poder ejercer el poder más terrorífico que se puede sentir dentro de un aula. Mediante la amenaza de los resultados (y sus consecuencias), el acto evaluativo se convierte en un acto punitivo, es el momento cumbre para quien, sediento de poder, pueda ser el protagonista y demostrar su fuerza.
La evaluación, en cualquiera de sus tipologías y desde cualquiera de los enfoques que son utilizados en la práctica cotidiana, resulta siendo uno de los procesos menos educativos y más favorables a los poderes hegemónicos. El macrodiscurso de los gigantescos y poderosos organismos internacionales, apuesta, acentúa y hasta se complementa con inversiones millonarias en el logro de competencias y alcance de estándares o resultados predefinidos por ellos (PISA, por ejemplo). Desde esa ecología política e institucional, la evaluación ya empieza a estar marcada por intereses que no necesariamente están en la línea del desarrollo integral, de la vida plena, de las inquietudes y reivindicaciones personales y colectivas.
Ese macrodiscurso se alimenta, se enriquece, se hace vida en las prácticas cotidianas de profesoras y profesores que asumen que la evaluación es la herramienta de castigo, de “poner las cosas en su lugar”, de “dar su merecido”, “de ejercer el premio o el castigo que cada quien merece”. O sea, no hace falta que las estructuras supranacionales nos indiquen que la evaluación tiene que ser así porque, en la práctica, con valores, actitudes, actos y recursos de corte punitivo, controlador o basado en la medición, ya estamos en sintonía. Aunque ello niegue a la educación su sentido liberador.
No debe negarse la necesidad imperiosa de descubrir cuánto o qué se sabe o no se sabe, pero también que se revelen, con criticidad y autocriticidad, los porqués de esos escenarios. Claro que necesitamos que la evaluación nos aporte datos sobre la vivencia pasada. Pero más que ser un acto hacia atrás, la evaluación debe ayudarnos a ver hacia adelante. Es decir, la evaluación como instrumento para aprender, no exclusivamente para revelar lo que se sabe o no.
La evaluación como mecanismo de aprendizaje es aquella en la que se contrasta lo aprendido con las nuevas situaciones, lo cual permite re-aprender u otorgar un nuevo significado a lo aprendido, pero desde el goce de dialogar, de descubrir, de permitir las revelaciones, los descubrimientos. Se aprende en la evaluación cuando ayuda a tener miradas hacia lo aprendido anteriormente, pero colocándolo en el escenario de la vida presente y personal. Cuando el momento no es para enjuiciar al estudiante, sino para que siga descubriendo y continúe sus aprendizajes.
Me emociona muchísimo un procedimiento de evaluación (que denomino DERA: diálogos evaluativos para el reaprendizaje) en el cual, en las últimas semanas del curso, dedico a conversar con pequeños grupos, acerca de grandes ejes o temas que fueron desarrollados durante el semestre. La cantidad de aprendizajes no alcanzados (muchísimo por mi propia responsabilidad docente) es impresionante, pero esos diálogos contribuyen a retomarlos y volver a descubrirlos. También me genera muchísimo aprendizaje las visiones nuevas, las aplicaciones o usos que, en el diálogo, aparecen de parte de las y los estudiantes. Viendo su reaprendizaje, se disipa mi ejercicio de poder.
He aprendido que evaluar es más un momento para volver a aprender, para desaparender, para reaprender, para gozar el aprender. Por supuesto, que eso representa una pérdida de poder docente, algo así como un “suicidio pedagógico”, pero también significa un paso más en el camino educativo de aquellas personas con las que construyo el aula.