La población infantil y juvenil es nuestra principal preocupación, nuestra prioridad. Eje y sentido de nuestro oficio como educadores. Por eso debe resultarnos angustiante lo que este mundo globalizado les impone.
Uno de los rasgos más elocuentes del escenario que vive la generación joven de hoy es su enorme adicción al consumo en todo sentido. Aquellos que no pueden, porque sus condiciones económicas se lo impiden, mantienen en su horizonte de vida esas cosas o productos que ven en los que pueden.
Consumidores de cosas, pero también de esa Cultura (con mayúscula) que nos impone una globalización neoliberal que nos hace adorar al dios del Mercado. Los avengers terminan siendo más importantes y de mayor conocimiento que cualquier personaje, pasado o actual, con incidencia en la lucha por la transformación de la realidad. La cultura es ese instrumento fundamental para que nuestro mundo se convierta en una masa homogenizada de pensamientos, visiones y modos de ser que son más útiles para los ejes de poder.
En todo esto la escuela tiene un papel crucial. Es allí donde se reproduce ese mundo impuesto, ese imaginario que adormece y enajena. Representa la herramienta fundamental para la construcción cultural. Por ello tiene mucha responsabilidad en el escenario actual en el cual la cultura juega un papel reproductor de los intereses económicos en el planeta, empezando por la imposición de una pretendida Cultura que destruye las culturas originarias.
Afirma Hervé Juvin: “La crisis en la que nos ha introducido el sistema de mercado es una crisis de cultura, dado que es una crisis de la relación con lo real, del juicio y la inteligibilidad del mundo. (…) El problema no es tanto la uniformación de todas las culturas en el seno de la cultura-mundo como la ignorancia convertida en cultura. Es conveniente y útil no comprender; comprender es empezar a desobedecer” (El Occidente globalizado, 106, 144).
Los jóvenes de hoy son los principales consumidores de esa Cultura que tiende a deformar la realidad, que tiende a afectar nuestras capacidades de comprensión del mundo. No es solo el móvil que se compra y desecha, sino el conjunto de hábitos y actitudes que se interiorizan sobre las cosas. Sobre el consumo en sí mismo.
El gran desafío es que la educación se convierta en el puente de un consumismo ciego y salvaje a un compromiso político por la realidad cercana y mundial. Es decir, que la educación asuma el riesgo de ser el camino para que la juventud encare su tarea política por la transformación del mundo. Pasar de consumidores a sujetos políticos, ¡semejante desafío!
No es fácil porque todo empieza con que las y los jóvenes constaten, en carne propia, las realidades que excluyen y generan sufrimiento. Que la indignación sustituya a su fascinación mediática o visual. Que dejen de admirar a los héroes futbolísticos o de Holywood y vuelquen su interés por las mujeres y hombres anónimos que luchan contra todo -incluida la misma oferta cultural-, y que están en sus realidades denunciando, levantando la voz, organizándose, buscando cambiar estructuras y sistemas. Las auténticas heroínas y héroes de este mundo tan inundado de falsos superhéroes.
Para que la educación contribuya al paso de consumidores a sujetos políticos, es necesario que el adulto que educa escuche, busque, se interese, sea curioso por la realidad estructural, que propicie diálogos permanentes, que sea creativo para la construcción de herramientas y estrategias de comprensión profunda de la realidad. Que esas iniciativas personales de educadores comprometidos con la transformación alcancen el nivel de iniciativas institucionales, de abajo arriba, desde adentro. (Aunque, por supuesto, la bidireccionalidad en esto es necesaria).
Se precisa, en otras palabras, que quienes ejercemos el oficio de educar, nos eduquemos hacia la comprensión del mundo y seamos testimonio de verdaderos sujetos políticos. Que a los miles de sustantivos con los que enseñamos, le incorporemos muchos verbos.