El momento que vivimos, en la Gran Recesión a la que no se ve un claro final y tras varios años de recortes presupuestarios, contribuye a concentrar el debate público en una obsesión simplificadora por los recursos o, más exactamente, con el gasto público. Este es, indudablemente, parte del problema o de la falta de soluciones. Su medida más convencional, el gasto público en educación como porcentaje del producto interior bruto del país, estaba en 2011 (último año con datos comparables de Eurostat) para España en el 4.82, por debajo del 5.25 de la Unión Europea de los 28 y del 5.15 de la zona euro. Si se acumula el gasto público y privado, como hace la OCDE para el mismo año, el porcentaje sobre el PIB en España alcanzaría el 5.5, por debajo del 6.1 de la OCDE y el 5.8 de la UE21 (por encima, sin embargo, del 5.1 de Alemania y Japón y el 4.6 de Italia).
Pero el gasto total no solo depende de cuánto se gasta por alumno sino también del número de estos, y por tanto de la tasa de natalidad, baja en España, y la estructura demográfica, comparativamente envejecida. Un indicador que tiene en cuenta esto es el gasto por alumno como porcentaje del PIB per cápita, que en 2011 era en España del 27.5%, frente al 26.9 en la UE28 (Eurostat), quedando el país algo mejor que la media. Este indicador acumula gasto público y privado, por lo que el paso de la desventaja a la ventaja se explica también por el esfuerzo de las familias, no del Estado. La relación gasto público/privado es 4.7/0.8 en España, más favorable que en la OCDE, 4.8/1.5, pero menos que en la UE21, 5.3/0.5, por la especificidad del modelo de bienestar europeo.
Es importante tener en cuenta esta diversidad de indicadores, y otros que no cabe tratar aquí, frente a la simplificación de la relación gasto público/PIB. Si se trata de ver lo que la institución logra con los recursos que recibe, por ejemplo, importa muy poco que estos sean de origen público, privado o celestial, pues el dinero es fungible, non olet. Si se quiere evaluar el trato económico que se da a los titulares del derecho, los alumnos, hay que tener en cuenta su número, por lo que tampoco basta la relación gasto/PIB. No obstante, este indicador, el más popular, sirve en parte para valorar tanto el esfuerzo público (en particular el esfuerzo presupuestario) en general como las políticas de gobierno en particular, sobre todo a través de su evolución.
La recesión ha hecho, según la OCDE, que entre 2010 y 2012 el gasto educativo total descienda en más de un tercio de los países miembros, pero España es, además, uno de los cinco únicos en que lo ha hecho un 5% o más (con base 2008=100 lo habría hecho de 105 en 2009 a 100 en 2011; con base 2009=100, a 96 en 2011). Medido por su relación con el PIB y según cifras del MECD, el gasto público en educación habría descendido del 4.99% en 2009 al 4.31% en 2014 (si bien es cierto que el elevado indicador de 2009 se debe más a la caída del PIB que al aumento del gasto).
A primera vista, que el descenso del PIB se traduzca en un descenso de los ingresos, y por tanto del gasto público, incluido el educativo, no puede sorprender a nadie. Pero gastar en educación no es como hacerlo, por ejemplo, en cultura o en nuevas infraestructuras. En principio el gasto educativo depende de la estructura de la población, y la escolarización es un trayecto continuado y regular, por lo cual debería poder ser un gasto estable; si un país tiene ya déficits que cubrir, como en el caso español el bajo nivel de retención tras la escolaridad obligatoria (el elevado abandono prematuro), debería tal vez aumentar; en términos prácticos es incluso algo contracíclico, pues la menor o peor oferta de empleo anima a los jóvenes a seguir estudiando (o los desanima a dejar de hacerlo). Lo que es más, toda gran crisis económica se termina resolviendo, en buena parte, con una intensificación de la innovación, lo que Schumpeter llamaba destrucción creativa, es decir, la desaparición de viejos empleos y la aparición de otros nuevos, que entrañará nuevas y seguramente mayores necesidades de cualificación del trabajo. Dicho de otro modo, la crisis no es el momento de reducir sino de aumentar la inversión educativa; sin duda es más difícil, pero los individuos, grupos o países que lo hagan saldrán con ventaja en la próxima fase, y viceversa.
¿Qué educación debe ser gratuita? En España ya lo es la obligatoria, pero incluso ahí las familias afrontan una serie de gastos necesarios (libros y materiales escolares) relevantes, sobre todo para las de menos recursos. Una política ambiciosa debería asegurar la gratuidad total de la enseñanza obligatoria, asumiendo esos gastos anejos, y extenderla al siguiente nivel en que ya se aspira a la saturación, es decir, a la Secundaria superior (Bachillerato y CFGM, hoy fuertemente subvencionados pero no gratuitos, aparte de sus propios gastos anexos), toda vez que se ha asumido el objetivo europeo de que la culmine el 85% de la población, ya elevado en numerosos países al 90%.
¿Y la Educación Infantil? Hoy es de oferta obligatoria, por tanto gratuita, la de segundo ciclo en los centros públicos, pero, en la perspectiva de un sistema público unificado, formado por centros estatales y concertados, debería ser también acogida en los conciertos. En cuanto al primer ciclo, aunque se ha hecho una propaganda que creo exagerada, con débil base empírica, sobre los efectos de la escolarización temprana en el logro escolar posterior e incluso en la trayectoria económica adulta, no cabe duda de que cumple una función social para todas las familias, que beneficia en particular a las madres, ni de que sí puede ser decisiva para la infancia socialmente más desfavorecida. El coste de asumir la gratuidad, no obstante, sería elevado, por lo que requeriría un acuerdo, asimismo, sobre cómo, dónde y de quién obtener los recursos fiscales (o sobre qué otros gastos reducir).
Cuestión distinta es la educación superior. A pesar de ser el segmento en el que los recortes (la elevación de tasas y la reducción de becas) ha producido un malestar más visible, sencillamente por su capacidad de movilización, aquí se trata de una (amplia) minoría de la población financiada con los recursos de todos, por lo que la simple gratuidad sería regresiva y cabría pensar en mecanismos blandos y condicionales de financiación individual, que eviten dejar en la cuneta a nadie sin recursos familiares pero que entrañen el compromiso de devolver a la sociedad el trato de favor recibido.
Un gasto educativo de este orden de magnitud requiere un amplio acuerdo político, que comprometa a la totalidad o a una amplia mayoría del arco parlamentario, y un mecanismo de sostenibilidad, que bien podría inspirarse en el modelo del fondo de reserva que ya existe para las pensiones.
La otra cara de un modelo sostenible es la productividad del sistema. El esfuerzo social por financiar la educación debe tener como contrapartida un esfuerzo profesional por hacer un uso más eficaz y más eficiente de los recursos encomendados. La economía de la información y la sociedad del conocimiento requieren una ciudadanía mejor educada y más cualificada, pero esto no puede basarse en el simple engorde de la escuela de siempre. Desde que existen series homogéneas del IPC (índice de precios al consumo), enero de 1993 (base=100) hasta los últimos datos de julio de 2016, el IPC general ha aumentado un 79,5%, pero el de la enseñanza lo ha hecho casi el doble, un 174%, muy por encima de la Medicina (el servicio más homologable, 46,7%), la vivienda (la burbuja, 108,3%) o la alimentación (lo más básico, 81,5%), y solo por detrás del alcohol y las bebidas alcohólicas (con fines disuasorios, 250,6%). En lo que va de esta década lo ha hecho más que cualquier otro capítulo. Existe poco acuerdo sobre cómo medir la productividad de la educación (y una fuerte oposición a que sea medida), pero siempre que se ha hecho ha resultado una tendencia claramente decreciente o, en el mejor de los casos, plana.
Lo primero que hace falta es abandonar los dogmas sobre las ratios, que deberán ser reducidas no por doquier sino solo allí donde resulte demostrablemente beneficioso; no de manera indiscriminada, como si fuera un derecho de los profesores, sino donde produzca una clara mejora para el alumno, que es el único titular de derechos a este respecto, el derecho a una educación de calidad atendiendo a la diversidad y a las necesidades especiales.
Lo segundo es prolongar la vida útil del profesorado, enterrando de una vez por todas cualquier pretensión de jubilación anticipada como la que se generalizó en las dos décadas anteriores, un injustificable privilegio gremial (abandonar el trabajo a los 60 años, incluso con los mismos ingresos) con un elevado e insostenible coste económico y de pérdida de experiencia para el sistema escolar público. Cuestión distinta es que las funciones de un docente puedan conocer modificaciones, estatutarias o voluntarias, con la edad, la antigüedad o la evolución de su salud.
La tercera es fomentar la innovación tecnológica y organizativa para elevar la productividad, desde la mera sustitución de recursos analógicos por recursos digitales (por ejemplo, los libros), pasando por la reorganización de espacios, tiempos y actividades (por ejemplo, vía la fusión de grupos sin reducción de docentes), hasta un desplazamiento parcial, también dentro del espacio y bajo la tutela de la escuela, del propio aprendizaje escolar hacia la instrucción por los pares y uso de hardware y software didácticos interactivos, algo que el nuevo entorno digital bien permite.