La violencia escolar, plasmada en el acoso, el ciber-acoso, las agresiones físicas, la disrupción en el aula y en otras formas visibles, hoy se hace intolerable para el conjunto de la comunidad educativa y para la sociedad. Cada vez que se hace público algún hecho de este tipo en los medios de comunicación la repulsa colectiva es generalizada. Todos reconocemos que muchas de estas violencias en la escuela son reflejo de las que se dan en la sociedad de forma habitual. Pero no son esas las que quiero considerar en este breve artículo. Hay otras violencias un tanto invisibles, poco analizadas y sobre las que la sociedad actual y la escuela dicen muy poco o nada, pero son protagonistas en ellas. Esas provienen del exterior de nosotros mismos o que nosotros mismos provocamos sobre otros.
Aunque la violencia parece que permanece constante, cambia en sus manifestaciones. Hemos pasado por diferentes estados a lo largo de la historia: el de la violencia de las sociedades arcaicas basada en la muerte; la sociedad donde los soberanos ejercen la violencia sangrienta como castigo a los súbditos por transgredir la ley; en la modernidad la violencia brutal se va retirando y haciendo cada vez menos visible, “se esconde pudorosa”, a la vez que se completa con el asentamiento de las sociedades disciplinarias y sus medios de represión y control. En nuestra sociedad, la sociedad neoliberal de rendimiento, el sujeto de rendimiento parece libre, ejerce violencia sobre sí mismo y se autoexprime hasta límites insospechados.
Son muchos los autores que analizan hoy las características de este tipo de sociedad con su violencia invisibilizada, que en la “sociedad de rendimiento” produce el “sujeto de rendimiento” (Byung-Chul Han), responsable único de su propio éxito o fracaso, empresario de sí mismo, autoexplotado en la máxima precariedad, que se asiente en el sistema capitalista en su fase de neoliberalismo extremo. Es importante tenerlo en cuenta, porque sus manifestaciones se dan de forma similar en la institución escolar, como veremos más adelante.
Hasta hoy, la violencia física, que ha sido dominante, establece una relación dialéctica entre yo y el otro, el amigo y el enemigo, el igual a mí y el diferente-distinto, que lleva con frecuencia a la anulación-eliminación del otro. Hoy la violencia se centra en la modificación de nuestra subjetividad; ya no es material, es anónima; no es física es psíquica; no es negativa es positiva, es anónima, sistémica y coincide con la propia sociedad, por eso se hace oculta. Es una violencia autoproducida en el interior de la subjetividad humana, mucho peor que cualquier otra porque no se tiene conciencia de ella y, lo peor, la víctima se cree libre.
Estas formas de violencia predominan en la denominada “sociedad de rendimiento” neoliberal donde lo importante son los resultados. En ella se da la exigencia de permanecer en el éxito constante a través de mecanismos que llevan a sentirse requeridos a ser triunfadores, de competir con los demás a base de sacar lo máximo de sí mismo y autoexigirte para, siendo empresario de ti mismo, cubrir las expectativas del rendimiento social que se te exige. Los efectos son las enfermedades psíquicas del siglo XXI, entre otras están el agotamiento, el estrés o la depresión con sus efectos, con la autoagresión que pueden producir hasta llegar al suicidio. Un titular de hace unos días d’El Diari de l’Educació nos decía que el 42% de los ingresos en las urgencias psiquiátricas de en el Hospital San Joan de Déu (Barcelona) en 2015 son por conductas autolesivas.
Esta violencia aparece invisibilizada porque es estructural y sistémica. El sistema de vida producido en el seno del capitalismo salvaje actual lleva consigo la pulsión de muerte, que incorpora a sí mismo todas las formas de violencia, hoy también las internas ejercidas sobre nosotros mismos. Es un orden simbólico impuesto que la invisibiliza para que se perpetúe la dominación y la sumisión. Así se hace muy difícil que las víctimas tomen conciencia de esa violenta relación de dominio y lleva a la producción de la servidumbre voluntaria en las que se acepta acríticamente la sumisión al poder, al amo, a la autoridad, al sistema, al mercado o como quiera que lo denominemos, en sus viejas y nuevas formas de sometimiento.
Es la violencia que genera la actual cultura de la competitividad, y tanto la vida colectiva como la individual se basan en ella. Es la nueva forma de guerra de baja intensidad, sin sangre, de todos contra todos y, hoy especialmente, de cada uno contra sí mismo y a favor de sí mismo, ya que de lo que se trata es de triunfar y de ser programado y planificarse para ello.
También se manifiesta en la violencia que produce el miedo. Somos las víctimas de un miedo bien producido y administrado por el poder para clavarlo en nuestra subjetividad y en la vida cotidiana para que le pidamos que garantice nuestra seguridad a costa de nuestra libertad. El miedo hoy es un entorno que todo lo envuelve. Forma parte del medio en que vivimos. Es el miedo al fracaso, el miedo a no encontrar un trabajo digno, el miedo a no poder tener una vivienda en condiciones, el miedo a envejecer porque no se sabe qué será de las pensiones, miedo al otro (al vecino desconocido, al diferente, al inmigrante…), a una vida precaria, a no dar la talla, miedo a un futuro incierto, a no saber competir, a no tener un currículo competitivo, a caer en la pobreza, a no poder dar a los hijos lo que necesitan, el miedo al cambio climático, al colapso de una sociedad en quiebra, el miedo a nosotros mismos… Se aprovechan de todas las posibles amenazas para inculcar e inocular el miedo en nuestro interior. El desmantelamiento premeditado del Estado del bienestar está produciendo un malestar permanente ante las incertidumbres de un estado permanente de precariedad vital. Así hemos entrado, dice Paul Virilio, en el “nuevo gobierno de la inseguridad social”, y que “la gran violencia producida por el miedo es que impide vivir y ese es el peor de los asesinos”.
No pretendo hacer un desarrollo exhaustivo, pero nos quedan muchas violencias que presentar y analizar. Entre otras están: la violencia que niega los derechos humanos más básicos, cuyas víctimas son los más débiles de la sociedad; la violencia de género, que hay que combatir cada día con más decisión; y la violencia ecológica con sus correspondientes efectos de la violencia que el ser humano ejerce sobre la naturaleza: catástrofes naturales, extractivismo, agotamiento de los recursos. Ante un futuro tan incierto, la infancia es la máxima víctima de la violencia ecosocial.
Queda pendiente la pregunta sobre la respuesta que da la escuela a este tipo de violencias invisibles que, sin duda, también se dan en el ámbito educativo escolar. Algunos creemos que es donde se aprenden y así se modula el “sujeto neoliberal de rendimiento”. Es posible que no se sea consciente de ellas o que queden en un segundo plano ya que las que nos importan son las violencias visibles (acosos de todo tipo y otras) que nos escandalizan a todos y en las que todos hemos puesto nuestro máximo empeño en erradicar. Pero de esto hablaremos más adelante.