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Las diferentes olas del feminismo, en su lucha contra las estructuras patriarcales, el machismo y las violencias contra las mujeres, han tenido la capacidad de encontrar durante su constante proceso de denuncia y reivindicación, algunos eslóganes o frases que han tenido una enorme incidencia mediática y social por su capacidad de comunicar un significado y un sentido profundo a esa lucha; “lo personal es político”, “Me too” (“Yo también”), o la más reciente protagonizada por una valiente Gisèle Pelicot, drogada por su esposo y violada durante más de diez años por más de 50 hombres que, afortunadamente, han recibido el castigo más severo que la justicia francesa podía aplicar, en particular, a su marido: que “la vergüenza debe cambiar de bando”.
Una frase, esta última, que refleja un esquema psicosocial que opera de manera recurrente con muchas víctimas de muy distinto tipo y condición; que además de haber sido objeto de algún tipo de violencia y a tenor de las creencias y actitudes sociales instaladas, les hacen sentirse culpables de la situación y, por ello, muchas veces, avergonzados de algo en lo que se les hace creer que han tenido una responsabilidad personal. Y esa vergüenza no solo les victimiza doblemente, sino que, además, al quedar en la esfera privada libra, en buena medida, a los victimarios de la vergüenza que solo a ellos les corresponde.
Traigo a colación estas ideas, y en particular la frase de la señora Gisèle, para trasponerla a un dominio que, en principio, puede parecer muy alejado de aquel donde surgió, pero que también está, a mi entender, en la esfera de las violencias; en este caso contra la infancia y la adolescencia. Porque conforme a lo que establece la Ley Orgánica de Protección Integral a la Infancia y a la Adolescencia frente a la violencia (LOPIVI,2021);
Art. 1.2. A los efectos de esta ley, se entiende por violencia toda acción, omisión o trato negligente que priva a las personas menores de edad de sus derechos y bienestar, que amenaza o interfiere su ordenado desarrollo físico, psíquico o social, con independencia de su forma y medio de comisión…
Me refiero como violencia a las situaciones de exclusión educativa que, cotidianamente, viven muchos estudiantes en centros escolares (desde la educación infantil hasta la universidad), y donde no parece importar su pesar y consecuencias para su desarrollo personal y social. En esas situaciones también opera el esquema de convertir a muchos niños, niñas, adolescentes y jóvenes -víctimas de un sistema educativo que se resiste a transformarse para ser más inclusivo-, en culpables de su segregación, marginación, maltrato, menosprecio y/o fracaso escolar, facetas, todas ellas, de esta especie de Hidra de Lerma que es la exclusión educativa.
En efecto y como bien sabemos (Echeita, 202411), las concepciones implícitas de muchos agentes educativos se encarnan en actitudes, políticas y prácticas que señalan con insistencia lo que les pasa a los alumnos (sus limitaciones, estado de salud, trastornos, procedencia, género u origen social, entre otras), como la explicación fundamental para: no poder compartir los mismos lugares donde están y se educan otros estudiantes (lo que conlleva la segregación física, esa que opera, por ejemplo, con el alumnado escolarizado en Centros de Educación Especial); o para estar escolarizado en centros con altas concentraciones de alumnado con similares características sociales a las propias (segregación económica/social; la que ocurre en guetos escolares como ocurre frecuentemente, por ejemplo, con el alumnado gitano); para resignarse benévolamente a su marginación o maltrato y mirar para otro lado mientras ocurre cotidianamente en pasillos, baños y patios, o para justificar sus suspensos y repeticiones de curso y con ello su fracaso o abandono escolar temprano.
Esa culpabilización individual conlleva – y no solo en los propios estudiantes, sino también (y a veces, diría, sobre todo) en sus familias-, la vergüenza de un estigma (Muñoz y Zamorano, 202422), del que es difícil escapar y que genera, también, el caldo de cultivo propiciatorio para profecías autocumplidas y para la exculpación de quienes, sin embargo, tienen importantes responsabilidades al respecto de las múltiples situaciones de inequidad escolar que existen en España. Situaciones que ocurren, no tanto por lo que les pasa a ciertos alumnos, sino, sobre todo, por lo que pasa en el contexto escolar (modelos de formación del profesorado, currículum, ordenación escolar, funcionamiento de los centros, etc., etc., etc.) y también en el contexto social (concepciones capacitistas, machistas, racistas, antigitanistas, homófobas, …).
Y es muy cierto también que, al igual que no todos los hombres son machistas, violentos o violadores, sino solo algunos (aunque sean muchos), tampoco todos los centros escolares son partícipes de esta violencia estructural, que llamamos exclusión educativa, usando un solo término que me permite englobar las complejas intersecciones entre los procesos anteriormente apuntado (relativos a la segregación, la marginación o el fracaso escolar).
Por supuesto que también hay muchos centros escolares comprometidos con reducir esa violencia de mil caras, y que bien cabría reconocer como inclusivos. Lo son porque pelean sin descanso por tratar de no poner “puertas excluyentes” en sus centros a algunos estudiantes (Skliar y Dussel, 201133) y para configurar inclusivamente aulas, pasillos, comedores y patios, donde quepa una pedagogía en la que puedan darse oportunidades equiparables -diversificando formas de enseñar y evaluar-, para que todos sus estudiantes compartan, aprendan y participen en condiciones de equidad. Ante todos ellos, ¡me quito el sombrero! y les ofrezco mi sincero reconocimiento.
Por lo general, son centros que han sido designados o seleccionados por la administración para tratar de articular lo más dignamente posible ese proceso (por ejemplo, a través de presentarse voluntariamente a esquemas como el que opera con el programa PROA+, promovido por el Ministerio de Educación, FP y Deportes, del que derivan los programas específicos que se nutren de aquel, como, por ejemplo, el programa INCLUYO, en la región de Murcia). Por supuesto, también son escuelas infantiles, colegios o institutos que, por propia iniciativa, han ido configurando y cuidando su proyecto educativo con las culturas morales, las políticas y los sistemas de práctica (Puig Rivera, 201244), que mejor sostienen la inclusión educativa. Sea como fuere, ni unos ni otros suelen ser mayoría en el censo de centros que componen el mapa escolar de su zona o territorio, lo que, paradójicamente, tiene un efecto perverso sobre el sistema en su conjunto y sobre el lugar donde se tiende a depositar la vergüenza.
En efecto, me refiero al hecho constatado de que, al configurarse real y simbólicamente como centros para la inclusión de los grupos de escolares más desafiantes del estatus quo -a tenor de sus específicas y en ocasiones complejas necesidades de apoyo educativo-, el resto de las instituciones escolares del sector (tanto públicas como concertadas, y no digamos privadas), tienden a desentenderse de su obligación y además a derivar hacia ellos (velada o abiertamente) a la parte alícuota de estudiantes vulnerables que por proporción natural les correspondería dentro de su zona de influencia.
Y lo hacen sin sentirse avergonzados e insensibles al (débil) reproche moral sobre su falta de compromiso y cumplimiento del derecho a la educación inclusiva que les atañe como a cualquiera otro, con la legislación en la mano. Y lo que sí saben hacer es pertrechar excusas espurias para justificar su violencia indirecta y su débil conciencia y compromiso ético. Lo frecuente es aludir a “no estar preparados o formados” pero, sobre todo, porque, precisamente, “ahí al lado, o cerca” hay un centro inclusivo que ¡fíjate todo lo que tiene!: tiene un profesorado con gran vocación, majísimo y muy preparado para trabajar con estos niños y niñas tan difíciles; tienen más medios y recursos (los que con mayor o menor tacañería la administración competente haya querido dotarles por ser los centros para la inclusión de la zona). Y, sobre todo, porque (dicen hipócritamente), sería injusto y muy perjudicial para esos niños “especiales” que se quedaran en nuestro mal dotado, mal formado, mal encarado y excluyente centro, donde, “queridos padres y madres, su hijo o hija especial, se sentiría mal y correría el riesgo de no tener amistades ni la atención educativa que se merecen por sus necesidades singulares y que, por cierto, ¡la administración debe ofrecerles, faltaría más!”. Si quieren conocer con detalle la ristra de excusas habituales, consulten el blog de Belen Jurado.
A mi modesto entender, lo que las administraciones competentes deberían estar haciendo es trabajar sin descanso para que, parafraseando a la Sra. Gisèle Pelicot, “la vergüenza de la exclusión educativa cambie de bando”. Para que todos los centros se comprometan con su deber de crear culturas, políticas y prácticas escolares donde prime “el buen trato” que tan bien define la LOPVI anteriormente ya citada;
Art. 1.3. Se entiende…aquel que, respetando los derechos fundamentales de los niños, niñas y adolescentes, promueve activamente los principios de respeto mutuo, dignidad del ser humano, convivencia democrática, solución pacífica de conflictos, derecho a igual protección de la ley, igualdad de oportunidades y prohibición de discriminación de los niños, niñas y adolescentes.
¿Creen Vds. que sus administraciones, estatal o autonómica, actuarán siguiendo lo que las leyes dicen que están obligados a cumplir? Personalmente lo dudo porque, obviamente, es mucho más fácil y manejable para las siempre ajetreadas/os ministras/os, consejeras/os, directores/as y/o subdirectores/as generales, manejar un programa específico que afecta a unos pocos centros (¡aunque luego difícilmente son generalizables esos programas!), que transformar profundamente el sistema, para que todos cumplan con lo que manda las Convenciones en materia de derechos humanos (como la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, UN, 2006) o leyes como la LOPIVI. Entiendo que, sin duda alguna, es una tarea muy difícil y riesgosa, de ahí que las cualidades más importantes de quien hoy se quiera poner al frente de una administración educativa o de un centro escolar, deberían ser, creo yo, la valentía, la determinación y la capacidad de movilizar “la voluntad colectiva de hacerlo realidad”, como le gusta decir al profesor Mel Ainscow (en prensa55).
Esto último estaría necesitando de un contexto donde la vergüenza de la exclusión escolar estuviera como preocupación prioritaria en la agenda política y social, con intención de que cambiara de bando, cosa que no ocurre ni se le espera. Porque bien sabemos que esa agenda tiene novios y novias mucho más mediáticos que esta cuestión de los niñas y niñas especiales, raros, gitanos, migrantes o pobres que, por otra parte, no son tantos y están “bien atendidos” (dicen) en los centros ad hoc para esa noble tarea. ¡Va a tener razón el profesor Juan Antonio Marina, quien recientemente decía con motivo de una entrevista en el periódico Magisterio (29/11/2024), que : “El problema más grave que tiene la educación española es que no interesa a nadie (salvo a los padres y espero que a los docentes)”!
Y porque, al fin y al cabo, “siempre ha habido pobres y ricos”, al igual que siempre ha habido niños y niñas con la mala fortuna de nacer en un lugar no privilegiado, en un cuerpo no normativo o en familias raras, rebeldes o cegadas por la utopía de que todos somos iguales ante la ley y llevadas por la esperanza, como dice el profesor Roger Slee (201866), de que “… nuestros niños y nietos se merecen una educación sobre y para la humanidad en humanidad.” (p.85). Ese es mi deseo para el año nuevo y venideros.
- Echeita, G. Educación inclusiva. ¿El sueño de una noche de verano? Octaedro ↩︎
- Muñoz, M. y Zamorano, S. (2024). Fundamentos del estigma: concepto y principales tipos En, A. Moraleda y D. Galán-Casado (2004). Estigma y educación. Un enfoque para la igualdad. (pp11-26). Narcea ↩︎
- Skliar, C y Dussel, I. (2011). From equity to difference. Educational legal frames and inclusive practices in Argentina. En Alfredo J. Artiles, Elizabeth B. Kozleski y Federico R. Waitoller. Inclusive Education Examining Equity on Five Continents. (pp. 185-200). Harvard Education Press. ↩︎
- Puig Rovira, J.M. (Coord.) (2012). Cultura moral y educación. Graó ↩︎
- Ainscow, M. (en prensa). Un giro inclusivo a la equidad. Narcea ↩︎
- Slee, R. (2018). Inclusive education isn’t dead, it just smells funny [La educación inclusiva no está muerta. Simplemente huele rara]. Routledge ↩︎
1 comentario
Un artículo muy certero¡¡¡
Resalto; Para configurar inclusivamente aulas, pasillos, comedores y patios, donde quepa una pedagogía en la que puedan darse oportunidades equiparables -diversificando formas de enseñar y evaluar-, para que todos sus estudiantes compartan, aprendan y participen en condiciones de equidad. Ante todos ellos, ¡me quito el sombrero! y les ofrezco mi sincero reconocimiento.
Desde hace mucho tiempo sabemos que la partida de la Inclusión Educativa se juega en la propia escuela fuera de la aulas. P.e. los guetos de los enclaves/aulas de educación especial. Vivimos en una suerte de «aulocentrismo»….fuera de la aulas no hay nadie ¡¡, bueno sí una lógica panóptica…y el recreo como paradigma de ello.