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Imaginar un sistema educativo bajo el mandato de la ultraderecha no requiere un ejercicio extremo de especulación. La historia y la actualidad nos han dado suficientes pistas sobre lo que ocurre cuando gobiernos con estas ideas toman el control de la educación pública. En este contexto, los sistemas educativos se ven sumidos en una transformación radical: una educación restringida, ideologizada y sometida a los intereses del mercado. Sin embargo, lo más alarmante es que, bajo la ultraderecha, la educación deja de ser un derecho fundamental, para convertirse en un privilegio exclusivo de unos pocos. En este modelo, la formación crítica es vista como una amenaza, y la desigualdad se institucionaliza como una norma aceptada, sin cuestionamientos.
Bajo el discurso de la «libertad educativa», que la derecha utiliza con frecuencia, la ultraderecha desata un ataque aún más sistemático a la educación pública. Lo que se presenta como un acto de «libertad» en realidad es un eufemismo utilizado para desmantelar el sistema de enseñanza pública. El objetivo es favorecer la proliferación de modelos educativos privados, donde el acceso a una educación de calidad dependerá directamente de la capacidad económica de las familias. Este tipo de propuestas desvían fondos públicos hacia instituciones privadas y religiosas, y dejan a la educación pública al borde del colapso financiero. En este modelo, los niños y niñas de familias acomodadas podrán asistir a colegios de élite, con una educación diferente y abundante infraestructura, mientras que los sectores más pobres de la población se verán atrapados en escuelas públicas cada vez más precarias, sin recursos ni apoyo por parte de las administraciones.
Pero el ataque a la educación no es solo de carácter económico, sino también profundamente ideológico. En un gobierno ultraderechista, el sistema educativo deja de ser un espacio donde se fomente el pensamiento crítico y se convierte en un campo de batalla cultural. En este escenario, los avances sociales y las luchas por los derechos humanos se ven reducidos o directamente eliminados de los programas educativos. Temas como la diversidad de género, el feminismo y la historia de los movimientos sociales son considerados tabú, y su tratamiento es censurado o distorsionado bajo la excusa de evitar el «adoctrinamiento ideológico». Las leyes contra la «ideología de género» y el «adoctrinamiento izquierdista» eliminan cualquier contenido que desafíe las estructuras de poder tradicionales, privilegiando en su lugar narrativas nacionalistas, conservadoras y dogmáticas. En lugar de cuestionar las injusticias históricas, los currículos escolares se reescriben para exaltar valores como el patriarcado, la moral cristiana conservadora y el «glorioso pasado» de la nación, mientras que se invisibilizan las luchas populares y los avances sociales que han sido fundamentales para la humanidad, como la lucha por los derechos civiles, laborales o de las minorías.
Una de las consecuencias más alarmantes de este ataque ideológico es el resurgimiento del negacionismo científico. Bajo el control de la ultraderecha, temas de vital importancia como el cambio climático pueden ser minimizados o incluso negados dentro de los programas educativos. En este modelo, la ciencia y el conocimiento riguroso se subordinan a los intereses de grandes corporaciones empresariales, dejando de lado la educación ambiental y las políticas públicas que buscan mitigar los daños al planeta. En lugar de formar ciudadanos informados y comprometidos con la justicia social y ecológica, el sistema educativo bajo la ultraderecha busca moldear a consumidores acríticos, dispuestos a ser parte de un sistema económico que no cuestionan, sin importar las consecuencias sociales y ecológicas que ello conlleva.
Además de estos cambios en los contenidos educativos, el ataque al profesorado sería directo y frontal. La ultraderecha ha demostrado, históricamente, una desconfianza profunda hacia los educadores, a quienes querría como aliados de la tradición conservadora y teme como propagandistas del progresismo antiautoritario. En este escenario, se impulsan medidas para precarizar su trabajo, debilitando sus sindicatos y sometiéndolos a un control riguroso por parte del gobierno. El profesorado se vería forzado a ajustarse a los dogmas del régimen, bajo la amenaza de sanciones, despidos o, incluso, represalias legales. Además, se fomentaría la vigilancia en las aulas, alentando denuncias contra aquellos docentes que toquen temas relacionados con derechos humanos, equidad o historia crítica. El «neutralismo político» se convertiría en un mandato obligatorio, pero en la práctica significaría que el profesorado debería callar ante las injusticias sociales, económicas o políticas, promoviendo una visión uniforme y alineada con los intereses del régimen en lugar de una educación plural y crítica.
Esta represión no se limitaría a las escuelas de educación básica, sino que también alcanzaría a las universidades. Las universidades públicas, que han facilitado históricamente espacios de pensamiento crítico y de investigación independiente, serían severamente afectadas por este tipo de gobiernos. Los recortes en la financiación de la ciencia y la cultura serían dramáticos, privilegiando áreas de conocimiento que beneficien directamente al sector privado, mientras que se eliminarían áreas de investigación que fomenten el cuestionamiento o la reflexión crítica. Las humanidades, las ciencias sociales y las artes serían deslegitimadas, y se impondrían nuevas formas de censura sobre el arte, la literatura y la creación intelectual en general.
Un sistema educativo bajo el dominio de la ultraderecha sería profundamente desigual, adoctrinado y al servicio de las élites económicas y políticas. La educación dejaría de ser un derecho de todas y todos y se convertiría en una herramienta de control ideológico y económico. La pedagogía crítica se sustituiría por el miedo, la diversidad por la homogeneidad impuesta y la justicia social por un individualismo feroz y excluyente.
Pero si un día la ultraderecha gobierna la educación, no todo estará perdido. La historia nos ha enseñado que la educación siempre ha sido un campo en el que se cultiva la memoria democrática y se practica la resistencia. En cada aula, en cada profesor o profesora que desafía el silencio impuesto, en cada estudiante que se atreve a cuestionar, en cada contexto sociocomunitario que lucha por la convivencia en igualdad, se abre un pequeño resquicio de esperanza. La defensa de una educación pública, laica, inclusiva y emancipadora no es solo una cuestión pedagógica, sino una lucha política esencial para el futuro de la democracia. Es una lucha que debemos continuar, con perseverancia y determinación, sin descanso ni confianza, sabiendo que solo a través de la educación crítica y emancipadora podemos proteger nuestros derechos y nuestra libertad.