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La enseñanza primaria en Manresa (Barcelona) era mayoritariamente en las seis escuelas religiosas existentes, cinco para niñas y una para niños. Había, por supuesto, algunas escuelas públicas –los nacionales–. A las niñas que comenzábamos la escolarización a los 4 años en “Casa Caritat” (1) con las “Hermanas Carmelitas” –las llamábamos hermanas– nos enseñaban a leer y escribir de forma severa. Recuerdo que, sentadas al lado de la hermana, de una en una, nos pasaba con fuerza el dedo índice por encima de unos cartones que tenían incrustadas las letras con papel de lija: “la letra con sangre entra”.
Más adelante, pasábamos a la clase de las medianas, donde recuerdo que hacíamos “sección”: nos poníamos en círculo alrededor de la mesa de la hermana y cada día nos preguntaba la lección, una forma de evidenciar los niveles e imponer etiquetas. A la entrada de la escuela había el cuadro de honor, donde se exponían las niñas que habían obtenido las medallas al mérito, victoria y honor.
Escribíamos con plumilla –que se enganchaba a un mango de madera– y tinta china que teníamos en un tintero incorporado al pupitre de cada una de nosotras, y que la hermana rellenaba cuando se acababa. En cada pupitre se sentaban dos niñas; cada una de las mesas del pupitre tenía una tapa que se levantaba para guardar las cosas debajo, y un asiento que se plegaba, todo de una sola pieza. Escribir era una tarea delicada: primero con lápiz y después lo pasábamos “en limpio” a tinta; siempre podían hacerse manchas que eran severamente castigadas por la hermana. Una vez escrito, se tenía que secar con el papel secante de color rosa. Según cómo lo ponías, se movía todo y ya podías volver a empezar. Se practicaba mucho la caligrafía y se exigía buena letra.
También hacíamos una asignatura que se llamaba urbanidad en la que nos explicaban cómo nos teníamos que comportar en diferentes situaciones: cómo nos teníamos que dirigir a las personas mayores, ceder el paso, caminar por la derecha, cómo nos teníamos que comportar en la mesa, cómo nos teníamos que sentar, qué hacer cuando íbamos de visita a otra casa, etc. Las niñas teníamos que estar siempre atentas a servir a los demás.
Toda la enseñanza era represiva para las niñas y encaminada a prepararnos exclusivamente para ser esposas y madres.
Cada mañana y cada tarde, al llegar a la clase, de pie al lado de nuestro pupitre, rezábamos y esperábamos el permiso de la “hermana” para sentarnos. La clase estaba presidida por la foto de Franco y un crucifijo. Cada día por la tarde, rezábamos el rosario y hacíamos “labores”, es decir, aprendíamos a coser. En mayo hacíamos el mes de María –llevábamos flores y rezábamos cada día a la Virgen María– y cada primer viernes de mes íbamos a misa, pero antes, era obligatorio confesarse. El sacerdote de la escuela sabía las travesuras de todas las niñas porque el miedo al castigo divino, transmitido con eficacia, obligaba a confesar cualquier pequeña o gran travesura.
La religión católica estaba, pues, presente en toda la escolaridad y las escuelas religiosas tenían un peso muy importante. Estaban segregadas por sexos. Toda la enseñanza era represiva para las niñas y encaminada a prepararnos exclusivamente para ser esposas y madres.
Los alimentos del cerdo que cada año se mataba en el patio servían para el comedor del convento donde, aparte de las monjas, vivían niñas a las que llamaban asiladas, que no tenían padres o cuyos padres no podían ocuparse de ellas, y que compartían las clases con nosotras. También eran las encargadas de limpiar las aulas, de manera que se hacían evidentes dos categorías, tanto en el trato como en lo que estaban obligadas a hacer. Estas categorías también se hacían evidentes en las relaciones que teníamos entre las niñas.
A la escuela se iba con uniforme: un vestido azul marino de manga larga y con un cuello de plástico blanco que se podía lavar bien, y calcetines y zapatos marrones; y en invierno, un abrigo azul marino. Cada día, cuando llegábamos a la clase, nos poníamos la bata, también de uniforme. Para las fiestas señaladas llevábamos sombrero y todo.
Toda la enseñanza se hacía en castellano y estudiábamos con un único libro.
A partir de los 10 años pasamos a los Infants (2), a hacer el curso que llamaban de ingreso al bachillerato. Nos venía a examinar profesorado del instituto Lluís de Peguera. El examen consistía en una raíz cuadrada, una redacción y un dictado, pero lo más importante eran las faltas de ortografía. Evidentemente, toda la enseñanza se hacía en castellano y estudiábamos con un único libro que se llamaba APTO, que contenía todas las materias.
También llevábamos uniforme. Se usaban calcetines negros y una cinta negra en el cuello de la camisa si se llevaba luto: significaba que había muerto un familiar directo, como por ejemplo los abuelos. Las faldas tenían que llegar por debajo de la rodilla; las monjas controlaban la longitud haciéndonos arrodillar en el suelo y observaban si la falda tocaba bien el suelo, y si no, podían deshacer el dobladillo de la bata o de la falda.
Era evidente entonces el control ejercido sobre el cuerpo de las niñas –cuerpo silenciado– con los uniformes o la longitud de las faldas y también el tipo de actividad física permitida cuando comenzamos a hacerla.
La Educación Física la hacíamos en el patio de la escuela y también con uniforme: bombachos –unos pantalones de tela hasta encima de la rodilla con gomas que apretaban el muslo– debajo de las faldas, una blusa blanca, calcetines y zapatillas blancas. Hacíamos tablas de gimnasia sueca donde todas las niñas hacíamos los mismos movimientos a la vez en filas bien hechas. Del patio, lo que gustaba mucho a todas las niñas eran los columpios y un inmenso tobogán de piedra de dos plazas que era único en Manresa, en el cual siempre hacíamos cola para bajar.
Las faldas tenían que llegar por debajo de la rodilla; las monjas controlaban la longitud haciéndonos arrodillar en el suelo y observaban si la falda tocaba bien el suelo.
Para las niñas terminaba una primera fase escolar que había significado un claro adoctrinamiento ideológico basado en los principios del Movimiento Nacional y la religión católica; una etapa llena de castigos, prohibiciones, miedos, disciplina, silencio y obediencia. Se consideraba que a los 14 años las niñas ya estaban preparadas escolarmente y les quedaba completar el aprendizaje en la familia junto a sus madres y abuelas para hacer el papel de amas de casa, madres y esposas. Algunas comenzaban ya a trabajar o estudiaban música, comercio o corte y confección.

Al terminar el bachillerato elemental en el curso 1969-70, solo algunas niñas fuimos al único instituto público que había en Manresa (3). Para las niñas de 14 años que veníamos de una escolaridad solo con niñas, encontrarnos con niños en el instituto fue una gran experiencia. Dentro del aula, nos sentábamos separados y por riguroso orden alfabético: primero las niñas y después los niños. En el bachillerato superior había dos modalidades: ciencias y letras. Unos 120 alumnos en toda la comarca del Bages. Las niñas cursábamos cuatro asignaturas más que los niños: Corte y Confección, Economía Doméstica, Cocina y Puericultura, y dos asignaturas con profesorado y grupos diferenciados: Educación Física y Formación del Espíritu Nacional (FEN) para mujeres (4), aunque en los libros figuraba como Formación Político-Social (5). Con la Ley General de Educación de 1970, que se fue desplegando poco a poco, se cerró un ciclo de formación específica para niñas, ya que la ley reconocía que la enseñanza debía ser mixta e igual para niños y niñas. Por lo tanto, se acababa la prohibición de la coeducación.
La Educación Física de las niñas comenzó a ser diferente, nos iniciamos en el balonmano y el voleibol. También corríamos como los niños, dando vueltas al patio del instituto. Esto nos sorprendía porque era una actividad que las niñas nunca habíamos hecho, pero nos gustaba y nos daba la oportunidad de participar en carreras que se hacían en la ciudad. Todas llevábamos el mismo equipamiento; ahora sí, pantalones cortos, camiseta y zapatillas. En invierno, sin embargo, el pantalón también era corto.
Todas las niñas que queríamos obtener el pasaporte –solo el padre de familia podía autorizar su obtención– y el carnet de conducir, debíamos hacer el Servicio Social. Las que cursábamos el bachillerato superior solo teníamos que hacer las prácticas, mientras que las otras niñas debían realizar aquellas cinco asignaturas que las niñas del bachillerato cursaban en el instituto. En todos los casos, si queríamos obtener la cartilla del Servicio Social, después teníamos que hacer unas prácticas sociales en hospitales, residencias de ancianos, etc.
En el curso 1972-73, y en aplicación de la LGE de 1970, fue la primera vez que se realizó el COU (Curso de Orientación Universitaria), porque hasta entonces se había hecho el PREU (Curso Preparatorio para la Universidad). Se introdujeron por primera vez asignaturas optativas, entre las cuales aparecieron algunas nuevas como Sociología, Economía o Inglés como segunda lengua extranjera. Comenzaban los condicionantes para la posterior elección de la carrera universitaria en la selección de las diferentes asignaturas optativas.
Las niñas eran preparadas para la tarea de ser amas de casa, esposas y madres.
Podemos concluir que la escolaridad de las niñas en los años 60 y 70 del siglo XX reflejaba la vida que también se vivía fuera de la escuela durante el franquismo. Las niñas eran preparadas para la tarea de ser amas de casa, esposas y madres; de ahí la importancia de las labores, el servicio social y las asignaturas que los niños no cursaban.
Las niñas que llegábamos a la universidad éramos muy privilegiadas porque teníamos la oportunidad de estudiar y elegir lo que queríamos hacer y ser, no sin haber luchado antes por ser consideradas buenas o brillantes estudiantes. Esto era el pasaporte imprescindible para continuar estudiando. Después encontrábamos la complicidad de nuestras madres y la aprobación de nuestros padres, que nos animaban a romper con los caminos marcados y a hacer aquello que queríamos hacer. En el camino, al terminar la primaria, habíamos perdido a parte de nuestras compañeras que ya comenzaban a trabajar o se quedaban en casa ayudando a la familia; otras cursaban el bachillerato elemental y otras terminaban el bachillerato superior, pero tampoco llegaban a la universidad. Algunas, a los 18 años, ya se casaban.
Hoy todavía vivimos una generación de mujeres que hemos tenido una trayectoria escolar y laboral marcada por la imposición de un modelo: patriarcal, represivo, de dependencia, encerrado en la esfera privada, etc. La tarea de romperlo nos ha acompañado en todos los aspectos de la vida. Queremos, sin embargo, persistir aún en la idea de imaginar que se puede reinventar una vida diferente.
Resumen de dos artículos publicados en: https://www.memoria.cat: https://www.memoria.cat/records-personals/leducacio-de-les-noies-a-manresa-als-anys-60-70-finals-del-franquisme-construccio-de-records-duna-escolaritat-part-1/
Notas:
1. “Colegio de Nuestra Señora de los Dolores. Casa de la Caridad” 1959-1965.
2. “Colegio del Sagrado Corazón. Infantes” 1965-1970.
3. “Instituto Nacional de Bachillerato Luis de Peguera” 1970-1973.
4. “A través de toda la vida, la misión de la mujer es servir. Cuando Dios hizo al hombre pensó: ‘No es bueno que el hombre esté solo’. Y formó a la mujer, para su ayuda y compañía, y para que sirviera de madre. La primera idea de Dios fue el ‘hombre’. Pensó en la mujer después, como un complemento necesario, esto es, como algo útil”. – Sección Femenina. Formación político-social. Primer curso de bachillerato. 1963.
5. Estas asignaturas eran impartidas por instructores formado en Falange: Sección Femenina del Movimiento, igual que la educación física, tanto de las niñas como de los niños.