Trump es una mala señal. Indica que la humanidad, y la vida entera en el planeta, están en peligro constante porque el poder no genera sabiduría. Porque la riqueza de un país como Estados Unidos, así como su inmenso poder y sus distintos monopolios, no les han permitido la inteligencia para impedir que la tragedia pueda ser el rasgo de sus decisiones políticas.
Este nuevo presidente de los Estados Unidos ya es un peligro real y concreto para la diversidad, para las y los migrantes, para el encuentro entre pueblos y culturas, para la construcción de una humanidad que sepa mostrar la enorme inteligencia filogenética que ha alcanzado. El irrespeto, la intolerancia y el absurdo manejo de poder, constituyen muestras de cuán necesaria y fundamental es la creación de redes, comunidades e interconexiones educativas que posibiliten la acción compartida, el esfuerzo conjunto y el aprendizaje multilateral.
No hablemos de la educación mundial desde esa visión que privilegia el uso de las tecnologías (convirtiendo el medio en fin), sino de una visión en la que aprendamos unos de otros, en la que nos comuniquemos permanentemente, en la que los medios y las redes sociales se pongan al servicio de la movilización. Que lo educativo esté al servicio de una ciudadanía mundial.
Nótese que privilegio el concepto de ciudadanía mundial sobre el de la ciudadanía global, porque pretendo enfatizar la necesidad de construir un mundo de culturas, de intercambio, de diversidades, de flujos de personas, ideas y conocimientos más que el flujo financiero, comercial o de cosas, como ocurre en la globalización que los ejes de poder han venido construyendo. Esa que se ve peligrar ante el ascenso de Trump. La globalización no ha sido encuentro, intimidad entre culturas. Ha estado orientada por el anhelo de imponer una visión eurocéntrica o nortecéntrica (según sea el ámbito de influencia), en la que se impone una Cultura (desde el inglés y desde la informática) por encima de culturas. Por eso no debemos pugnar por una ciudadanía global, sino por una ciudadanía mundial, que se funda en valores como la solidaridad, la inclusión, la tolerancia y la diversidad.
Otra educación mundial tiene que ver con inventar otras formas de aprender pero, sobre todo, otras maneras de sentir lo educativo, maneras en las que el gozo de lo diverso sea el motor para el encuentro con otros aprendientes. Trump debe recordarnos lo mal que lo están haciendo nuestros sistemas educativos porque no es solo Estados Unidos el que nos muestra los efectos de la carencia de una formación para la criticidad. Una educación mundial para la alternativa, la criticidad, la indignación, pero también para la demanda y la reivindicación de una vida plena es un factor que puede gestar conexiones y vínculos que nos devuelvan la posibilidad de la inteligencia política. Recordemos que “trumps” existen en todos nuestros países y, peor aún, en nuestras instituciones educativas y en las oficinas gubernamentales, en las que se decide el rumbo de la educación. He ahí la imposición, el acallamiento ciudadano y el apego a esquemas empresariales que se nota en el discurso y propuesta pedagógica.
Quienes vivimos al Sur de Estados Unidos, y sobre todo en una relativa cercanía, sentimos la enorme preocupación por lo que vendrá para millones de seres que, forzados por las condiciones y coyunturas, buscaron en ese país un lugar para asentarse. Pero quienes viven más lejos, y al Norte de Trump, también deben preocuparse, porque un mundo violento y fracturado a todos nos afecta y daña. Por eso, aprendamos a sentirnos ciudadanos mundiales. Necesitamos educarnos de manera mundial, anti-global, pero también opuesta a los reduccionismos nacionalistas o culturalistas. La educación mundial que necesitamos es aquella que nos ayude a comprometernos en la construcción de un mundo donde todos estemos y seamos visibles. Y maravillosamente diversos.