Vaya por delante que, como católico practicante y cristiano convencido, defiendo una educación pública, inclusiva y laica, porque considero que la laicidad de las instituciones públicas es la mejor garantía para una convivencia plural en la que todas las personas sean acogidas en igualdad de condiciones, sin privilegios ni discriminaciones. Tanto las católicas como las musulmanas, las ateas, las agnósticas o las protestantes, etc.
La actitud laica tiene dos componentes: libertad de conciencia y neutralidad del Estado en materia religiosa. Cada persona es libre de ser o no religiosa y de abrazar la religión que quiera, mientras que el Estado debe abstenerse y mantenerse al margen de estas creencias y prácticas personales. En este sentido, el laicismo busca separar esferas (el saber de la fe, la política de la religión, el estado de las iglesias), para garantizar la libertad de conciencia y posibilitar la convivencia entre quienes no tienen los mismos credos.
Todas las religiones, incluida la católica, deben ocupar el lugar que les corresponde en democracia: la sociedad civil, no la escuela; que debe quedar libre de cualquier proselitismo religioso. El espacio adecuado para cultivar la fe en una sociedad en la que hay libertad religiosa son los lugares de culto: parroquias, mezquitas, sinagogas u otros.
Pero esta separación iglesia-estado no se resolvió adecuadamente durante la Transición. El paso de la escuela nacional-católica de la dictadura franquista a una escuela laica o aconfesional, como la que propicia la Constitución, se impidió manteniendo unos Acuerdos con el Vaticano, heredados de las postrimerías de esa dictadura franquista, que “obligan” a que se oferte la asignatura de religión en todos los colegios y facultades de formación del profesorado de todo el Estado. El PSOE perdió una oportunidad de oro para derogarlos cuando era posible y deseado por la mayor parte de la sociedad.
No obstante, actualmente, en un Estado aconfesional como el que hemos acordado en la Constitución española, con libertad de culto, se debería impulsar y fortalecer una escuela laica, como instrumento plural, defensor de los derechos humanos y libertades, inclusiva, no sexista.
Por eso, la Escuela Pública ha de ser laica para ser de todos y todas, para que en ella todas las personas nos reconozcamos, al margen de cuáles sean nuestras creencias. Creencias personales que son un asunto privado. Por eso, la religión no debe formar parte del currículo. No por motivos antirreligiosos, sino desde un planteamiento pedagógico y social beneficioso para el desarrollo de la racionalidad del menor de edad, de su independencia y autonomía personal, para la que debe ser educado libremente.
La finalidad de la escuela no puede ser inculcar dogmas, muchos de los cuales además entran en contradicción con la razón, la ciencia y los derechos humanos, como la subordinación de la mujer o el origen mágico de la vida y el universo. Ni la escuela es lugar de exclusión y discriminación en el que niños y niñas sean separados en función de las creencias o convicciones de sus familiares, lo cual es una afrenta a la libertad de conciencia y una grave vulneración de los Derechos de la Infancia, como recoge la Declaración de los Derechos del Niño y de la Niña de 1959 y la Convención de 1989, que rechazan el adoctrinamiento y el proselitismo religioso. Separar al alumnado que comparte toda la jornada escolar, a la hora de las clases de religión, dificulta su convivencia y entendimiento, que es de donde nace el afecto y la solidaridad.
Pero es más grave aún si analizamos la normativa que establece el currículum de la enseñanza de la religión católica en la educación primaria y secundaria actualmente. Ésta convierte la clase de religión en catequesis, pese a que explícitamente afirme que huye de “la finalidad catequética o del adoctrinamiento”. La jerarquía católica, que es quien decide los contenidos de la materia de religión, no acepta la realidad de los nuevos modelos familiares y se empecina en su retrógrada concepción de la sexualidad humana, negando la diversidad sexual reconocida ya por la legislación, el derecho al propio cuerpo, a la libertad sexual y a la anticoncepción. La concepción y la práctica del catolicismo, en donde la mujer es subordinada, que mantiene y justifica un modelo sociedad patriarcal, no es compatible con la educación en igualdad que es un principio pedagógico básico. Hasta el teólogo Juan José Tamayo afirma que “los contenidos son en su totalidad catequéticos con tendencia al fundamentalismo; el pensamiento que se transmite es androcéntrico; el lenguaje, patriarcal; la concepción del cristianismo, mítica; el planteamiento de la fe, dogmático; la exposición, anacrónica”.
La religión católica actualmente tiene una carga horaria superior a la de contenidos tan importantes como la educación física o la educación artística. Es más, las clases de religión restan muchísimas horas lectivas a las demás asignaturas, que sí son importantes y acordadas por toda la comunidad educativa y social. Pero es que la religión católica ya se imparte en la mayor parte de las materias que se estudian a lo largo de la escolaridad. Para analizar el estilo arquitectónico de un templo, para explicar el Camino de Santiago o un cuadro de Velázquez o una partitura de Bach, para adentrarse en la literatura del siglo de oro o el origen de la lengua castellana y, sobre todo, para comprender la mayor parte de la historia de este país, se acude y se explica en clase la religión católica. Es incomprensible, por tanto, este empeño de la jerarquía católica, en exigir, además de los púlpitos los domingos en misa, una asignatura específica en todas las escuelas dedicada a catequesis.
Sumemos a todo ello que, el acuerdo con el Vaticano, heredado del franquismo, impone que en la Escuela Pública haya “profesores y profesoras de religión” pagados por el Estado (es decir, con los impuestos de todos y todas) pero nombrados a dedo por los obispos, que los seleccionan en función de sus creencias, de su fe, sin haber pasado, como todos los demás docentes, por una oposición en igualdad, mérito y capacidad. Más de quince mil de estos verdaderos “delegados diocesanos” figuran como personal laboral (debido a la ley educativa LOE aprobada por el PSOE) en los centros escolares de titularidad pública. Además, los obispos pueden despedirles sin tener que explicar el cese (cosa que suelen hacer en función de avatares de la vida privada de esas personas). De hecho, mientras en las demás asignaturas fomentamos el respeto a todas las personas al margen de su estado civil, la jerarquía católica despide a profesoras de religión porque se divorcian.
En definitiva, la Escuela debe ser lugar para educar en conocimientos científicos universales, en valores cívicos, no para el proselitismo o el adoctrinamiento. La Escuela debe ser neutral en el respeto a la pluralidad de opciones morales e ideológicas. La religión, que es una creencia entre otras muchas, debe difundirse en el ámbito privado de la familia y los lugares de culto.
Por eso debemos negarnos a que con el dinero público se financie ningún tipo de adoctrinamiento religioso. El art. 27.3 de nuestra Constitución recoge el derecho de las familias a que sus hijas e hijos «reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». Pero no a que ésta formación sea impartida en los centros educativos, y menos financiada por el Estado. Las familias que quieran que sus hijas e hijos reciban formación de religiosa son muy libres de hacerlo, pero evidentemente al margen del sistema educativo.
La presencia de una religión en la escuela, sea la que sea, de su enseñanza y sus símbolos, constituye un obstáculo para construir solidaridad en la diversidad, el mestizaje y la multiculturalidad. Y no se trata sólo de favorecer las buenas relaciones entre la diversidad ahora existente, sino de garantizar el respeto y la pluralidad también con las personas que no tienen religión, que no creen en ningún dios. Es como si ateos y agnósticos se empeñaran en que hubiera una asignatura evaluable de ateísmo desde infantil, y que como alternativa para quienes no quisieran cursar “ateísmo científico” se impartiera agnosticismo. Por eso, lo que sí pedimos es que las personas creyentes, las ateas y las agnósticas, que optan por vivir en la privacidad sus propias creencias, sean respetadas en la escuela para favorecer la convivencia social.
No podemos seguir anclados en un nacional catolicismo rancio y obsoleto. Ni seguir educando con dogmas y creencias del siglo XIX a una ciudadanía del siglo XXI. Hasta un país como Irlanda, marcado por una secular tradición católica, va a sacar la religión del horario escolar. Necesitamos una escuela laica que eduque sin dogmas, en valores humanistas y universales, en la pluralidad y en el respeto a los derechos humanos, en la asunción de la diferencia y de la diversidad y en los valores éticos, no sexistas y democráticos. Queremos una escuela donde se sientan cómodos tanto las personas no creyentes, como las creyentes. La escuela un lugar para razonar y no para creer. Debemos abandonar ya la época de la superstición y avanzar definitivamente hacia la racionalidad y la ciencia. Por justicia, por convivencia en igualdad y por respeto a los derechos humanos.
Enrique Javier Díez Gutiérrez. Profesor de la Facultad de Educación de la Universidad de León, Coordinador del Área Federal de Educación de IU y miembro del Foro de Sevilla